Sin agua en el pueblo insular

por Felipe Sasso

Puerto Toro, el poblado más austral del mundo, al que sólo se accede por vía marítima, se quedó sin agua. A fines del año pasado y por primera vez en la historia, las autoridades decretaron sequía en el extremo sur de Chile. El pueblo, de apenas 23 habitantes, comenzaba a enfrentar los estragos del cambio climático.


Marzo 2023

Para Guillermo Godoy no resulta difícil navegar por el Beagle. “Cuando se puede salir, se sale”, reconoce, recordando las jornadas en que se atrevió a embarcarse con el viento de la Patagonia agitando violentamente las aguas del Onashaga, como llaman al canal en idioma yagán.

Hoy se puede salir, así que luego de verificar que todo esté listo, contacta por radio a la autoridad marítima y pide autorización para poner en movimiento su embarcación. Godoy es el capitán de la Nikán, una lancha a motor de once metros de largo, subsidiada por el Estado chileno para conectar Puerto Williams, la capital de la comuna de Cabo de Hornos y la Provincia Antártica, con Puerto Toro, el poblado más austral del mundo. En la embarcación caben 24 pasajeros, pero hoy apenas viajamos seis personas. La lancha zarpa puntual a las seis de la mañana y eso entusiasma a los viajeros; significa que podremos observar el amanecer navegando por el Beagle. Cuando eso ocurre, la mayoría salimos a la popa para registrar el momento con nuestros celulares: el cielo es un extenso manto donde se combinan el amarillo, el celeste y un color rojizo parecido al cobre. Muchos parecen ansiosos por querer compartir las imágenes en las redes sociales, pero tendrán que esperar, ya que en este punto remoto del archipiélago fueguino no hay internet ni señal de teléfono.

La Nikán se mueve lenta pero segura, desplazándose a una velocidad promedio de diez nudos y bordeando en todo momento la ribera norte de la Isla Navarino. En el viaje se pueden observar toninas, ballenas jorobadas y lobos marinos, también una amplia variedad de aves, entre las que destacan el churrete, el corcorán, el petrel, la gaviota dominicana y el pingüino de Magallanes. El paisaje lo completan las montañas de Tierra del Fuego, en la otra ribera del canal (en el lado argentino), y la súbita aparición de pequeños islotes deshabitados donde abundan los bosques de lengas y coihues.


Es una mañana fría de verano, con apenas cuatro grados de temperatura. Tardamos dos horas y media en llegar. Seguimos el mismo trayecto que en diciembre del año pasado realizó el ferry Yaghan desde Punta Arenas, cuando las autoridades chilenas lo enviaron para que acudiera a una emergencia que difícilmente alguien pudo haber imaginado: el pueblo entero se quedó sin agua.

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Puerto Toro se encuentra a 46 kilómetros de Puerto Williams. Ambas están en la Isla Navarino, pero no existe un camino que las conecte. A esta pequeña localidad, donde apenas viven 23 personas, sólo se puede llegar vía marítima o aérea. Es un lugar de difícil acceso, en un punto improbable del territorio insular chileno y donde resulta sencillo perderse. Por lo mismo, la aparición en el horizonte de las islas Picton, Lennox y Nueva se vuelve un necesario elemento de referencia, además de un recordatorio de la historia reciente de Chile. “Los argentinos querían estas islas para poder salir directo a la Antártida”, explica el capitán poco antes de reducir la velocidad, girar y acercarse al muelle de Puerto Toro.

Precisamente, este lugar, distante a 1.179 kilómetros del “continente blanco”, está frente a las islas que protagonizaron el momento más tenso en la relación entre Chile y Argentina y que pudo derivar en una guerra entre ambas naciones en 1978, conflicto que se resolvió con la firma del Tratado de Paz y Amistad en 1984. Las islas en disputa quedaron para Chile y a ambos países se les otorgó derechos de navegación en el Beagle.

Lo primero que destaca de Puerto Toro son los techos de sus construcciones, levantados en forma de “A” para impedir que el peso de la nieve los derrumbe. Desde el muelle se distingue el colegio, un gimnasio y algunas pocas casas, también una pasarela de madera que sirve para esquivar el barro y la nieve que se acumula gran parte del año. A un costado, un vistoso letrero da la bienvenida a la pequeña localidad. Está adornado con los colores patrios de Chile: blanco, azul y rojo, y al lado del nombre del pueblo están sus coordenadas en el mapa por si algún visitante pone en duda esta condición extrema. Si alguien se aventurara más al sur, encontraría solo Cabo de Hornos y la Antártida.


