Pajaritos en New York

por Enrique Gustavo Pfaab

Los pueblos tienen sus próceres, sus deportistas famosos, su radio, sus locos. Esta crónica habla de todos ellos, de un viaje imposible, de otro tiempo.

Febrero 2023

Fueron directo a la conserjería y preguntaron allí, en español, sin siquiera intentar el inglés. Habían bajado del avión hacía menos de dos horas y no era momento de intentar chapurrear algo. El conserje del Hilton no tuvo problemas para entenderlos e indicarles cuál era la habitación “del señor Hernández”.

Subieron al tercer piso por el ascensor y buscaron la puerta 3247. Para los tres era el primer viaje al exterior, New York los había recibido inmensa y en pleno diciembre invernal, ya adornada de Navidad pero aún sin nieve.

Luis Baigorria, el Vasco, se paró frente a la puerta. Rodolfo García, el Gallego, y Leonardo Jalil, el Turco, se asomaban desde atrás. Baigorria golpeó y esperaron un instante, antes de que la puerta se abriera.

- ¡Fuaaaaa! ¡Mirá vos!, ¡los negros en Nueva York! - dijo Pajarito, en pantuflas y con la bata de baño blanca con el logo azul del Hotel Hilton bordado en el costado izquierdo del pecho.

- ¿¡Qué te pasó, pelotudo!? ¿Qué hiciste? ¡Cómo vas a perder…! - le lanzó el Vasco, como único saludo.

- ¡Y qué querés…! ¡Era un ruso enorme, con unos brazos así de largos! ¡No lo pude agarrar ni una sola vez en toda la noche…! – contestó Pajarito.

-¡Dejaste que te llenaran la cara de dedos y nos hiciste venir al pedo!

-¡Y, bueno…!¡Si me tocó uno que tenía los brazos más largos que esperanza de pobre…, no le pude entrar por ningún lado a ese hijo de puta!- Desde atrás, el Gallego García y el Turco Jalil miraban a Hugo Ariel Pajarito Hernández, como esperando una solución que no existía.

Ahí estaban los cuatro, sin saber qué hacer ahora en Nueva York. Pajarito estaba complicado. Era el crédito del pueblo y había sido derrotado en la primera pelea del Campeonato Mundial Amateur. No habría autobomba en el pueblo para la llegada triunfante. Pero más complicados estaban ellos tres. Habían sido mandados a transmitir la fantástica consagración mundial del joven boxeador y ahora… no tenían boxeador, ni consagración, ni nada.

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- Nos vamos a Nueva York. Vamos a transmitir desde allá- dijo don José. Parecía un plan disparatado para una radio de pueblo pero, viniendo de José Antonio Jalil, todo era posible. El equipo deportivo de LU8 Radio Bariloche ya había hecho varias transmisiones desde el Luna Park y también habían transmitido varias Vueltas de la Manzana, con helicóptero y todo. Eran momentos en donde todos tenían la radio pegada a la oreja. Entonces, ir a Nueva York a transmitir las peleas del ídolo local Pajarito Hernández en el Campeonato Mundial de Boxeo Amateur, era solo dar un paso más. Además, ya estaban asegurados los fondos para financiarlo según Oscar Arroyo, que manejaba la agencia de publicidad.

- Hay plata para los pasajes, el hotel y unos mangos para trámites, taxis y derechos de transmisión- dijo don José, y preguntó: ¿Quieren ir?.

El Vasco Baigorria, el Gallego García y el Turco Jalil, se miraron entre ellos, miraron a José y dijeron que sí.

Los tres armaban un buen equipo. Los relatos del Vasco, los comentarios del Gallego y las presentaciones y tandas comerciales del Turco, ya eran una marca registrada y parte del ritual de los viernes a la noche para aquellos que no conseguían entrada para las peleas de boxeo, que colmaban de gente el Gimnasio Pedro Estremador, el único del pueblo.

