Viaje al nido del Hombre pájaro

por Rodrigo Obreque Echeverría

Antes de aprender el español, de sincronizar el tempo de la tierra con el ritmo cardíaco del kultrun, de escribir poesía y recorrer el mundo, Lorenzo Aillapán Cayuleo tuvo un pewma, un sueño revelador: estaba destinado a adquirir la sabiduría de las aves e interpretar su lenguaje. Tesoro Humano Vivo de Chile, a una semana de cumplir 83 años, regresa a su infancia en un vuelo rasante.


Mayo 2023

Viernes 3 / marzo / 2023

La ruka es oscura, pero la luz natural que cae desde el techo es suficiente para descubrir que entre decenas de imanes de cisnes y paisajes del lago Budi -que los turistas comprarán para pegar en sus refrigeradores-, en esta tienda de artesanía mapuche existe uno del tamaño de un naipe con la figura del poeta Lorenzo Aillapán.

— Es el último que queda. Los imanes del Hombre pájaro se van rápido —dice una de las dos mujeres a cargo de las ventas.

Afuera el viento despeina los árboles y el cielo amenaza con soltar un aguacero sobre Saavedra, la comuna del sur de Chile donde reside el Hombre pájaro. Saavedra es parte de la Región de La Araucanía y la habita una población mayoritariamente lafkenche, los mapuche de la costa.

A cuatro minutos de la ruka, caminando a paso lento por la costanera, una escultura de madera nativa de tres metros de altura de Lorenzo Aillapán le da la espalda a la laguna Imperial y al mar que ruge más al fondo.

La escultura muestra a Aillapán vestido con un makuñ, la manta mapuche, el pelo largo cayendo como una cascada sobre sus omóplatos, el bigote que desciende por la comisura de sus labios. En sus manos sostiene una bandurria, un ave de pico largo como toda ibis, que los mapuche llaman raki. La escultura está inspirada en una foto de Aillapán que aparece en el libro Voces mapuches, Mapuche dungu.

— Cuando me iban a tomar la foto vi una bandurria hembra, canté como ella y se acercó. Como estaba en celo se dejó tomar y no me picoteó. El fotógrafo no lo podía creer —cuenta Lorenzo Aillapán con una sonrisa que asoma debajo de su bigote cano y espeso.

Está sentado en un sillón en el interior de su casa, frente a la costanera, a un minuto de su escultura. Afuera, un letrero instalado por la municipalidad y la Corporación nacional de desarrollo indígena anuncia que ahí vive una persona importante: “Pullumapu kimun lueftuy. Renacimiento de la sabiduría ancestral”.

Aillapán repasa el libreto de la obra de teatro Ningún pájaro canta por cantar, que la compañía Ñeque presentará la próxima semana en la comuna de Vilcún, a 124 kilómetros de aquí, el sábado 11 de marzo. Él es el protagonista de la obra, basada en su propia historia: la de un niño que es consagrado Uñümche (Hombre pájaro) en la comunidad de Rukatraru y que años más tarde enfrentará a su primo hermano por devastar gran parte del bosque nativo de su familia para plantar pinos y eucaliptus a cambio de dinero.

El día anterior a la presentación estará de cumpleaños. La cédula de identidad chilena de Lorenzo Aillapán Cayuleo certifica que su nacimiento fue inscrito el 10 de marzo de 1940.

— En realidad tengo 85 —confiesa el poeta—. Nací en 1938 y mi nombre original era Llancache. Antiguamente los mapuche teníamos un solo nombre, pero el Registro Civil nos exigía poner dos apellidos y nombre de santo.

Viste una gorra beige y una chaqueta sin mangas del mismo tono, suéter marrón, camisa a cuadros, jeans holgados y zapatos café.

— Se le notan los 85 —dice Juana Catril, su compañera de vida—. Está medio sordo y su salud no es muy buena.

— Aparte de sordo, mi memoria está fallando. Tal vez tenga que leer este libreto durante la obra.

Los tres días que vienen, no se le notarán los años cuando visite los lugares de su infancia que forjaron su espíritu de pájaro.

