Los Viejos
por Mónica Molinari
Un estanciero, un escribano, un empresario de la noche, un comerciante, un mecánico, un pintor, un changarín. Y un Juez penal. Todos ellos abusaron de cuatro menores de edad en Viedma. Una banda de viejos selectos que terminó tras las rejas. Y de la cual, diez años después de los hechos, se sigue hablando.
*Trabajo final en la Diplomatura de Narrativas Creativas de No Ficción de la Fundación de Periodismo Patagónico y la Universidad Nacional de Río Negro. Cohorte 2024.

20 de marzo de 2015, 10 de la mañana.
El ripio se vuelve polvo y el barrio Santa Clara, en Viedma, pierde por unas horas la tranquilidad que suele habitarlo durante las jornadas laborales de su clase media. Hasta la reja ubicada a 155 metros del nacimiento de la calle Chubut llegan en fila india camionetas con fiscales y jueces, patrulleros con policías y una ambulancia inútil.
Un llamado telefónico había alertado que en el interior de esa vivienda había un hombre muerto.
Fabián Peralta tenía 38 años y era empleado del Estado rionegrino. Vivía en “una casucha, un aguantadero”, recordará una década más tarde Paula Rodríguez Frandsen, la Fiscal que ese día estaba en turno y fue una de las primeras en llegar al lugar que era, en realidad, “una cocina con una camita tirada ahí, sin mesa, con una silla” y, atravesando una puerta sin placa, “otro espacio con un colchón en el piso y un placard viejo, desvencijado y vacío”. Le llamó la atención que todo era muy precario para un empleado estatal, que “aunque no cobran bien, tampoco tan poco como para estar en esas condiciones”.
En esas condiciones quería decir también colgado “de una soga cualunque”, en el medio de un desparramo de veneno para ratas, un cuchillo serrucho que apenas le había raspado una de las muñecas y una cédula de notificación firmada tres días antes por el Fiscal Juan Pedro Puntel tirada debajo de los pies tiesos.
En aquel papel repleto de términos jurídicos escritos a máquina, se lo citaba a Peralta a indagatoria sindicado como uno de aquellos hombres que “a cambio de estupefacientes y dinero” mantenía relaciones sexuales con una adolescente de 17 años.
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No estaba solo Peralta.
Cumplía tareas de chofer para el sistema de salud provincial y, también, para “la banda de Los Viejos”, un selecto grupo de señores viedmenses integrado, entre otros, por un estanciero cuyo apellido da nombre a uno de los cuatro bulevares entre los que se encierra la zona céntrica de la capital provincial; un escribano, un empresario de la noche, un comerciante, un mecánico, un pintor, un changarín. Y un Juez.
Nazario Contín, Juan José Fan Aguirre, Rubén Sella, René Omar Ledesma, Jorge Morón, Miguel Angel Rodriguez, Bonifacio Cabeza y Juan Bernardi, respectivamente. Todos ellos fueron juzgados a partir del año 2016.
Todos le habían pagado a adolescentes a cambio de acostarse con ellas. Las víctimas. Cuatro chicas de entre 13 y 17 años que formaban parte de otro grupo (menos exclusivo) que debía ser asistido y contenido por el Estado en función de la situación de vulnerabilidad social que padecían.
El lazo entre estos cincuentones del centro y aquellas adolescentes de la periferia de la ciudad, lo sostenían Julio Cesar Antueque y Andrea León, dos treintañeros que “facilitaban” los encuentros en el marco de su búsqueda aspiracional de pertenencia a un sector y ansias de estar en el otro.
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María del Carmen Donadío fue la mujer que, en el año 2013, realizó la denuncia que vio nacer esta causa en el fuero federal. Coordinaba en aquellos años el equipo técnico de Fortalecimiento Familiar perteneciente a la Delegación atlántica de Desarrollo Social.
Había escuchado a uno de los coordinadores del Centro de Atención Integral a la Niñez y Adolescencia (CAINA), contar en una reunión que algunas chicas que se encontraban institucionalizadas en el espacio de calle Güemes, se iban del lugar, pasaban la noche afuera y regresaban en taxi al día siguiente.
Apenas unas horas después de aquella reunión, una mujer fue a verla y, en su oficina, le contó que su nuera, junto a otras chicas, por las noches eran llevadas a distintos lugares.
Acompañada de los cuadernos diarios, en los que se deja constancia de las entradas y salidas, realizó la primera exposición ante la Fiscal federal, Inés Imperiale.
