Sol, musaka y movimiento

por Pamela Damia

Atenas es una ciudad bohemia, ruidosa, que nunca duerme. No se apaga ni siquiera en la peor crisis. Y tal vez, los argentinos nos parecemos a los griegos mucho más de lo que creemos.

Fotos: PD.

Abril 2023

-¿Ya te dijeron que los griegos nos parecemos a los argentinos? -me dice Margarita comiendo su desayuno saludable de frutos secos y frutas frescas orgánicas.

-¿Más que los italianos? –pregunto mientras me sirvo yogurt blanco desde el pote de barro color terracota que venden en el supermercado.

- Sí. Viste que nosotros hablamos fuerte, gesticulando, que parece que nos estuviéramos peleando. Además, somos frontales, sinceros e improvisamos, así como ustedes.

No lo hubiera imaginado antes de conocerlos. La verdad es que después de haber vivido en Italia me di cuenta que somos menos parecidos a los italianos de lo que me habían contado y de lo que el imaginario popular dice. Mi familia es mayoritariamente tana y yo pensé que me sentiría igual que en casa en Cosenza, Bar o Sarzana; pero no, eran lugares con culturas bastante diferentes a la argentina. Nunca viví en Grecia, pero entre Italia y Barcelona -donde vivo ahora-, es más mi casa ésta última por la lengua y por lo cosmopolita.

Estamos en el departamento de Margarita y su pareja -el argentino Ariel- en la terraza que tiene vista a la acrópolis, situada en la cima de una colina. Es finales de octubre y ya despliegan el toldo porque el sol mediterráneo sigue calentando con fuerza en otoño.

Atenas es una ciudad como Buenos Aires en lo viva, cultural, bohemia, ruidosa y que nunca duerme. La población es alegre y no se apaga ni siquiera en la peor crisis. Dicen que después de la que comenzó en 2010, cuando el país entró en recesión -estaba profundamente endeudado, cubierto de rescates financieros, políticas de austeridad y ajuste de salarios y pensiones- las sonrisas no se apagaron y las mesas fuera de los bares no dejaron de estar ocupadas.

Durante las semanas que estoy en la ciudad me alojo en el céntrico barrio de Monastiraki donde los bares cambian de look dependiendo de la fecha. Ahora, como se acerca noche de brujas (Halloween) cuelgan tules negros y murciélagos en todo el frente. La capital griega tiene calles y barrios pintorescos; éste también alberga restaurantes y cafeterías con comida variada, fresca y sabrosa como la musaka, la típica ensalada griega horiatiki con su infaltable ladrillo de queso feta arriba, blanco y ácido como él solo. Las brochetas llamadas souvlaki y por último, los típicos que dan vuelta el mundo en competencia a los kebab: los gyros con pan de pita.

Es una de mis últimas tardes y al volver de una recorrida por la ciudad me recibe una noticia apetecible:

-Te hicimos la musaka con mi mamá -me dice Margarita con acento argentino y toques italianos.

Puede parecer banal, sin embargo, es una gran demostración de afecto de su parte. Y a su vez, la investigación en la comida es en mis viajes un objetivo: recorro mercados, compro productos autóctonos, pruebo sabores diferentes. Y más aún desde que tengo un marido cocinero -porque así nos conocimos, hablando de comida. Así que ese preparado de berenjenas con carne, salsa de tomate y queso significa mucho para mí.

Margarita y su mamá hablan como si se estuvieran peleando, con acentos cortantes y actitud seria. Pero no, Margarita dice que sólo parece, en realidad se demuestran mucho cariño.

Estos días, con mi carnet de prensa entré a la Acrópolis y su museo, al Partenón, al Ágora Antigua, al Estadio Panatenaico, al Ágora Romana y al Templo de Poseidón; todos lugares de los que se pueden obtener descripciones e impresiones en cualquier blog viajero, guía o revista especializada. La arquitectura es imponente e inteligente y los mitos que envuelven a cada piedra construida o derruida son fascinantes. Para acordarme de todo lo visto y estudiado tendría que volver a leerlo o buscarlo en la vasta literatura universal sobre la antigua civilización helena, pero de lo que nunca me voy a olvidar es de cómo el sol se refleja en las columnas de piedra de los templos y cómo ese matiz dorado aún me persigue arriba y abajo de las colinas de la ciudad.

Voy de camino a otro departamento donde me alojo los últimos días y cada noche paso por una plaza que dista unos veinte minutos a pie del centro y veo la gigantografía de la Venus de Milo en la pared de un edificio. Está muy iluminada y tiene un mensaje hacia los visitantes extranjeros: “Take a memory of Greece”. Supongo que necesitan que nos llevemos la imagen en la cabeza, pues la pieza original está en el Museo del Louvre, como tanto patrimonio griego que también se conserva en el British Museum.