***

Sábado 4 / marzo / 2023

Antes de escribir poesía, de publicar libros de poesía, de obtener premios por esos libros; antes de aprender el lenguaje de las aves, de aprender el idioma español, de aprender a sincronizar el tempo de la tierra con el ritmo cardíaco del kultrun; antes de emigrar a Santiago a estudiar Contabilidad y trabajar en una empresa; antes de casarse y tener hijos, de ser perseguido por la Dictadura militar; antes de retornar a Saavedra para enseñar la cultura mapuche, de viajar por tres continentes para declamar sus poemas; antes de ser nombrado Tesoro humano vivo de Chile; antes de todo eso, como un exordio de todo eso -su vida-, Lorenzo Aillapán Cayuleo tuvo un pewma, un sueño revelador: un ave de pico largo le extrajo sangre de un dedo y un grupo de sabios lo trasladó a la cima del cerro más alto de su comunidad y lo proclamó Üñümche.

El sueño lo relata en su poema Hombre pájaro:

Fui llevado a un cerro de la costa Lafkenche
En una planicie del alto
Había un círculo de varias personas
Con tremendos atuendos y joyas para la ocasión
Allí, en una ceremonia,
Fui consagrado para convertirme en Hombre Pájaro Mapuche de este milenio
Pu Ngenpin, Pu Machi dijeron a la gente reunida
“Éste es el Elegido y el Escogido”
Desde ahora y siempre será el üñümche para todos los idiomas en países y continentes.


Aillapán supo a través de este pewma que estaba destinado a adquirir la sabiduría de las aves para compartirla con su comunidad. Tenía alrededor de 8 años y no hablaba castellano. Todo lo decía, pensaba, soñaba en mapudungun, la lengua mapuche. Su niñez transcurría pastoreando los cerdos y ovejas de su Lof, su clan familiar, tendido bajo la sombra de los árboles nativos de Rukatraru en verano o guarecido de la lluvia y el viento bajo su follaje en el invierno.

En las mañanas, apenas el sol abría su capullo en el escenario natural, se sentaba a contemplar el lago Budi y escuchaba con atención a las aves para aprender a trinar, silbar, chirriar, graznar, gorjear, vocalizar como ellas. Las observaba para conocer su comportamiento. Se daba cuenta de que el canto del pidén anunciaba la lluvia; el canto del queltehue, la presencia de humanos o animales; el canto de la loica, la probable llegada de la policía.

Años más tarde, en la adultez, escribirá poemas describiendo a estas aves, la onomatopeya de sus cantos, hasta sus presagios (del traro -carancho- dirá que “en la comarca para la gente anuncia desgracia”). Y recorrerá Chile y el mundo recitando sus poemas alados, interpretando instrumentos mapuche como la trutruka y el kultrun, cantando, silbando y soplando hojas de árboles para reproducir la vocalización de las aves.

— La gente y la prensa suelen decir que imito a las aves, pero yo no soy un imitador. Soy un ave más dentro del universo pajaril —dice ahora, mientras nos adentramos por los caminos polvorientos de la comunidad de Rukatraru para visitar los rincones de su tierra y de su historia.

Puerto Saavedra, la zona urbana de la comuna, es pavimento. Rukatraru, al igual que las demás comunidades lafkenche que circundan el lago Budi, es ripio. Doce kilómetros separan el centro de Puerto Saavedra de Rukatraru. El jeep hunde sus ruedas en los hoyos del camino y saltamos a medida que avanzamos hacia el lugar en el que creció Lorenzo Aillapán.

Antes de partir, el poeta pasa por un supermercado a comprar rokiñ, víveres para el viaje y su familia.

— Me da dos medios kilos de pan, por favor. Los llevo para regalo -le dice a la mujer que está detrás de la balanza, a quien saludó afectuosamente un momento antes.

— Pichin kofke (poco pan) —le reclama ella.

— Con eso está bien. Llevaré plátanos igual.

Lo primero que visitamos al llegar a Rukatraru es el lugar en el que estaba ubicada la ruka de su familia, actualmente transformada en una bodega con piso de tierra y paredes de madera que adquirieron el color amarillento y verdoso del musgo que las recubre. A un costado se alza una casa de un piso revestida con latas que construyó su hermana Carmela, cinco años mayor, fallecida hace un par de años.

