Lo que mamá supo del mar

por Beatriz Eloísa Muglia

Mejillones, cholgas, vieiras, y caracoles. Algas tóxicas. Y una mujer científica que en 1999 no le tenía miedo a la marea roja. Ana María Gayoso murió hace dieciocho años, pero ahora vuelve a las aguas, a navegar el Golfo San José, en Puerto Madryn, a través del recuerdo de su hija.

Septiembre 2022

Una pantalla gigante muestra fotos de las investigadoras honradas este 11 de febrero de 2022: día de la Niña y la Mujer en la Ciencia. En una de esas imágenes, mamá aparece mirando al microscopio, la cara bronceada por el sol, con su remera blanca de estampado rosa.

En reconocimiento por su trabajo recibimos en el Concejo Deliberante de Puerto Madryn, nuestra ciudad, una plaqueta de acrílico transparente. Un colega de ella dice unas palabras, habla con la voz entrecortada por la emoción. Cuando menciona “Prorocentrum Lima”, viajo en el tiempo.

***

Mamá, la Doctora Ana María Gayoso, era especialista en fitoplancton marino, amante del mar y de la playa, experta en hacer bizcochuelo con dulce de leche y merengue italiano y tomar mate amargo con el agua casi hirviendo.

A fines de febrero de 1999 visitamos Playa Larralde. Yo estudiaba Derecho en La Plata y me faltaban pocas materias para recibirme. Ese año prolongué mis vacaciones un poco más, mamá acababa de terminar su quimioterapia y quería acompañarla en la recuperación. Fuimos con Juan, mi hermano de 11 años, y papá.

Larralde es una playa situada en el Golfo San José, al norte de la Península de Valdés. Dista unos pocos kilómetros de El Riacho, asentamiento permanente de pesca artesanal. La playa es larga y ancha, una bahía bañada por el agua, que en el San José es más azul que cualquier mar que uno conozca.

Nos habían invitado los amigos de mis padres, Miguel y Rosa, trelewenses jubilados que andaban en su carromato: una Ford 150 carrozada que siempre envidié por lo cómoda y prolija. Se estacionaban bajo uno de los tamariscos y ahí quedaban durante gran parte del verano, pescando, cosechando bivalvos y pulpeando. Mi hermano enseguida salió para la playa a probar el agua, mirar los baldes blancos cargados de productos de la pesca, curiosear “chupadedos”, cangrejos y anémonas por entre las piedras.

Una gallina picoteaba en nuestro improvisado campamento de lona. Había varias que andaban entre las casillas. Creí que las llevaban para que pongan huevos.

–No –me contestó Rosa, cuando le pregunté– es para que prueben los bichitos.

Con un gesto rápido abrió un mejillón de los que había en un balde blanco y se lo tiró. La gallina se acercó despacio, y picoteó un poco de la tripa desparramada por el suelo. Otra vino después, tomó la valva completa y se la llevó detrás de los tamariscos. La primera gallina la persiguió.

– Les damos un poquito a ver cómo les caen –Miguel hizo cara de muerte súbdita, cruzando los ojos y sacando la lengua.

– Por esa cosa de la marea roja, que le dicen –explicó Rosa– ¿Otro mate?

Miguel era jubilado de Gas del Estado y había hecho la conexión de todas las chacras de la comarca del Valle del Río Chubut. Conocía muchas cosas, pero la biología no era su fuerte. No supo explicar nada más. Rosa era ama de casa.

– ¿Y se han muerto muchas gallinas últimamente? –preguntó mamá, aceptando el mate.

– Nah, eso solo en otoño –contestó Miguel y se paró con un balde y el gancho para pulpear. – ¿Vamos?

Caminamos hacia uno de los lados de la playa, donde había afloramientos de roca sedimentaria blancuzca, renegrida por la cobertura de mejillón. Allí, con el gancho, él iba levantando piedras y donde encontraba un pulpito lo enganchaba y lo sumaba a su balde.

Mamá se había separado del grupo y hablaba con unos pescadores que bajaban de una lancha.

Pasó la tarde y Rosa ya estaba hirviendo agua para empezar a preparar sus famosos escabeches de frutos del mar.

– Si pasa algo con las gallinas, avísenme –le dijo mamá cuando nos íbamos.