Un hecho más reforzó esa sincronía de develamiento: la agresión a una adolescente bajo programa perpetrada en la vía pública abrió una causa judicial por lesiones en el marco de la cual el entonces juez de Instrucción, Favio Igoldi, convocó a Donadío. La Coordinadora de Fortalecimiento Familiar lo puso al tanto de lo que estaba sucediendo y así, el expediente por “trata de personas” que se hubiera investigado en la justicia federal, se transformó en uno por “corrupción de menores”, cruzó en diagonal la plaza principal de Viedma, y empezó a transitar los pasillos del edificio del poder Judicial provincial.
En la Justicia federal la investigación de trata se extendió por nueve meses para archivarse después.

Con la firmeza de quien se animó a todo, se anima hoy Donadío a discutir la calificación legal: “hay un hilo muy finito” que separa los dos escenarios “en los que se movían las chicas”. “Prostitución había seguro, pero no está estipulado que era trata porque para serlo debían estar encerradas”, intenta resumir. “Es verdad, no lo estaban (en los Caina, los/as adolescentes no están ni detenidos/as ni presos/as, están bajo programa y bajo protección), pero a sus cabecitas se las trabajaron muy bien”. Las zapatillas, las cargas de celular, los dos o tres billetes de 100 pesos que esos hombres sacaban de los bolsillos del saco eran a la manipulación lo que el encierro a la trata.
-Manipularon todas sus maneras, sus formas y el Estado las dejó solas.
Las víctimas de estos casos -siempre las mismas cuatro chicas- transitaron la adolescencia en el medio de un proceso judicial que las expuso una y otra vez ante una sociedad que las señaló pero que se horrorizaba apenitas con Barnardi, Contín y Aguirre, acordándose de gran parte de su árbol genealógico y dejando la corrupción como mera anécdota. Ellas, en cambio, eran prostitutas. Chicas, menores de edad. Pero putas.
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La oscura soledad del invierno se vuelca a uno y otro lado de la ruta 1 que une Viedma y el Balneario El Cóndor, una traza impulsada por el ex gobernador radical Horacio Massaccessi para acompañar el curso de la margen sur del río Negro hasta su desembocadura en el mar. Un camino de 30 kilómetros y (salvo cada enero) escaso tránsito.
A un costado, entre el asfalto y el río, un puñado de caserones, alejados uno del otro y escondidos entre frondosos árboles. La mayor parte de esas propiedades permanecen vacías durante los días hábiles. Sólo deambulan de a ratos los caseros que las vigilan, cortan el césped, mantienen las piletas sin moho y juntan leña para encender estufas hogar los fines de semana. Un escenario oscuro, frío, silencioso y opulento al que tampoco llegan por red los servicios básicos.
A 16 km del nacimiento de esta ruta, el juez Bernardi, con 58 años y más de 30 en el Poder judicial, había construido su propio palacio en el que Julio César Antueque le organizaba asados regados con vino y adolescentes que conocía de alguna institución de guarda estatal. Las llevaba, con la carne y el postre.
Simples asados, de no más de dos horas que compartía con su hijo putativo, Julito, al que había rescatado de un hogar de tránsito. Así describiría esos eventos Bernardi en los dos juicios en los que compareció como imputado, vestido con los mismos trajes de magistrado, la barba como solía usarla, de días sin afeitar, pero algo más blanqueada y frente a colegas que ya no lo llamaban doctor.
En septiembre de 2015 finalizó el primer juicio cuando el Consejo de la Magistratura lo destituyó por mal desempeño y graves desarreglos de conducta. El segundo se conformó de seis jornadas de debate oral y público desarrolladas entre el 20 de febrero y el 2 de marzo de 2017. A fin de ese mismo mes se conoció la sentencia: Bernardi fue condenado a cinco años de prisión por el delito de promoción de la corrupción de menores, una pena que empezó a cumplir en el cuartel de bomberos de Viedma, primero, para recalar después en un destacamento policial desierto, en un paraje igual de vacío llamado Cubanea, desde donde saldría dos años, diez meses y 23 días más tarde con una tobillera electrónica.
A Antueque, en cambio, por considerarlo facilitador de ese delito y además del de prostitución, lo encerraron en una cárcel común de la que saldrá recién el 28 de abril del 2027, según consta en su legajo penal.
A la cárcel común no podía ir el juez ya que había sido él -a fuerza de firmar sentencias- el que había engrosado parte de su población, compuesta -entre otros tantos- por el hermano de una de las jóvenes víctimas: un fallo de su autoría le había impuesto diez años de prisión como pena por el delito de homicidio.