En Nueva York el trío tendría que cubrirse apenas algunos gastos mínimos, pero no era algo imposible. Era 1979, tiempo de la “plata dulce”, un efecto del "Programa para la reconstrucción, saneamiento y expansión de la economía argentina" que había sido presentado el 2 de abril de 1976 por José Alfredo Martínez de Hoz, el ministro de Economía de la Dictadura Militar y que generaba una fingida y superflua estabilidad en el país.

El plan era simple. La Federación Internacional de Boxeo Amateur había organizado el campeonato mundial para todas las categorías, entre el 10 y 16 de diciembre en el Madison Square Garden, en pleno corazón de Manhattan. Allí el único boxeador argentino sería Pajarito Hernández, el ídolo del pueblo. Tenía 19 años y un récord abrumador de peleas ganadas. De casi 120, había ganado cerca de 100. Sus últimas actuaciones habían sido en Moscú, en las Espartaquiadas, una especie de Juegos Olímpicos paralelo organizado por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Allí Pajarito había ganado todo. Nueva York sólo podía ser una continuación.

Pajarito era el tercero de ocho hermanos de una familia de boxeadores. Héctor Yeyé Hernández era el mayor, el más técnico, que llegó a ser campeón argentino. Después venía Hernán Nanán Hernández, un bestia de 80 o 90 kilos, atracción de las peleas de semi fondo, un pegador salvaje, pero sin nada de técnica ni disciplina. El mejor, por lejos, era Pajarito, el menor de los Hernández. Fuerte, pegador, especialmente apegado a las rutinas de entrenamiento, Pajarito era el futuro, pero también el presente.

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Hubo una acelerada tramitación de pasaportes, las reservas de hotel y demás gestiones para que “los de la radio”, como le decían en el pueblo, pudieran estar listos para viajar.

El Vasco, el Gallego y el Turco no alcanzarían a llegar para trasmitir la primera pelea de Pajarito, pero si para la segunda y, de ahí hasta la final, para llevarle al pueblo, en vivo y en directo, la consagración del ídolo.

El trío llegó a Buenos Aires e inmediatamente fueron a Ezeiza. Un vuelo de PanAm que salía al atardecer, debía dejarlos en el aeropuerto JFK a la mañana siguiente.

Embarcaron en horario. Acomodaron sus equipajes de mano y se sentaron. Las azafatas dieron las recomendaciones y ofrecieron material de lectura, algunas revistas y diarios del día. El Vasco eligió la 5ta edición de La Razón, que aún olía a tinta fresca.

El avión despegó. Ya se había dado el aviso de desabrocharse los cinturones cuando el Vasco comenzó a darle una primera hojeada al diario. El Boeing 747 todavía ganaba altura para llegar a los 30.000 pies, cuando el Vasco llegó a la parte deportiva. Ahí lo vio. El titular de una nota corta, casi un recuadro. “Pajarito Hernández perdió en Nueva York y quedó eliminado”. Volvió a leer una, dos veces.

- ¡La puta que lo parió!...¡Anoche perdió el Pájaro!”- dijo.

- ¡No jodas…!, reaccionaron a coro el Gallego y el Turco.

- ¡Si, boludo, perdió Pajarito!

El vuelo no fue tranquilo. Cuando cruzaban Brasil, aunque imaginaron que estaban sobre el Triángulo de las Bermudas, una violenta tormenta eléctrica sacudió al Jumbo. Aturdidos por el susto y la incertidumbre sobre lo que harían ahora en Nueva York sin un boxeador a quien seguir, decidieron pedir whisky. Tomaron dos cada uno. El aeropuerto JFK los recibió dormidos.

Uno de los tres hizo una llamada telefónica al pueblo desde el mismo John Fitzgerald Kennedy.

- ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos volvemos?

- No –respondió don José del otro lado de la línea– La plata ya está gastada y la publicidad ya está comprometida, así que transmitan igual. Cualquier pelea, vayan eligiendo lo que se les ocurra-, dijo el jefe.

Tomaron un taxi hasta el hotel, de buena categoría y cerca del Madison, dejaron los bolsos y se fueron al Hilton, donde estaba alojado Pajarito.