Los griegos llevan un siglo reclamando los metros de frisos: 37 por ciento del total se encuentran en el Museo Británico arrancados del Partenón y esculturas del templo de Atenea -por ejemplo- que se llevó para el Reino Unido un aristócrata escocés cuando era embajador del Imperio Otomano. Construyeron en 2009 el Museo de la Acrópolis para que nadie pueda decirles que no tienen donde poner sus tesoros arqueológicos. No es precisamente un mito el de que los británicos nunca serán esclavos más serán dueños del mundo.


Los mitos son cuentos para explicar el mundo, la vida y la muerte y atravesaron toda la cultura occidental. De la Antigua Grecia también me llevo algo que no es ficción sino acción del legado de Aristóteles, uno de los padres de la filosofía del hemisferio oeste del mundo.

En medio de la ciudad está el Liceo de Aristóteles, descubierto en 1996 -ayer nomás teniendo en cuenta que el filósofo griego fundó su escuela en el siglo IV antes de Cristo. El sitio arqueológico es gratuito y pasa inadvertido, vamos, sin pena ni gloria. Yo fui adrede, lo busqué. Pero se puede pasar delante sin darse cuenta, hay unos carteles explicativos pero no queda casi nada en pie. De lejos parece un potrero, un pedazo de tierra rojiza enmarcado por arbustos y edificaciones que se ven por detrás. De más cerca se ven unos desniveles, y ya en el lugar, piedras en ruinas.

Me conmueve el concepto, ojalá todas las escuelas fueran así. Liceo en griego quiere decir gimnasio. Los filósofos griegos clásicos hablaban de la importancia de un aprendizaje intelectual sumado al entrenamiento físico. De ahí que la juventud ateniense practicaba deportes y atletismo. La escuela de Aristóteles, quien también fue tutor de Alejandro Magno, se llamó peripatética: él impartía sus lecciones caminando y paseando en un espacio alejado del ruido.

Siempre viví en carne propia la importancia del movimiento, del trabajo físico y mejor aún con la forma de la danza, o sea desde un lugar artístico. Siempre lo tomé natural y hasta me convertí en bailarina profesional. Es decir que no conozco la vida sin eso, pero sé que mucha gente sí puede vivir sin moverse.

En Atenas hay baile, por ejemplo, una comunidad de tango grande: hay muchos bailarines profesionales, escuelas y milongas. Por la calle la música en vivo es moneda corriente y por si acaso no me sintiera en casa, escucho La Cumparsita en la peatonal Ermou tocada de pie con un acordeón por un chico joven.

Sentada en el césped del Liceo de Aristóteles noto que el lugar ni siquiera es tan grande, no debían venir masivamente a estudiar con el maestro. Pero la historia y la cultura se acumulan y quizás esto algo haya tenido que ver. Hoy hay escuelas Montessori que tienen “movimiento” como uno de sus cuatro materias pilares. En todo caso, también acuerdo con que no sea “educación física” como la conocemos tradicionalmente porque una cosa es aprender a expresarse desde el cuerpo y otra es sudar por sudar. 

Un día me llevan a una cena para conocer la cultura de Icaria, una isla muy cerca de Turquía al sureste del mar Egeo de donde es oriunda la familia de Margarita. Hay músicos en vivo y mesas donde familias enteras disfrutan de la comida típica. De a poco se empieza a gestar la ronda en el centro de la pequeña pista, no parece haber tanto espacio, pero es el necesario para amucharse. Bailan las danzas folklóricas de la isla, se entrelazan los brazos y crean anillos uno dentro del otro; chicos y grandes se van metiendo sin que los que ya están dejen de moverse. Hacen pasitos pequeños, a veces cruzando los pies y rebotando sutilmente. Repiten la secuencia una y otra vez, la coreografía puede ser más simple o más compleja, pero siempre se baila al unísono. Parece que murmuran con el cuerpo. Pienso en un murmullo porque no explotan los brazos ni se levantan las piernas, no se mueve la cabeza o se gira sobre sí mismo como en otras danzas. Están concentrados, sonríen. La diversión está en el trance colectivo.

Vuelvo en el subterráneo pensando en la amargura de meterse bajo la tierra, pero cuando llego a Monastiraki veo otra joya arqueológica: un canal de piedra de la época romana recorre la estación por dentro. Encuentro un museo en un lugar inesperado. Al día siguiente voy en tren para conocer otras estaciones sin un destino concreto. Me muevo para pensar, en lugar de pensar hacia dónde moverme.