Wilckens: cien años de vindicta
por Adrián Moyano
Un joven alemán venga los fusilamientos de la Patagonia Trágica: Wilckens mata al Coronel Varela hace cien años. Su apellido se multiplica en homenajes, libros, recuerdos. En un documental y en esta crónica que repasa esa historia.
Ilustración: Rocío Griffin
Para un hombre no hacen falta dos. A finales de los ‘80, Emilio Uriondo tenía dificultades para caminar y respiraba con trabajo. Difícil asociar la fisonomía del anciano con la del militante anarquista que en 1928 había atentado contra la Embajada de Estados Unidos en Montevideo, después de la ejecución de Sacco y Vanzetti. En “El vindicador”, un mediometraje de Osvaldo Bayer y Frieder Wagner (1989), se dan pistas sobre las razones del deterioro físico: Uriondo soportó varios años en la cárcel de Ushuaia, en Tierra del Fuego. Para el momento del rodaje, era el único sobreviviente del pequeño grupo que había planificado el atentado contra el teniente coronel Héctor Varela, jefe de los fusiladores en Santa Cruz durante las masacres de 1921.
Como si todavía fuera necesario resguardar identidades, al brindar su testimonio para el documental Uriondo sólo menciona a un tal Vázquez y al perpetrador de la vindicta proletaria: Kurt Gustav Wilckens. Antiguo rasgo de conducta anarquista ese de cuidar a los compañeros… El alemán no quiso involucrar a nadie más en el atentado: “Él decía que, para una persona, no hacían falta dos personas. No compañero, usted está (se queda) ahí. Para una persona, una sola persona”, recuerda Uriondo que estableció Wilckens. Así se hizo un siglo atrás: el 27 de enero de 1923.
Después de un breve paso por el Alto Valle del río Negro, el joven alemán Kurt Wilckens había pensado en retornar a Estados Unidos “con sus amigos libertarios”, según la voz en off de Bayer. Las condiciones de explotación que encontró en Cipolletti desdibujaron la utopía de “una nueva sociedad antiautoritaria en la ayuda mutua” que podía florecer en Patagonia. Cuando volvió a Buenos Aires para reembarcarse, Wilckens tuvo un encuentro que supuso casual con un compañero de causa. Pero era una trampa: aquel conversador espontáneo resultó ser el agente 838 de la Policía Política, quien condujo al desprevenido a la Comisaría 16, del barrio de Constitución. Por entonces, regía la Ley de Residencia, que permitía al Poder Ejecutivo expulsar extranjeros “cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”, norma que se dirigía sobre todo a la militancia anarquista. Expeditiva, la Dirección de Migraciones ordenó su expulsión, pero la solidaridad se impuso: los compañeros lograron demostrar que, desde su llegada a la Argentina, el 29 de septiembre de 1920, había trabajado honradamente. El Poder Judicial desestimó la orden y multó al funcionario que había dispuesto la expulsión. Como gesto de agradecimiento y reciprocidad, Wilckens decidió quedarse para luchar por otros detenidos políticos. Obvio, encaminó sus pasos hacia la Federación Obrera Regional Argentina (FORA).
Tranquilo y callado
Allí trató con Uriondo, que al principio fue cauteloso. “Yo lo conocí en el local de la FORA que estaba en el centro de la ciudad. Un hombre muy tranquilo, casi no hablaba con nadie. Se sentaba en un banco y se ponía a leer. Ya sabía yo por Delgado, otro compañero, que estaba trabajando como lavador de autos. Hablando con (Miguel Arcángel) Roscigna, dice que el compañero Wilckens es un gran compañero. Entonces, vino la unión”. Roscigna, otra leyenda del anarquismo…
“Yo pertenecía al gremio de lavadores de autos, que estaba muy organizado en ese tiempo. Él (Wilckens) también estaba en ese gremio, estaba trabajando de lavador de coches porque había venido del Interior”, corroboró Luis Oneto, otros de los testimonios que incluye el amarillento film de Bayer-Wagner. “Enseguida se vinculó con los compañeros de la FORA. Él trabajaba en la calle Soler, en el viejo Palermo, más allá de la (Sociedad) Rural. Yo trabajaba en otro garaje. Entonces, él empezaba su trabajo a eso de las 12 de la noche. Nosotros, los lavadores de autos lavábamos ocho vehículos, él dejaba más o menos a las 6 o 7 de la mañana el trabajo”, completa la descripción.
Umberto Correale contaba con 90 años cuando habló con el autor de “La Patagonia Rebelde”. En los tiempos de Wilckens era trabajador portuario. “Era un hombre de expresión risueña. La verdad, trasuntaba mucha bondad. Hasta hubo momentos en que la impresión que daba era que fuera evangelista, un tipo de extracción cristiana. Esa es la sensación que tuve yo siempre”, admitió. La impresión de Correale tenía asidero: cuando después del atentado la Policía allanó su habitación, destrozó a patadas un cuadro de León Tolstói, supuestamente para buscar mensajes ocultos u otras pistas que permitieran dar con cómplices.