El reglamento establecía peleas de tres rounds, de dos minutos cada uno. Al ruso, de nombre impronunciable y que terminaría llegando a la final en la categoría welter junior, le había bastado sus brazos largos para mantener a distancia a Pajarito y propinarle los mejores golpes, que significaron la derrota por puntos y eliminación del pueblerino.

Los locutores siguieron las instrucciones y se fueron al Madison Square Garden a contratar los derechos de transmisión y a un ingeniero en sonido para cumplir con la misión o lo que quedaba de ella.

Los atendieron en una oficina enorme y lujosa. El Madison era todavía la Meca del boxeo mundial. Una secretaria muy atractiva los recibió. Era una rubia llamativa, pero que no entendía nada de castellano.

Los tres se sentaron en enormes sillones a esperar la llegada de un traductor, mientras les atacaba unas ganas inmensas de fumar, especialmente al Vasco, que había tenido la precaución de traer en su bolso dos cartones de Colorados, único cigarrillo que fumaba. Todavía se fumaba en cualquier lado, incluso en esa oficina, pero no había ceniceros a la vista. Con la ayuda de un diccionario inglés / castellano, que habían tenido la precaución de llevar consigo ya que ninguno tenía dominio del idioma, el Gallego García intentó chapurrear algo parecido a “ashtray”.

- ¡Jaaaa! ¿Ven? Cuando necesiten pedir algo en inglés, ¡díganme a mí! –dijo triunfante, cuando un ordenanza apareció con un cenicero en la mano.

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A falta de ídolo local y de cualquier otro argentino en el campeonato, el equipo de locutores trató de elegir, al menos, a boxeadores latinoamericanos por más que todos fueran desconocidos. Pero las peleas eran aburridas y a las transmisiones les faltaba interés, por más que las primeras noches el eliminado Pajarito los acompañó al borde del ring y aportaba algunos comentarios.

El Vasco detectó a un enorme negro, peso pesado, y que podía ser la atracción del campeonato. Las peleas de Tony Tucker les salvaron algunas de esas transmisiones.

Un día antes de terminar el campeonato y a dos de tener que volver, el trío fue hasta las oficinas de la aerolínea, para confirmar las reservas para el vuelo de regreso.

Detrás del mostrador y con un español enrevesado, una joven les dijo que ya no había reservas ni pasajes.

- Las reservas se confirman 72 horas antes. El vuelo ya está completo. Lo lamento, señor- dijo la muchacha.

- ¡¿Pero cómo que no, cómo que no!? ¡Si tenemos los pasajes comprados!- dijo el Gallego

- Si, señor. Pero las reservas hay que confirmarlas 72 horas antes y ustedes han venido hoy, 48 horas antes. Ya no queda lugar en ese vuelo.

- ¡Pero necesitamos volver!- protestó el Vasco

- ¿Cuándo es el próximo vuelo?-, atinó a preguntar el Turco.

- En una semana, señor.

- ¡No puede ser, no puede ser…!

La conversación se extendió por casi una hora. Enojos y ruegos, por un lado, y negativas por el otro. El grupo terminó yéndose de las oficinas con pasajes confirmados para una semana más tarde de lo planeado.

El problema de estar una semana más en Nueva York era solo uno, pero grave: casi no les quedaba dinero. La plata que había dispuesto la radio, ya había sido gastada en las cosas previstas en el plan original y solo les aseguraba dos noches de alojamiento. Y el dinero que habían llevado los tres, lo habían gastado casi todo en comprar regalos, especialmente juguetes, ya que la Navidad era una certeza inminente y todos tenían hijos chicos. Entonces, vaciaron los bolsillos, hicieron un fondo común y un plan de emergencia: mudarse a un hotel barato apenas terminara la estadía ya pagada y comer lo que se pudiera.

El campeonato y la transmisión de las peleas concluyeron sin sobresaltos. El desafío comenzaba recién ahora.

Los tres argentinos abandonaron el coqueto y céntrico hotel y se alojaron en un establecimiento de mala muerte, mal ubicado.