El poeta llama hermana a Carmela, aunque en realidad era su prima. El padre de Lorenzo Aillapán murió antes de que él naciera y poco tiempo después murió su madre. Fue adoptado por el hermano de su mamá, José Bautista Aillapán Lefio y por su esposa María Isabel Cayuleo Deunacan, padres de Carmela y de otros ocho hijos, quienes le dieron sus apellidos. Creció sabiéndose huérfano. A sus tíos no los llamó padres ni hermanos a sus primos, excepto a Carmela, con quien eran muy cercanos.

Su abuelo fue Juan Aillapán, un lonko “poderoso en cuanto a tierra y animales”, propietario de 300 hectáreas, según relata el poeta en el libro Hombre pájaro. Vida y poesía de un mapuche, del antropólogo Gastón Guzmán, aunque la Comisión Radicadora de Indígenas -creada en 1883 para delimitar la propiedad mapuche tras la ocupación militar de la Araucanía- entregó en 1909 a su abuelo un título de merced por una hijuela de 131 hectáreas en el sector de Rukatraru.

En el mismo libro, Aillapán cuenta que fue educado en la cosmovisión mapuche por Foki Foye, un maestro de una comunidad cercana con el que “salíamos a la loma a conocer las hierbas, los nombres de los árboles nativos, algunos animales, los pájaros en el lago Budi porque la tierra donde yo me crié es como una península, tiene agua por aquí y por allá”.

A esta hora, las 11 de la mañana, no hay nadie en la casa que fue de Carmela. Los nubarrones de la noche anterior dieron paso a un sol que empieza a calentar.

— Actualmente vive aquí una sobrina, hija de Carmela, que anda en Puerto Saavedra. A ella le pedí permiso ayer para venir a ver el maitén.

Aillapán está hoy en Rukatraru para visitar el árbol que le brindaba refugio en su niñez mientras pastoreaba, uno de los pocos ejemplares nativos que sobrevivieron a la tala que efectuó décadas atrás su primo hermano Juan.

Para detener la tala, Aillapán presentó una demanda contra él -que legalmente era su hermano mayor-, y ganó. Esta historia está contada en la obra de teatro Ningún pájaro canta por cantar. En una escena inicial, el Hombre pájaro habla con su primo con la intención de convencerlo de que no le venda el bosque a un colono alemán:

— Lo siento mucho, pero la tierra hay que hacerla rendir y la mejor forma es plantando pinos y eucaliptus. Crecen rápido, son rentables.

— Es que la tierra no se puede vender (...) En la tierra están nuestros ancestros. Vender la tierra es como vender a nuestra madre -le responde el Hombre pájaro.

— Que te hayan consagrado como Üñümche no te da el derecho de decirme lo que puedo o no puedo hacer. Estas tierras son mías.

En otra escena, un monólogo, el Hombre pájaro relata a los espectadores:

— Lo más triste era el silencio. Como que no hubiese vida en ninguna parte. Eso es lo que pasa cuando se echa abajo el bosque nativo: los ríos se secan, ya no corre el agua, no hay insectos, no hay pájaros, no hay nada. Rukatraru quiere decir ‘el hábitat natural de los pájaros traros’. Cuando llegaron los colonos a Rukatraru talaron muchos árboles, así es que los traros que ahí habían, emigraron. Muy de vez en cuando, uno que otro se deja ver.

Ahora, para llegar al maitén avanzamos por un camino estrecho y polvoriento. A poco de andar nos encontramos de frente con una mujer de unos 60 años que avanza acompañada por dos perros negros que parecen bravos, pero mueven la cola cuando bajamos del jeep.

— ¡Mari mari (hola) tío, tanto tiempo! Soy María, hija de su primo Juan, ¿se acuerda de mí?

— Sí me acuerdo, ¿cómo ha estado?

— Bien, bien, qué gusto verlo. ¿Qué anda haciendo por acá?

— Recordando mi infancia de niño pájaro. Vamos a visitar el maitén que está arriba.

Apunta con el dedo hacia un lugar que no vemos y se despide de María, la hija de su primo que taló el bosque, con un abrazo cariñoso.

— Pewkallal (hasta pronto).

Avanzamos un trecho corto en el jeep y lo estacionamos en una explanada a la orilla del camino, que se ha convertido en un sendero cercado por espinos. Seguimos a pie durante diez minutos subiendo una cuesta no muy empinada. Los zapatos se cubren de la tierra rojiza que pisamos. Cruzamos cercos alambrados saltándolos o pasando por entremedio, con precaución para no clavarnos las púas.