En enero, Puerto Toro cumplió 130 años. Fue fundado en medio de la fiebre del oro que se vivió a fines del siglo XIX en Tierra del Fuego con el objetivo de facilitar la actividad comercial generada desde los lavaderos de oro en la isla Lennox. Sin embargo, cuando se agotó este recurso, el poblado fue perdiendo importancia. Hoy es conocido por la extracción de la centolla o cangrejo rey del sur. Por lo mismo, entre sus pobladores hay algunos pescadores, además de una reducida dotación policial, un marino junto a su familia, una profesora y un alcalde de mar que tiene la misión de controlar el tráfico marítimo. Dependiendo de las faenas de pesca, en algunos momentos del año, la población flotante de Puerto Toro puede llegar a las cuarenta personas. En los meses de verano, en tanto, los vecinos aprovechan de viajar al norte o centro de Chile para visitar a sus familiares, por lo que hoy el pueblo luce mucho más vacío.

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Valeria Cuevas prepara sus cosas para irse de Puerto Toro. Luego de casi siete años viviendo en este punto remoto, ella y su familia se trasladarán a La Estrella, en la zona central de Chile, donde su esposo carabinero comenzará una nueva etapa laboral. Como encargada de Agua Potable Rural (APR), los últimos meses de Valeria han sido más agitados de lo habitual. “No nos imaginábamos que íbamos a quedar sin agua”, reconoce, evidenciando que en la zona no estaban preparados para una emergencia de este tipo.

El problema comenzó a fines de noviembre, cuando José Catrin, presidente de la Junta de Vecinos, y Amparo Thiess, profesora y directora de la Escuela Puerto Toro (tiene cinco alumnos), se dieron cuenta de que la represa que realiza la captación de las aguas de lluvia mostraba un nivel mucho más bajo que en condiciones normales. Precisamente, ese es el estanque que alimenta a las casas luego de pasar por una planta de tratamiento. Avisaron a la encargada de APR y, para estar más seguros, recorrieron en cuatriciclo las lagunas y riachuelos en la parte alta, comprobando con inquietud que también estaban secos.

Como respuesta, los vecinos debieron minimizar el consumo de agua; se les pidió que lavaran su ropa con menos frecuencia, ducharse en menos tiempo y no tirar la cadena del baño tan seguido. También debieron adelantar el término de las clases en el colegio y avisar a las autoridades en el continente. Fue una situación inédita, que nunca antes habían enfrentado, pero cuyos síntomas se habían ido develando ante todos a partir del invierno.

“Normalmente siempre tengo problemas en la planta porque se escarchan las tuberías y se congelan porque hay demasiada nieve, pero el año pasado no hubo nada de eso. En los meses de septiembre, octubre y noviembre llovió muy poco y, de hecho, notamos que hacía más calor en comparación con los años anteriores”, dice Valeria mientras recorre el camino que hay entre su casa y el muelle a través de la pasarela.


Según datos de la Dirección General de Aguas (DGA), en noviembre cayeron apenas 8,8 milímetros de agua en Puerto Toro, una cifra muy por debajo de la media que se acerca a los 60 milímetros. Como respuesta, el gobierno regional envió desde Punta Arenas el ferry Yaghan cargado con 49 mil litros de agua. Es una embarcación de 70,6 metros de eslora, capaz de transportar setenta vehículos y 184 pasajeros y que un día al mes también es la encargada de llevar leña, combustible y provisiones a los habitantes del poblado más austral del mundo.

Si bien la ayuda fue crucial para que los vecinos pudieran volver a tener agua para el consumo en sus hogares, dejó de manifiesto la vulnerabilidad en la que se encuentran frente a emergencias de este tipo. Un problema no menor en una zona que depende de las precipitaciones para poder subsistir. “Nos preocupa que nos falte el agua, es complicado. Si llueve poco, la gente no puede recolectar agua de lluvia, que es una de las maneras de reservar agua acá en Toro”, señala Valeria.

Lo ocurrido en Puerto Toro no es aislado. Un mes después de esta emergencia, las autoridades chilenas declararon a la Región de Magallanes zona de emergencia agrícola debido a la falta de precipitaciones. La medida buscaba entregar recursos especiales para la distribución de agua e iba en auxilio de los productores agrícolas y ganaderos de sectores rurales. El fenómeno inquietó a los científicos y encargados regionales, ya que nunca antes se había decretado sequía en el extremo sur de Chile. También dejó espacio a la incertidumbre respecto a lo que pueda ocurrir este año.

