Luca no murió

por Adrián Moyano

Prodan cantaba y su música iba definiendo la identidad contestataria de un país que venía de sufrir la dictadura más atroz de su historia. En 1987 se mezcló en una fiesta de la primavera a puro rock organizada por estudiantes secundarios y, en recuerdos como ese, sobrevive.

Diciembre 2022

Luca no era mío hacia la primavera de 1987. Fan de Serú Girán, había celebrado los retornos de Manal y de Almendra al aflojarse la dictadura, pero cuatro años después del regreso de la democracia, el rock me quedaba lejos. Como varios de los veinteañeros que consagrábamos una parte importante de la vida a la militancia, todavía vibraba con Daniel Viglietti, Silvio Rodríguez, los nicaragüenses Mejía Godoy, Los Jaivas, la propia Mercedes Sosa y muchos otros cuyas estrofas estaban más cerca de los ardores que suponíamos revolucionarios. Pensábamos en términos latinoamericanos y el tipo encima cantaba en inglés.

Contexto: cinco meses antes, el levantamiento carapintada había puesto al gobierno de Alfonsín contra las cuerdas. Con el paso de las décadas se naturalizaron continuidades, como el 10 de diciembre último, pero en aquel entonces, nadie sabía si la democracia iba a perdurar, si ver un Falcon verde en la calle sería sólo una anécdota o si como decía un compañero un tanto a la tremenda, éramos los futuros desaparecidos. Prodan justamente ironizaba sobre esa actitud en Lo quiero ya. (Nada te ata a leer la novedad / nadie te pisa / nadie te invita / ni te van a chupar).

Claro que estaba al tanto de su música. En 1987, Sumo estaba en la cresta de la ola y todavía en Buenos Aires, yo escuchaba religiosamente Radio Bangkok, gloria radial que introdujo en nuestras vidas otras estéticas, con Lalo Mir, Bobby Flores, Quique Prosen y Douglas Vinci como responsables, entre otros. Ese año salió el que sería el último disco de la banda: After chabón. El símil de gaita que introduce Crua chan sonaba seguido en la Rock & Pop y conocer mínimamente la letra, hacía que cualquier pibe antiimperialista esbozara una sonrisa, apenas cuatro años después de Malvinas.

Luca no era mío, pero sabía que andaba cerca. Uno de nuestros compañeros regenteaba una pizzería en Córdoba y Pueyrredón, a pasos del Café Einstein, el primer boliche de Omar Chabán. Por entonces, desconocía la importancia que asumiría el antro, pero por las conversaciones de mis compañeros sabía que Prodan paraba en una mesa del fondo, pasaba largos ratos solo o se embarcaba en conversaciones circunstanciales con quien quisiera darle charla. Se divertía al ingresar ginebra desde el exterior, en lugar de consumir la que ofrecía la casa. “El Gallego la vende muy cara”, se excusaba.

El Secunrock

En Buenos Aires, existía la Federación de Estudiantes Secundarios (FES) y después de una coyuntura electoral, compañeros nuestros lograron la Secretaría de Deportes y Recreación. Los más experimentados entendieron en un sentido amplio la segunda palabra y comenzaron a pensar un festival de rock onda concurso al que todos iríamos a organizar, fuéramos secundarios o no. La idea era buena: recorreríamos todos los colegios de la ciudad para invitar bandas que participarían de una preselección y la ronda final se haría en El Rosedal de Palermo, en el fin de semana del Día del Estudiante (ese año cayó lunes). Los grupos que resultaran del proceso compartirían escenario con figuras consagradas del rock. El problema era que, hasta el momento, apenas si habíamos organizado un par de peñas de alcance barrial, no teníamos un mango y éramos ajenos al mainstream. Además, gobernaba el radicalismo y nosotros no éramos radicales.

Con el empuje artesanal que tenía la militancia de los 80, el engranaje se puso en funcionamiento. Distribuimos afiches en las escuelas y conseguimos jurados para la primera ronda, que se hizo en el Normal 1 de la avenida Córdoba, donde por la noche funcionaba el Malvinas, la escuela a la que iban nuestros compañeros. Entre quienes escucharon a las bandas estuvo Beto Satragni, quien había sido bajista de Raíces, además de otras figuras que no recuerdo. Después de una larga jornada, quedó hecha la selección.

Desembolsamos unos mangos por adelantado y para la tarde decisiva nos aseguramos el concurso de dos consagrados, Alphonso S’Entrega y un solista que suele tocar en Bariloche, cuya identidad no voy a develar para no dejarlo mal parado. De Córdoba y Pueyrredón llegaron noticias: Luca no creía ni una palabra de nuestro proyecto y pensaba que nuestros jefes le estaban tomando el pelo. Pero se arribó a un acuerdo de caballeros: el 20 de septiembre, el Pelado iría al Rosedal de Palermo a ver qué onda. Si en verdad veía un escenario, sonido y bandas de jóvenes músicos, subiría y tocaría sin pedir nada a cambio. Otro de nuestros compañeros, que ahora trabaja en la Agencia Neuquén de un diario regional, había contactado por teléfono a la manager de Sumo, quien había pedido una cifra estrafalaria, del todo fuera de nuestro alcance. La Municipalidad de Buenos Aires nos negó escenario, así que, desde la perspectiva económica, la cosa se presentaba muy oscura. Jamás pensamos en cobrar entrada y, además, en El Rosedal era imposible.