— Allá está el maitén.

Aillapán señala un árbol solitario cuyo tronco sostiene una tupida melena de hojas verdes, que se inclina a la izquierda como si hiciera una reverencia. El poeta se acerca al árbol y lo abraza como se estrecha a un viejo amigo después de un largo tiempo sin verlo.

— Este árbol fue testigo de lo que fui cuando niño y adolescente. Me trae recuerdos, alegría. Me daba sombra, llawfeñ; aquí me sentaba a mirar a las ovejas, los cerdos, los novillos, los caballos.

En su libro Wera Aliwen Mawida Mew (Árboles Nativos Universo Montañoso), Aillapán le dedicó un poema a este maitén. La última estrofa dice:

Del buen árbol maitén suena nombre femenino
Y de tal árbol tal astilla dice la gente de la comunidad
Al ver el frondoso árbol solitario y huérfano
Por la continua tala del bosque nativo a la vecindad
El recuerdo es latente al escuchar canto y trino
De aves cantores, tenca, zorzal, tórtola en la soledad.

Aillapán se queda a solas unos instantes con su amigo maitén. Lo observo desde lejos y lo imagino de niño recorriendo esta loma cerca de su maestro Foki Foye, observando el lago Budi y las aves posadas en los canelos, boldos, arrayanes, laureles, maquis, tiques y otras especies nativas que ya casi no existen en este lugar.

El Hombre pájaro me hace una seña para que me acerque y continuamos la caminata hasta llegar al punto más lejano de la península, un lugar conocido como Punta Colihue. Aquí no hay arbustos ni árboles ni sombra. El sol resalta las arrugas en el rostro del poeta, profundas como los surcos que dejó el arado al remover los terrones secos de tierra sobre los que estamos de pie ahora, haciendo equilibrio para no resbalar. Nuestros ojos se inundan de kalfü, el azul del lago Budi que tenemos enfrente, el azul del cielo que cubre nuestras cabezas.

Embriagados de azul iniciamos el descenso hacia el costado izquierdo de esta loma, cuidando cada paso hasta que dejamos la tierra labrada y tocamos nuevamente tierra firme. Entonces Aillapán se agacha, afirma sus manos en el suelo y reptando, para asegurarse no caer, desciende unos 30 metros por el borde de la loma, hasta llegar a una playa de tierra blanca y compacta en la ribera del lago.

Un pitotoy grande sobrevuela el lago de ida y regreso con aleteos desesperados, alertando con un canto agudo a las demás aves sobre la presencia de extraños: nuestra presencia. Las taguas se alejan de la orilla hacia el centro del lago nadando sin prisa, también los cisnes. Una pareja de garzas cuca emprende el vuelo a regañadientes.

Aillapán se acerca a la orilla con las manos cruzadas en la espalda y comienza a silbar y vocalizar reproduciendo la onomatopeya del canto del cisne de cuello negro.

— Piu piu piu piu wikür wikür wikür wikür.

Escondido detrás de las totoras, un cisne adulto le contesta.

En este rincón de la Ñuke Mapu, de la madre tierra, el silencio sólo es interrumpido por la melodía de las aves y los silbidos del Hombre pájaro. Corre un viento suave, los pinos proveen sombra. Podría quedarme aquí todo el día contemplando el lago Budi.

Nos quedamos.

Entrada la tarde emprendemos el regreso por una pradera alejada del sendero principal. Durante la caminata divisamos una pareja de diucas cortejándose entre los arbustos, una tenca silenciosa y un pitío que corea su propio nombre. El maitén ha quedado atrás.

Subimos al jeep, avanzamos sin apuro y justo antes de abandonar Rukatraru nos encontramos con la hija de Carmela, que viene de regreso desde Puerto Saavedra de pasajera en una camioneta. Aillapán la saluda a un costado del camino, le entrega el pan y los plátanos que le trajo de regalo, cruzan unas breves palabras.

— Cuando venía llegando en la mañana me dieron ganas de llorar. Me trae recuerdos venir para acá —le cuenta.

— Es que usted se crió aquí y es una persona muy sensible.

Antes de despedirse se fotografían apoyados sobre un cerco hecho de troncos y ramas. Sonríen mostrando los dientes.

Al marcharnos, Aillapán dice:

— Esta sobrina también se llama María, como la que encontramos en la mañana. El cristianismo tiene a nuestras comunidades llenas de Juanes y Marías.