No pasaron muchos días hasta que recibimos una llamada. Era Miguel que nos contaba que sí, era cierto:

– Ana María, una gallina se enfermó y después se murió.

– Por las dudas ustedes no coman ni bivalvos ni caracoles –le dijo mamá por teléfono.

Al día siguiente obtuvo una muestra del agua del mar donde habían crecido los “bichos” que habían terminado matando a la gallina.

La veda de recolección de mariscos por alerta de marea roja es en primavera, donde hay floraciones de algas microscópicas llamadas dinoflagelados, específicamente Alxandrium Tamarense. A las algas microscópicas también se las llama fitoplancton y son parte del plancton, vida muy pequeña (algunas de una sola célula) que se desarrolla en las aguas. Esta especie, al ser filtrada por los bivalvos para su alimentación, se concentra en sus cuerpos y produce un veneno mortal para aquel que lo consume. Sin embargo existen otros dinoflagelados tóxicos, pero no mortales. La muestra que le habían traído de Larralde era una especie de caldo de Prorocentrum Lima, microalga productora de veneno diarreico.

A fines de marzo de ese mismo año se realizó en Madryn la fiesta en honor a los hombres del mar. No hacía frío ese domingo de otoño consagrado a San Francisco de Paola.

Como todos los madrynenses, nosotros fuimos al festejo. Se hacía en la costa, inaugurando el monumento al santo en la “vuelta del Indio”, sobre Punta Cuevas, sitio del desembarco de los primeros galeses.

Muchísima gente deambulaba, el obispo bañaba en agua bendita la escultura, sonaba música en los altoparlantes. Pero la vedette, lo que todos miraban y esperaban haciendo largas colas, era la paella. Una gigantesca sartén de dos metros de diámetro bullía de salsa, pescado, y lo mejor: mariscos. Calamares, pulpos, vieiras, almejas y las increíbles cholgas. El perfume invitaba.

Mamá caminaba por entre la gente, atenta. Unos días antes se había comunicado con la dirección del Centro Nacional Patagónico (CenPat), centro dependiente del Conicet de Puerto Madryn. Después de ver la muestra del Golfo San José estaba inquieta. Pero no era época de marea roja, la fiesta debía continuar. “¡Cómo te preocupás tanto, Ana María!”, le habían contestado.

La noche siguiente a la fiesta el teléfono sonó en casa. Un médico de la guardia del hospital le consultaba desesperado a mamá por la cantidad de casos de diarreas incontenibles que estaba atendiendo. Cuarenta en total.

El método de prueba improvisado de las gallinas en la playa Larralde en poco se diferencia de la manera de decidir la veda de recolección de bivalvos y caracoles que utiliza aún hoy el Ministerio de Pesca de la provincia del Chubut. La presencia o no de veneno se detecta por unidades/ratón.

–Si se hiciesen muestreos de agua periódicos en las regiones en donde se juntan los bivalvos: mejillones, cholgas, vieiras, y caracoles, la certeza de presencia de algas tóxicas va a ser más precisa que meramente muestreando del producto ya cosechado. Se cuidaría también el recurso. Un animal que ha ingerido materia peligrosa en una semana se limpia y podría ser consumido –dijo mamá entonces.

En verdad hablaba sola mientras lavaba los platos: redactaba el informe que quería mandar a la secretaría de pesca en voz alta Hablaba como quien reza un rosario. Mientras tanto yo secaba.

– La gente se cree que las vedas son inventos de los políticos –dijo después.

Sí, yo había escuchado varias veces a Miguel quejándose de que se prohibía la recolección de mariscos. “Estos Greenpeace de miércoles”, decía.

– ¿Pero antes no había? –le pregunté a mamá, mientras cambiaba el repasador que ya estaba muy húmedo por otro que saqué del cajón.

– Y, sí, pero no hay casi registros. Bueno, el mar que se puso rojo está en la Biblia. Lo que pasa es que está cada vez peor. Vienen en las aguas de lastre de los barcos –mamá cepillaba la olla con el fondo un poco pegado.

– En el San José muchos barcos no hay –dije un rato después.

Mamá se rió.

– En el San Matías sí, y en la plataforma continental muchísimos. Además los dinoflagelados hacen quistes que viven un montón de años. Se pegan en las algas. ¡Hay montones de cosas que estudiar!

Enjuagó la olla y salpicó la mesada, que secó con el trapo rejilla.