La sentencia contra Bernardi arrojó un dato de “importancia superlativa”: las chicas abusadas repetían que uno de los beneficios de acostarse con él era la protección del joven hermano tras las rejas.
La ganancia de las adolescentes había excedido los bienes materiales.
Además de estupefacientes, cargas de celular y zapatillas, los favores al hermano preso pasaban a integrar la lista de cheques disfrazados con los que se les pagaba a cambio de su infancia.
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Una segunda sentencia condenatoria contra Los Viejos, firmada por la Cámara Criminal A (la misma que alguna vez había integrado Bernardi) aseveró el 7 de junio de 2017 que en aquella misma ruta y “en cercanías a la estación del Ferrocarril” y también cerca del “polo industrial” y además “atrás de un galpón”, pero siempre en una “zona descampada” y “arriba de su camioneta”, Contín -un ganadero de 62 años y apellido ilustre- “corrompió el normal comportamiento sexual y promovió el ejercicio de la prostitución” de dos adolescentes de 13 y 17 años respectivamente.

A la más chiquita, tal como sostendría ella misma más tarde en alguna de las cámaras gesell en la que aún está vivo su testimonio, la violaba, pero también le daba consejos y, además, la cuidaba. “Le había agarrado como un afecto -dijo la niña-; él me aconsejaba y yo veía eso como algo legal, como que estaba bien. Me compraba ropa, como que me mantenía”.
En cambio –aclaraba por las dudas-, “no me quise meter con el juez, tenía mucho poder y prefería prostituirme con gente menos poderosa. Ni jueces, ni policías”.
Por las dudas. Y por miedo.
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Dicen y se contradicen.
Niegan, mientras los ojos se les llenan de lágrimas y la necesidad de proteger a su victimario se les anuda en la garganta impidiendo que sigan hablando.
"Si aceptamos que un menor víctima tiene efectos devastadores para su aparato psíquico, debemos aceptar también que esos daños han modificado su estado de consciencia, por lo que se le ha generado mecanismos defensivos profundos, con trastornos disociativos que le permiten sobrevivir”. Extractado de la revista Proceso Penal, este párrafo que reproduce una de las sentencias contra alguno de Los Viejos, agrega que por ello “resulta muy difícil que la víctima sea sentada frente a gran cantidad de personas extrañas y cuente normalmente lo que pasó”.
Nunca, ninguna, a nadie, le dijo nada.
“Ellas se sentían primero con un poder único, o sea, nadie les podía hacer nada porque ellas tenían el poder y la realidad es que lo tenían. Porque tenían el juez en lo penal que era el que la llevaba para todos lados, entonces se sentían seguras de que no les iba a pasar nada. Así se sentían y esos eran los beneficios que no querían perder”, sostiene Donadío recordando la etapa de investigación de la causa.
Cuatro conceptos: adolescentes, vulnerabilidad, drogadicción y prostitución a los que atraviesa el miedo. Así describió el caso el Fiscal de Cámara Hernán Trejo, en el primero de los juicios realizados.
Gran parte de los datos de esta crónica surgen de los medios que en aquel momento retrataban lo que pasaba, que hacían dobles páginas con las fotos del juez llorando, que reproducían las conferencias de prensa de sus abogados (los suyos y los que le había contratado al jardinero) organizadas en el hotel más céntrico y tradicional de la capital provincial en donde, mientras convidaban café a los periodistas, desincriminaban a sus clientes y exponían con nombre y apellido (como al pasar), a chicas que aún no habían cumplido la mayoría de edad.
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“Ellas nunca tuvieron conciencia de que eran víctimas. Los protegían”, dice una década después del comienzo del primero de los juicios, María Luz Agrelo.
Agrelo fue psicopedagoga de la Oficina de Atención a la Víctima (OFAVi) desde la creación de este organismo del Ministerio Público Fiscal, en 2010, hasta su jubilación en junio de 2022. Fue ella quien, en la feria judicial de enero de 2015, escuchó por primera vez hablar del tema.
“Yo voy sin mucha información, sin mucho involucramiento, a una reunión de efectores de diversos organismos del Estado que estaban trabajando en esta cuestión”. Ahí se enteró que la causa “había entrado al federal a partir de una denuncia de trata hecha por Mari Donadío”.
Por esos días en los que “no llegó a dimensionar su importancia”, recuerda que comenzó a trabajar sin “acceso al expediente” enfocada en el abordaje “de todo lo que era acompañar a las víctimas en el proceso”.
La dimensión se la da un llamado: el Fiscal Puntel le pidió que fuera a ver a una de las víctimas, una adolescente que había querido suicidarse. La encontró con hambre y embarazada.