Seguimos en silencio el resto del camino, brincando cada vez que pasamos sobre un hoyo. Veinte minutos después, el pavimento.

***


Domingo 5 / marzo / 2023

Anoche dormí en una habitación para visitas en el primer piso de la casa del Hombre pájaro. Su esposa, Juana Catril, a quien toda su familia llama Juanita, fue a Vilcún a visitar a José Miguel, el tercero de sus cuatro hijos, así es que estábamos casi solos. Casi: en el living nos acompañaban Yeku, un perro grande y negro como los cormoranes o patos yecos a los que debe su nombre, y Luna, una poodle blanca que suele echarse sobre las piernas de los invitados.

Aillapán se fue a dormir temprano, cansado después de la caminata por Rukatraru. Yo me entretuve mirando películas por YouTube en el notebook. Primero vi Wichan. El juicio, un cortometraje protagonizado por Aillapán -su rostro cubre la mitad del afiche promocional- que cuenta la historia del robo de un vacuno y del juicio que se inicia contra el hombre que lo sustrajo siguiendo las costumbres de la tradición mapuche, que deja la sanción en manos del hombre más sabio de la comunidad para que busque una reparación que satisfaga al afectado sin alterar la convivencia cotidiana de las comunidades.

La película está basada en un pasaje del libro Lonco Pascual Coña ñi tuculpazugun, Testimonio de un cacique mapuche, publicado en 1930 por el misionero capuchino Ernesto Wilhelm de Moesbach, a quien Coña le relató en mapudungun su vida y las costumbres de su pueblo. En Wichan, Aillapán interpreta a Coña y también actúan sus hijos José Miguel y Luis Lorenzo. Juanita igual participó: fue contratada para hacerse cargo de la alimentación de todo el elenco, que incluía a habitantes de la isla Huapi. Huapi, en mapudungun, significa precisamente isla. Los chilenos somos redundantes: en nuestro sur hay muchas islas Huapi.

Wichan se estrenó en 1994, un buen año para Lorenzo Aillapán, porque obtuvo el prestigioso premio Casa de las Américas en la categoría Literaturas indígenas por su primer libro, Hombre pájaro, compuesto por cinco poemas que hablan sobre el universo espiritual del pueblo mapuche y su indisoluble relación con la naturaleza. Este libro, como todos los de Aillapán, fue escrito en mapudungun y se publicó en una edición bilingüe, con traducción al castellano.

Después vi La Frontera, un drama grabado en la comuna de Saavedra que en 1991 obtuvo un premio Goya a Mejor película extranjera de habla hispana, en el que Aillapán y su hijo José Miguel tuvieron una breve aparición. Vencido por el cansancio, me duermo. Al regreso de este viaje veré Cautiverio Feliz, de 1998, en la que Aillapán actúa también, y el documental Wünüll. Concierto de pájaros, de 2007, en el que enseña la cosmovisión mapuche a través de su poesía y de su interpretación de los cantos de las aves.

— Mari mari, peñi (hermano) Rodrigo.

El Hombre pájaro me encuentra esta mañana mirando las fotos familiares, pinturas de aves, diplomas y galvanos que cuelgan de las paredes de su casa, entre los que destaca el reconocimiento que la Unesco y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes le entregaron en 2012 como Tesoro Humano Vivo de Chile “por desarrollar con maestría una creación y recreación del arte y cultura mapuche y por encarnar los valores de su pueblo que promueven la interculturalidad y el diálogo en paz”.

Son las 9, la hora acordada para volver al ripio, a la ruta S-402 que ayer abandonamos para tomar otro camino que nos llevó a Rukatraru. Esta vez seguimos por esta ruta hasta el kilómetro 12, a un embarcadero en el sector Collileufu Grande donde abordamos una lancha a motor para navegar el Budi, el lago salado más austral del mundo, y visitar la isla Llepo. Allá desayunaremos.

En la lancha nos espera Jorge Vallejos Saavedra y otra vez el sol, la brisa suave. El trabajo de Jorge consiste en acercar a las personas que viven en las islas del lago a la ruta S-402 para que tomen el bus cuando van a la escuela, al hospital o a hacer trámites a Puerto Saavedra, y llevarlos de regreso. Los funcionarios públicos que necesitan llegar a los sectores aislados del lago lo llaman al celular cuando requieren sus servicios. Y también ofrece paseos turísticos a la isla Llepo. Su lancha es Uber, furgón escolar y bus de turismo lacustre.