Oriundo de Bad Bramsted, pequeña localidad del norte alemán, Wilckens había hecho el servicio militar en una unidad encargada de la seguridad del Kaiser. Antes de que estallara la Primera Guerra Mundial viajó hacia Estados Unidos, donde con un grupo de suecos, daneses, noruegos y otros alemanes trató de vivir un tanto bohemiamente en contacto con la naturaleza. Al parecer, durante ese período ahondó en la obra del gran novelista ruso, que pregonaba un retorno “al cristianismo de los primeros tiempos, la no violencia y un rechazo a la explotación del hombre por el hombre”, según la reconstrucción de Bayer.
Con coherencia, desoyó el llamado para sumarse al Ejército de su país en 1914. En lugar de arriesgar la vida en el infierno de las trincheras, Wilckens se convirtió en una suerte de portavoz de sus compañeros europeos porque hablaba mejor el inglés. Fue minero en Arizona y orador en asambleas. Al perder un conflicto, fue confinado en Nuevo México junto con otros mil trabajadores. Por su ciudadanía enemiga fue encerrado y al finalizar la contienda, expulsado. En Hamburgo se vinculó con la Federación Libertaria Anarquista que editaba el periódico “Alarm”. Allí escuchó hablar de la Argentina y de la importancia del movimiento obrero, pero antes de partir, asumió otro gesto digno de Tolstói: al morir su madre, renunció a una herencia de 20.000 marcos oro en favor de sus hermanos. Cuando la Policía entró a su cuarto porteño, apenas si encontró unos pocos muebles más bien humildes y algunos libros en alemán.
Mis hermanos
En “El vindicador”, Uriondo recuerda los momentos previos al ajusticiamiento. “Resuelve hacerlo a Varela, entonces va solo a hacerlo a Varela, con la condición de que estuviera el coche de Dositeo y Caballero a una cuadra para levantarlo”. El requisito fue puesto por los compañeros de Wilckens y el relato no incluye los nombres de pila de los cómplices. “El hecho ya se sabe cómo fue, que él fue con una granada que había preparado Vázquez, porque Vázquez era el que sabía cómo se preparaba eso: cómo se hacía la mezcla, cómo se hacía todo”.
Hubo una instancia previa porque “resolvieron ir a probarla antes. Vázquez quería que él probara y viera. Entonces se fue al Silo 5: Vázquez, yo y Wilckens. Entonces, tiró la granada desde arriba del puente y bueno. Era de noche, entonces al día siguiente volvió Wilckens a ver el efecto que hacía eso ahí. Quedó conforme con el efecto”, destaca Uriondo.
La historia es más o menos conocida. En la mañana del 27 de enero de 1923, el admirador de Tolstói lanzó la granada cerca del cuerpo del militar asesino y completó su faena con cuatro disparos de revólver. Con la cantidad de disparos, emuló los cuatro tiros que cada pelotón de fusilamiento había asestado en la humanidad de 1.500 peones rurales dos años antes. Pero Wilckens no pudo huir y encontrarse con el coche salvador, porque al pasar una niña por el lugar, la cubrió con su cuerpo y recibió una esquirla que fracturó su pierna izquierda. Luego contó que fue operado sin anestesia y que le extrajeron 10 centímetros de hueso. ¿Precaución médica o revancha estatal?
Lo detuvo el policía Nicanor Serrano, el primero en iniciar una larga serie de castigos. Wilckens respondió los interrogatorios con parquedad: “He vengado a mis hermanos. Acto individual, único autor, fabriqué la bomba sin ayuda”. La acción del vindicador fue saludada en las asambleas de trabajadores y no sólo en las anarquistas. Wilckens había ejercido “el derecho del individuo de matar al tirano”, según el relato de Bayer. El diario “Pampa Libre” tituló y editorializó: “Gringo gaucho: hermano Wilckens. Reciba un abrazo de los gauchos compañeros de la Pampa, que lo consideramos un ejemplo de la justicia del pueblo pobre”. Cuando ingresó a la prisión, fue recibido con aplausos y vítores.
Dos años antes, cuando empezaron a llegar a Buenos Aires las noticias sobre los crímenes que habían cometido en la Patagonia el Ejército, los paramilitares de la Liga Patriótica, los grandes estancieros y los gerentes de La Anónima, Wilckens no faltó a ninguna asamblea o acto. Fiel a su personalidad, en general guardó silencio. Salvo una vez, cuando dijo: “Si ese coronel sigue viviendo, volverá a cometer una segunda masacre”.
Cinco meses después del atentado de la calle Fitz Roy, Wilckens murió asesinado por un integrante de la Liga Patriótica que se introdujo en el penal donde afrontaba su encierro. La FORA respondió con una inmensa huelga general. Recuerda Luis Oneto, aquel lavador de autos: “No era un paro pacífico, era un paro de acciones. Entonces, los obreros panaderos, especialmente, que eran los más aguerridos y bien organizados en esa época, estaban haciendo una asamblea en el local de Bartolomé Mitre 3270 porque no pudieron hacerla en Plaza Once, porque lo prohibió la Policía. Entonces, ahí se produjo un violento tiroteo. La Gendarmería atacó, eran todos cosacos armados con fusiles. Hubo muertos y heridos”.
Para un hombre no hacen falta dos, pensaba el alemán del norte. Para acallar su gesto enorme, no alcanzaron policías, jueces, carceleros, políticos, prensa cómplice ni militares. Ni el silencio ni el paso centenario del tiempo alcanzan.