Había sólo tres galletitas en esa casa “sin picaporte” a la que entró empujando un colchón que trababa la puerta. Mientras la adolescente se bañaba le preparó un mate cocido. “Le limpié la mesa, le puse un mantelito; le hice como un clima de familia. La materné”, dice y agrega -una y mil veces- que ambas construyeron “un lazo fuertísimo”, que trabajó con ella como víctima y, también cuando fue imputada en diversos delitos. Y que el error en este pasaje de adolescente vulnerable a victimaria -entiende- fue un Estado “que atendió una subjetividad demandante y no pudo pasar a una subjetividad responsable, de una mínima responsabilidad”.
“Mis intervenciones, la verdad, posibilitaron algo bueno en el momento, a largo plazo no; a largo plazo no posibilitaron nada”, reconoce. “Ella no salió nunca de ese círculo”.
En esa misma línea, Donadío, la que se animó a denunciar este caso, hoy hace una autocrítica que nadie le reclama: “Yo siento que hicimos un montón, que hice lo que pude, pero ahí vos necesitas recursos. Cuando estalló el caso, a las chicas las llevaron a espacios de rehabilitación, pero enseguida las trajeron de vuelta y para mi hubiera sido fundamental trabajar todo el tema de la adicción que les había quedado bien marcada y también la prostitución, aunque ellas no la vivieron como tal”.
“No tendrían que haber vuelto hasta que no estuvieran bien, con estudio, trabajo; porque volvieron al mismo territorio y a las mismas formas, entonces siguieron el mismo camino”.
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“Me siento medio culpable porque Nazario (Contín) a mí me ayudó un montón”. El resto no, con el resto era fácil “changuear” porque “a los cinco minutos se cansaban”.
Las causas contra Contín, Morón, Ledesma, Aguirre, Rodriguez, Cabeza y Sella, también acusados de corromper menores y facilitar su ejercicio de la prostitución, se sustanciaron por un camino diferente a la de Antueque y su patrón, Bernardi.
Igoldi, quien las elevó a juicio, dice hoy que en realidad “no eran una banda; era un grupo de hombres que no se conocía. Eran viejos (eso sí) que se dedicaban a usar a las chicas vulnerables”. Eso también.
Agrega luego, coloquialmente y ya despojado de la formalidad de la corpo judicial a la que dejó de pertenecer, que “las chicas sí se conocían y ofrecían sexo a cambio de plata, de celulares, de alguna cosa”.
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Entre mayo y junio de 2017 se realizaron en los tribunales de Viedma dos audiencias más, en este caso de juicios abreviados, impulsadas por el Fiscal de Cámara Fabricio Brogna, a pedido de las víctimas que buscaban evitar que su nombre (el de cada una de ellas) siga apareciendo en los diarios.
“Solicitaron expresamente que no querían volver a declarar y que se ventilen hechos que ya tuvieron trascendencia pública”, dijo Brogna. Al lado suyo y frente a cinco imputados primero y a otros dos, después, la defensora de menores Patricia Arias sostuvo esa pretensión para “evitar mayor publicidad y trascendencia a este caso”.
Así, en las dos instancias, cinco de los siete integrantes de Los Viejos reconocieron haber mantenido relaciones sexuales “al menos” ocho veces con tres adolescentes, corrompiendo su normal comportamiento sexual y promoviendo su ejercicio de la prostitución. Cada uno cumplió desde ese momento entre 4 años y 6 meses hasta 7 años de prisión.
La única mujer acusada también reconoció la parte que le tocaba: ser quien “no sólo facilitó los contactos pertinentes para que tuvieran relaciones sexuales, sino que además se encargó de proporcionarles la información e incluso algo de dinero (entre 100 y 300 pesos) para consolidar el negocio”. Seis años para León.
Bonifacio Cabeza no aceptó en esa oportunidad haber hecho algo (condición necesaria para avanzar en un juicio abreviado; el reconocimiento). Buscó apostar todo a la incertidumbre de un debate oral en el que hubiera que probar la acusación. Un año después se arrepintió, dijo que sí y quedó preso hasta su muerte, en 2022 a causa de Covid.
También en 2017, pero en septiembre, Rubén Sella (dueño del boliche bailable Tatoo) confirmó que había tenido sexo con tres adolescentes, en su propio boliche, en la casa del pintor, en la escribanía del abogado y, por supuesto, en un auto/ a la noche/ en la ruta.
Todos los imputados terminaron tras las rejas. 55 años tenía el más chico de los condenados.
17 la mayor de las víctimas.