— Mi familia es nativa del lago Budi, igual que el peñi Lorenzo —dice Jorge mientras nos acomodamos en los asientos de madera de la lancha y nos abrochamos los chalecos salvavidas.

Iniciamos la navegación por un brazo del lago que seis décadas atrás fue un camino por el que circulaban carretas y caballos transportando mercadería y cereales desde Collileufu Grande hasta Puerto Saavedra. En 1960, el gran terremoto que afectó al sur de Chile provocó un tsunami que en esta zona hizo que el lafken, el mar, entrara hasta el lago Budi inundando los terrenos agrícolas, que bajaron su nivel.

—Después del maremoto, el lago Budi se agrandó y este antiguo camino quedó navegable —cuenta Jorge en voz alta, para hacerse oír por sobre el ruido del motor—. Y a Puerto Saavedra le quedó el puro nombre, porque el puerto ya no existe.

Aillapán está sentado a estribor en la lancha, ausente de la conversación con Jorge, observando las aves que encontramos en el recorrido –cisnes de cuello negro, taguas comunes, patos jergones, patos reales, tres tipos de garza, gaviotas de Cáhuil, martines pescadores– y silbando como cisne, aunque las aves no puedan oírlo por el sonido del motor. Con la mano derecha sujeta su gorra beige para evitar que se la lleve el viento y con la izquierda, un tirante del chaleco salvavidas.

Media hora después del zarpe atracamos en la isla Llepo y subimos un sendero de madera hasta el café Piuke Leufu (Corazón del lago), donde la esposa de Jorge –que es sobrina de la esposa de Lorenzo Aillapán– nos espera con la mesa servida para el desayuno: pan amasado, sopaipillas, huevos revueltos, merkén, mermelada casera, café de trigo, todo preparado por ella.

— Es un gran honor tener hoy nuevamente en la isla al peñi Lorenzo —me dice Jorge—. Es un kimche (sabio) muy reconocido en nuestro territorio porque cultiva el arte de entender el idioma de las aves.

— Chaltumay —agradece Aillapán sonriendo, mientras revuelve con una cuchara el azúcar que le agrega a su café.

Jorge se pone de pie, nos muestra un mapa del lago Budi pegado en una pared y cuando se asegura de que tenemos su atención nos cuenta que en el lago hay doce islas, algunas deshabitadas, y 119 comunidades mapuche que colindan con el lago. Observo en el mapa que la tierra que bordea el Budi está repleta de penínsulas como Rukatraru.

Ocho familias viven en las 13 hectáreas de la isla Llepo. Jorge, su hermano Héctor y Yesica Huenten, esposa de Héctor, han desarrollado el turismo en la isla ofreciendo gastronomía mapuche, alojamiento y tour de avistamiento de avifauna. Este último servicio tiene una alta demanda, pues en el lago y en las comunidades se han registrado 132 especies de aves.

A la mitad de ellas Aillapán les escribió un poema en su libro Üñümche, publicado en 2003, y también a otras especies que no se encuentran en este territorio, pero tienen un especial valor para los mapuche, como el mañke (cóndor) y el choyke (ñandú). En el prólogo el poeta explica por qué las aves son importantes para su pueblo: “Para los que somos mapuche, comunicarse con los pájaros e interpretar su canto es parte de un acto de comunión entre el hombre y la naturaleza”.

Al terminar el desayuno Jorge nos invita a cruzar una puerta del café para trasladarnos al pasado: en la habitación contigua funciona un museo que exhibe reliquias lafkenche recolectadas por la comunidad, algunas con más de un siglo de antigüedad. Luego visitamos en el segundo piso una tienda de artesanías y textiles elaborados por las mujeres de la isla, y regresamos al embarcadero caminando sin prisa por un sendero de tierra que nos conduce a un vivero comunitario. La última parada es el museo de wampos, treinta canoas construidas con troncos de laurel, ciprés, roble y álamo que los antiguos lafkenche utilizaban para desplazarse, pescar y trasladar mercadería. Iban de pie sobre el wampo, impulsándose con un kawe, un remo de madera.