“En la región, el fuerte de la precipitación en cantidad ocurre en otoño e invierno. Si no se alcanzan los montos normales en esa fecha, lo más seguro es que vivamos un segundo año de escasez hídrica en Magallanes”, explica, vía correo electrónico, Nicolás Butorovic, climatólogo del Instituto de la Patagonia.

Magallanes tiene muchos pueblos y localidades aislados, que no están conectados vía terrestre con los principales centros urbanos. Estas zonas son las más vulnerables frente a la escasez hídrica y donde más hay que trabajar pensando en un futuro que se vislumbra cada vez más seco. Es lo que ocurre en Puerto Toro, donde, según Butorovic, se debería “implementar un sistema de agua potable como en el resto de la región y así no depender directamente de las cantidades de precipitaciones que caigan”.

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El pequeño sendero que conecta las casas de Puerto Toro luce húmedo y con barro; es una buena señal. La lluvia ha vuelto al pueblo y, durante enero y febrero, el índice de precipitaciones se ha acercado a cifras más normales. Sin embargo, los residentes aún están inquietos y temen que la crisis hídrica reaparezca durante el año, forzándolos nuevamente a pedir agua a Punta Arenas. “Esperamos que desde marzo se normalice, sino, a fin de año estaremos con el mismo fenómeno”, agrega Valeria.


La Nikán permanece fondeada en el muelle y los pasajeros aprovechamos para recorrer el pueblo. Junto a mí viajan cuatro integrantes del Colectivo Austra, un grupo de documentalistas que se encargan de grabar a niños del extremo sur para su proyecto Voces de Infancias Australes. También está Carlos, el único turista en la lancha. Viene de Chillán, en el centro sur de Chile, y está emocionado: nunca se había aventurado hacia un lugar tan remoto. Algunos van a conocer las trincheras que quedaron abandonadas luego del conflicto con Argentina, un legado que sirve para recordar que la presencia humana en este lugar aún responde a temas estratégicos y de soberanía. Yo prefiero seguir por la pasarela y llegar hasta un punto alto que sirve como mirador. Aún es temprano en la mañana, mientras el sol ilumina tibiamente los techos de las casas. La luz natural baña las laderas de los cerros que bordean la zona. Es un extenso manto verde formado por añosos bosques nativos. Un paraíso natural en el último confín del mundo. Un escenario imponente, que también permanece frágil y vulnerable frente al cambio climático.

En el retén de Carabineros, cinco funcionarios desayunan frente a un televisor que exhibe imágenes de los graves incendios forestales que afectan al centro y sur de Chile. Sin embargo, todo parece tan ajeno que bien podría tratarse de noticias provenientes de un país remoto. “Vivir acá es algo único, es todo muy distinto”, asegura uno de los policías mientras vierte agua hervida sobre su café. Viene de Santiago, la bulliciosa capital chilena y, como no ha consultado con su jefatura en Punta Arenas, prefiere permanecer anónimo en esta crónica. El fin del mundo también impone algunas obligaciones que se deben respetar.

El tiempo avanza lento en Puerto Toro, aún así se hace escaso para recorrer toda la zona. Pienso en un tradicional dicho sureño: “el que se apura en la Patagonia, pierde su tiempo”. A la distancia se ve al capitán Godoy preparándose para hacer andar la lancha. En la pasarela de madera está Carlos, el turista. Se quiere quedar en Puerto Toro, así que tendrá que esperar un nuevo zarpe de la Nikán para regresar a Puerto Williams. “Traje comida”, dice orgulloso mientras enseña su mochila. Cerca de él está una de las documentalistas; revisa su celular y comenta que por fin se pudo conectar a internet. En el muelle aparece Noa, el simpático perro del pueblo. A todos nos saluda y se pone de costado como invitándonos a que acariciemos su abundante pelaje negro, el mejor abrigo para hacer frente al frío del sur.

Ahora somos más los que abordamos la lancha, ya que para el viaje de regreso se nos han sumado algunos vecinos que se trasladan a Puerto Williams a realizar trámites y comprar provisiones. Entre ellos está Valeria Cuevas, que viaja junto a la vecina que pronto ocupará su lugar como encargada del Agua Potable Rural de Puerto Toro. “Vivimos rodeados de agua, pero con escasez hídrica”, piensa en voz alta Valeria, mientras mira la inmensidad del Beagle por la ventana de la lancha.