¿Qué hacé, bolú?

El día decisivo, yo tenía que hacer Seguridad, con otros compañeros más o menos morrudos. No sólo no convocamos a la Policía, los uniformados tuvieron la delicadeza de no mostrarse durante el fin de semana. Del sábado habían resultado las bandas estudiantiles que serían parte de la tarde - noche triunfal. Recuerdo un solo nombre: Obra Social. Alguna repercusión mediática habíamos logrado y como quien sube porque vio luz, aparecieron cerca del escenario Hilda Lizarazu y Fabiana Cantilo, entre otras estrellas todavía “unders”. El improvisado backstage comenzaba a poblarse de esos raros peinados nuevos, cuando percibí movimientos y corridas del otro lado del escenario. Me llamaron a los gritos y fui: era Prodan que venía a cumplir su palabra de caballero. Campera negra de cuero súper gastada, anteojos oscuros, pelada rojiza… Me ubiqué con mi gente al frente del escenario a título de cordón y me perdí los acontecimientos del backstage, pero después supe que el Pelado reunió a una formación clásica (batería, bajo, guitarra más un par de bronces y otra guitarra que pidió prestada). “Vamos a hacer No woman no cry, que es fácil”, acordó con sus incrédulos y momentáneos cofrades. Cuando subió, espetó en su castellano tan particular: “El saludo universal de los argentinos: ¿qué hacé, bolú?”. Después, calculamos que en ese momento habría unas tres mil personas. En aquellos tiempos, para mí era muy importante seguir las directivas que impartía la conducción, así que en principio no hice más que mirar a la multitud por si alguien se zarpaba, pero todas y todos miraban embelesados al líder de Sumo que estaba ahí, con entrada gratis, tocando con un puñado de donnadies, al aire libre. Entonces, me di vuelta: estaba a un par de metros, inmediatamente a mi izquierda, por encima de mi cabeza, encorvado sobre el micrófono, cantando. Me pareció que estaba tranquilo y disfrutaba. No tardé mucho en volver la mirada hacia la gente. Cuando su parte quedó cumplida, Luca se fue. De nuevo las corridas, los movimientos alrededor suyo, hasta que se perdió en dirección a la avenida Santa Fe.

El Secunrock siguió unas cuantas horas más. Cuando supieron que no teníamos plata para pagarles la integridad de la suma comprometida, los Alphonso S’Entrega se fueron. Tocaron Man Ray y Fabiana Cantilo. Al solista consagrado que de vez en cuando viene a Bariloche, aquel compañero lo fulminó con su latiguillo: “Estás hablando con los futuros desaparecidos. Si no subís a tocar, te podés meter (su canción más emblemática) en el culo”. Ahí se acabaron sus vacilaciones y desplegó un set generoso, cuando ya era noche cerrada.

Not dead

Tres meses después, caminaba por la avenida Córdoba. Con vergüenza, escuchaba “Radio Bangkok” en un walkman. Ahora parecerá ridículo, pero en 1987 ridículos éramos los que llevábamos auriculares en la calle. Mir y Flores dijeron que se iban a poner serios, actitud muy rara en ellos. “Murió Luca Prodan”, anunciaron. Todavía me es fácil recordar la nada que se instaló en mi alma. Hasta creo que dejé de caminar por un instante. Demoré en volver a la situación concreta, a la calle, a los ruidos porteños, al calor, a la gente que pasaba, absolutamente ajena a mi desazón.

Cinco años y monedas atrás, al terminar mi faena en la Feria del Libro de Comodoro Rivadavia, me invitaron a un asado, en el cual estaban los poetas Jorge Spíndola y Liliana Ancalao, los músicos Ramón Queipul y Lucho Martínez, más el plástico César Barrientos, entre otros ex integrantes de la experiencia “Arte en los barrios”. La escena transcurría en un taller un tanto desvencijado y desde un viejo radiograbador, sonaba Sumo. Vaso en vano, conté para algunos el episodio del Secunrock. Cuando terminé, alguien me preguntó: ¿escribiste esto? Ante la respuesta negativa, me conminó: tenés que escribirlo. Dos años después, coincidí en Neuquén con dos de les compañeres partícipes de aquel delirio hermoso, Silvina y Beto, que nunca se movieron del conurbano bonaerense. Al rememorarlo, la conclusión fue la misma: hay que escribirlo. No iba a esperar una tercera intimación.

En la primavera de 1987, Luca no era mío. Más allá de la afirmación de Petinatto en su libro, dudo que Prodan pudiera ser de alguien. Cuando hicimos el magro balance político de aquel festival, nos contentamos con suponer que aquellos pibes que tocaron con Luca, no olvidarían su experiencia en el resto de sus vidas. Por mi parte, por entonces estaba más cerca de Canción urgente para Nicaragua que de Noche de paz. No podía saber que tampoco olvidaría esa tarde, jamás. No hicimos ninguna revolución, pero por un rato, cuidé la seguridad de Luca Prodan. Su hígado dejó de funcionar hace 35 años, pero morir, morir es otra cosa.