Antes de embarcarnos en la lancha para retornar a Collileufu Grande nos sentamos unos minutos en un mirador bajo la sombra de los pinos a contemplar el lago. Pero Aillapán no mira el lago, sino un punto ubicado del otro lado del Budi.

— Desde aquí se ve Rukatraru —dice sin quitar la vista del frente.

A esto vino hoy el Hombre pájaro a la isla Llepo: a observar desde otro ángulo el territorio de su infancia.

Mañana nos internaremos por la isla Nahuel Huapi con ese mismo propósito.


***


Lunes 6 / marzo / 2023

Hace una hora pasé a buscar al Hombre pájaro y antes de partir a Nahuel Huapi quiso llevarme a conocer la Casa de la Cultura “Lautaro Llempe”, bautizada así en honor de un folclorista saavedrino fallecido en 2010, a los 82 años, cuyo verdadero nombre fue José Barros Cárdenas. Lautaro Llempe también viajó por el mundo difundiendo la cultura mapuche.

— Yo como Lorenzo Aillapán probablemente nunca habría salido de Rukatraru, pero como soy Hombre pájaro he volado por tres continentes y visitado 20 naciones —me dice mientras observo la casa de dos pisos en cuya fachada está pintado su rostro junto a un pidén, un cisne y otra ave que pareciera ser un chincol.

En el costado derecho de la casa, con letras pintadas de amarillo, está escrito el verso de un poema que Aillapán le dedicó al pidén: “Pájaro de color azul negro que enluta el tiempo y con seguridad anuncia vientos y aguaceros”. En el costado izquierdo, bajo una ventana del primer piso, ahora con letras blancas, leo “Konun Traytraiko Leufu”, que significa lugar en que se juntan las aguas, porque en Saavedra se produce el encuentro del río Imperial, el lago Budi y el mar.

— Konun Traytraiko Leufu era el nombre original de Puerto Saavedra —cuenta Aillapán—. Existe un proyecto municipal para cambiarle el nombre a la comuna, porque aquí el 80 por ciento somos mapuche.

En Saavedra existe un consenso entre las autoridades comunales y las comunidades de que esta ciudad fundada en 1885 con el nombre Bajo Imperial por el general de Ejército y polìtico Cornelio Saavedra y rebautizada en 1906 con su apellido, no puede continuar llamándose como el líder de la Ocupación de la Araucanía, una operación militar que durante la segunda mitad del siglo XIX sometió por la fuerza el territorio mapuche ubicado entre los ríos Biobío y Toltén, anexándolo al Estado de Chile.

Son las 11 de la mañana cuando dejamos la ruta S-402 y cruzamos el puente que nos lleva a Rukatraru y más allá, a la península de Romopulli. El plan de Aillapán es avanzar hasta un sector en el que podamos arrendar un bote y cruzar a la isla Nahuel Huapi, donde vive su sobrina Minerva, hija de su primo hermano Manuel.

— Aquí hay que doblar a la izquierda.

Mientras subimos y bajamos cuestas, me cuenta que sus primeros contactos con la cultura chilena los tuvo a los once años con el profesor Bartolo Licanqueo, quien formó una escuela para los niños de Rukatraru y sus alrededores donde les enseñó a hablar y escribir el español. Licanqueo era profesor en la Escuela Granja Metodista de la comuna de Nueva Imperial, a 50 y pocos kilómetros de Saavedra, y gestionó que Lorenzo Aillapán fuera aceptado allí para cursar la primaria. En marzo de 1952 se trasladó a estudiar a la ciudad. Sus profesores eran evangélicos y tuvo por compañeros a niños con apellidos españoles, ingleses y mapuche, con los que continuó hablando en mapudungun. Durante las clases sólo se podía hablar en español. Finalizada la primaria, en 1955, fue aceptado en el Liceo de Hombres de la misma comuna para cursar la secundaria y el bachillerato. Durante esos años de adolescencia vivió en una pensión cerca del liceo y en sus ratos libres comenzó a escribir poemas sobre los pájaros y árboles de Rukatraru, que tanto extrañaba.

— ¡Me equivoqué!

Aillapán interrumpe la conversación cuando llevamos unos 15 minutos por este camino y un letrero anuncia que hemos llegado a la escuela Sol Naciente.