Se habían terminado las caminatas por la cosmopolita calle 42, mirando vidrieras y haciendo compras. Quedaba trunco el sueño de hacerse una escapada a Washington o de hacer alguna excursión turística, con guía que hablara castellano.

Ahora solo quedaba ingeniárselas para matar el tiempo en paseos sin costo ninguno y, especialmente, en comer barato, muy barato.

Las caminatas por el Central Park fueron una de las mejores formas de pasar el tiempo. Las 341 hectáreas en el corazón de la ciudad se convirtieron en una manera de distraerse. Estaban filmando una película, una de las tantas, y los tres estuvieron de curiosos, mirando el despliegue de actores y técnicos.

Cierta tarde encontraron a un profesor, o lo que supusieron era un profesor de educación física o algo parecido, que les enseñaba jugar al fútbol, que llamaban soccer, a un numeroso grupo de niños.

El Vasco se indignó con algunas indicaciones absurdas y errores reglamentarios que daba el profesor y comenzó a los gritos. Hasta lanzó algunos insultos. El Turco y el Gallego, convencieron con dificultad al Vasco para que se fueran de allí, antes de que la cosa pasara de castaño oscuro.

Quedaron caminando por el parque hasta entrada la noche y después encontraron una pizzería, que vendía por porciones. Unas porciones enormes y a buen precio.

Uno de los mozos resultó ser mendocino. Se pusieron a conversar con él, le contaron sus aventuras y desventuras y el Vasco, aún enojado por lo que había visto un rato antes en el Central Park, se desahogó.

- ¡Era un tarado que no sabía nada de fútbol y le estaba enseñando cualquier pelotudez a los pibes!

- ¿Qué? ¿Estuvieron en el Central Park a esta hora, de noche?- preguntó el mendocino.

- Si, ¿por qué?

- ¡No, no sean boludos! ¡A la noche se pone muy peligroso! ¡Hay un montón de crímenes ahí! Solamente vayan de día, ¡y con cuidado!

Los locutores se miraron entre ellos y sintieron como se les esfumaba una de las pocas distracciones posibles.

Tenían un único plan que quizás fuera posible: sacarse una foto en la Estatua de la Libertad.

A la mañana siguiente, preguntaron dónde tomar el ferry que los llevara y se dirigieron hasta allí. Se encontraron con un montón de ventanillas de venta de pasajes a lugares distintos. El inglés, otra vez, era el gran problema.

Finalmente se decidieron por una, sacaron los pasajes y se embarcaron.

El ferry iba derecho hacia la isla donde está la enorme estatua y los tres sentían, quizás por primera vez en el viaje, cierta satisfacción. Pero en un momento el ferry comenzó a desviarse y tomar otro rumbo.

- Che, me parece que nos estamos yendo a la mierda…- dijo el Turco, preocupado.

- No, no creo. Seguro que es parte de la excursión y que después giramos y vamos hasta allá- contestó el Vasco.

No. No giró el ferry. New York es un conjunto de 9 islas y el ferry atracó en una de ellas, que no era en donde estaba la estatua. Lo grave es que recién el barco emprendía el regreso a la tarde.

Los tres quedaron allí, caminando sin rumbo, esperando regresar.

Cuando volvieron, pasaron por la ventanilla en donde habían comprado los pasajes. “Staten Island”, decía. Habían imaginado que Staten era estatua.

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Finalmente, después de comer poco y caminar mucho, una semana más tarde de lo previsto y cuando el campeonato mundial de boxeo amateur ya era apenas un recuerdo, el trío pudo regresar al pueblo. Pajarito había regresado unos días antes.

Don José falleció hace ya varios años.

La radio no hizo ninguna otra transmisión internacional.

Pajarito Hernández llegó a ser un buen campeón argentino, aunque no pudo sobresalir internacionalmente. Ahora se sienta en un banquito en la vereda frente al Banco Nación y vende y compra dólares.

El Vasco Baigorria, el Gallego García y el Turco Jalil ya están jubilados, son parte de la historia gloriosa del pueblo y, cada tanto, se juntan a comer algún asado. En cada reunión, las anécdotas de ese viaje son más y mejores.