— Dije que doblemos a la izquierda porque soy izquierdista, pero era para el otro lado —me dice con una sonrisa de niño travieso—. Teníamos que llegar a la escuela Los Cisnes.

Nos devolvemos y enmendamos el rumbo. Ripio, polvo, hoyos, saltos, eucaliptus, una casa por aquí, unos cisnes por allá, el lago Budi frente a nosotros, cuarenta minutos después por fin llegamos al lugar en que arrendamos el bote.

— Mari mari, lamngen (hermana) —saluda el Hombre pájaro a la dueña del bote. Hablan en mapudungun y no les entiendo.

La mujer se aleja, entra en su casa y vuelve con dos remos que le entrega a Lorenzo.

— Ella no nos puede llevar porque está cocinando. Tendremos que remar nosotros.

— Pero yo no sé remar.

— Yo sé… aunque hace doce años que no remo.

Nos subimos al bote de pie, hundiendo los remos en el fondo del lago para abrirnos paso entre las algas y despegarnos de la orilla, con mucho cuidado para no caernos. Lo logramos. Aillapán se sienta en un extremo, de espaldas a Nahuel Huapi, con las piernas extendidas y los pies apoyados en uno de los asientos de madera. Me acomodo en el otro extremo, asustado porque no llevamos chalecos salvavidas y se está levantando un viento fuerte, hasta que me envuelvo en el paisaje y me aquieto: el cielo azul a mi izquierda refleja el sol en el lago y por el lado derecho lo cubre un manto de nubes blancas y grises. Cada palada de los remos extrae la melodía del agua y decenas de cisnes de cuello negro entonan su canto melancólico.

Cincuenta metros antes de la orilla contraria el viento nos arrastra hasta un totoral y quedamos varados allí por un largo rato. Nos ponemos de pie para empujar cada uno con un remo y luego cambiamos de lado, pero nada resulta. Aillapán sugiere que me baje del bote y lo remolque, porque aquí no está profundo y el agua me debería llegar sólo hasta el pecho. Sigo empujando con mi remo. Los cisnes nos rodean, el cielo se ha vuelto gris y el viento golpea con más fuerza. Estamos exhaustos. No sé si es por la desesperada porfìa con la que agito el remo o por la delicada calma con que lo desliza el Hombre pájaro, pero luego de una eternidad conseguimos escapar de las totoras y alcanzamos la orilla. Dejamos el bote en tierra firme, a salvo de la corriente, y comenzamos a caminar por una pradera buscando un sendero que nos lleve al sector alto de la isla.

— Mi sobrina vive allá arriba.

Al igual que hace dos días en Rukatraru, avanzamos saltando cercos y cruzando de un sitio a otro entremedio de alambres de púas. El poeta se hiere un brazo y le sangra; lo cura con hierbas que extrae del suelo. Subimos una cuesta y al llegar al plano está el caserío en el que vive Minerva Aillapán.

— Su casa es la que está ahí —nos indica una niña rodeada de perros que menean la cola.

Un maestro carpintero que construye una ampliación en la casa de Minerva reconoce al Hombre pájaro y se acerca a saludarlo.

— Don Lorenzo, qué gusto verlo… No, su sobrina no está, fue a Puerto Saavedra a comprar provisiones.

— No importa —le responde Aillapán— Vinimos sin avisar. Perdí su número de teléfono.

Le digo que es buena hora para sacar el rokiñ y comer algo, que después buscaremos a alguien que tenga una lancha con motor para que remolque nuestro bote a remos y nos cruce de regreso.

En una hora más contactaremos para esta tarea a Francisco Catrinao, que también conoce a Aillapán y bromeará diciéndole que si es Hombre pájaro por qué no cruza volando. Y en tres horas más, cuando lleguemos a Puerto Saavedra le mostraré a Juanita un video de su esposo remando por el lago y ella moverá la cabeza y dirá: “Lorenzo es un pájaro loco”.

Todo eso será más tarde, porque ahora estamos sentados en el pasto, lejos del caserío, compartiendo un sándwich con jamón y queso y una botella con agua. El poeta permanece en silencio con los ojos fijos en Rukatraru, como si esperara encontrar algo en el otro lado del Budi.

Tal vez busca a sus padres. O a su maestro Foki Foye. O el recuerdo de un niño con espíritu de pájaro que camina solitario por la orilla del lago y se acopla con su canto al concierto de las aves.