– Hablando de investigar, quiero que me busques algo. Cuando vuelvas a Buenos Aires, digo.

Levanté las cejas. Mamá caminó a la mesa del comedor donde tenía unas fotocopias.

– ¿Ves? –me mostró después de secarse las manos en el delantal– Acá cuenta que hubo intoxicación en Tierra del Fuego.

Era una copia de un libro escrito en castellano antiguo. Lo miré un poco y seguí a mamá hasta la puerta del baño. El texto contaba acerca de la descompostura y la muerte de algunas personas del pueblo costero de la región del fin del mundo. Se refería a ellos como los salvajes y la conclusión del escritor era que se habían intoxicado por comer crudas las valvas, costumbre propia de su salvajismo, decía. Supuse que serían Yaganes. El relato se cortaba porque era una fotocopia de fotocopia, apenas visible.

– El original está en la Biblioteca Nacional –me dijo mamá a través de la puerta cerrada del baño.– ¿Podés buscármela? Esta copia es malísima, no puedo citarla. Debe ser un diario de viaje de la época de Magallanes, del mil quinientos o seiscientos.

Me quedé mirando la copia.

– Llevala para los datos.

Mamá se estaba lavando las manos y abrió la puerta del baño.

– Mami, tenés que ir a la peluquería –le dije– parecés un felpudo viejo.

Después de la quimioterapia tenía el rostro extraño. Las canas volvían a crecer con rapidez, no así el pelo oscuro. Además se había quedado sin cejas, lo que le daba una sensación rara a su mirada.

Mamá se miró en el espejo.

– ¿Pero viste que no me quedé pelada? –me preguntó en tono orgulloso.

La peluquería quedaba frente al Banco Nación, una de las más elegantes de Madryn. Le saqué turno para la semana siguiente.

– Un dineral gasté –me contó cuando volvió a casa, prendiendo la hornalla para preparar el mate.

Realmente había valido la pena. El pelo corto, teñido de su color original. Mamá volvía a ser la misma de siempre.

– Me llevé esto para leer –me mostró unas copias.

Cuando se interesaba en un tema hacía una búsqueda bibliográfica. Generalmente partía desde algún trabajo anterior, de la lista de bibliografía de libros o de publicaciones de congresos. Existía internet, pero era bastante lenta y no toda la información estaba cargada. Desde hacía un tiempo mamá tenía su dirección de correo electrónico, y se estaba familiarizando con su uso.

Con los datos ella se comunicaba con los autores y pedía copias de los trabajos, “peipers” en el lenguaje de pasillo. Solía mandar e-mails, pero aún conservaba la costumbre de enviar los pedidos en tarjetas postales preimpresas. Al poco tiempo el buzón estaba lleno de sobres marrones.

Mamá cebaba directamente de la pavita de aluminio un poco abollada en un mate de enlozado azul.

– Lucie Marandá –empezó diciendo mientras caminaba hacia el patio, y yo la seguía con la pava colgando de una mano y el mate en la otra– ¿Te acordás de ella en Rhode Island?

Claro que me acordaba, la amiga de mamá. Canadiense de Quebec, hablaba inglés con acento francés extraño. La única latina en el sector donde ella trabajó.

En el estado de Rhode Island de Estados Unidos existe un centro de investigaciones de primera línea en temas de fitoplancton marino. Mamá había hecho su trabajo de post doctorado allí, cuando con mis dos hermanas éramos niñas de primaria y Juan aún no había nacido. Como familia vivimos casi tres años en esa región. Nosotras fuimos a la escuela allí y volvimos con un buen nivel de inglés. Mamá se preocupaba de que Juan no tuviese la misma oportunidad que tuvimos nosotras de aprender el idioma y la cultura de otro país, así de niño.

Empezó a destender ropa seca del alambre que cruzaba el fondo. Sacaba los broches, se los ponía en la boca y la ropa la acomodaba en el hombro. Después los broches los iba poniendo en un balde quebrado en uno de sus lados. Frenó un momento su trabajo para chupar de la bombilla.

– Bueno –dijo entregándome el mate– está encontrando veneno diarreico en el Atlántico Norte. Pensé que podría hacer algo con ella…

A mamá el fin de la quimio, la peluquería y el Prorocentrum Lima le hacían volver las ganas de vivir.

– Así que ya pedí el año sabático me dijo cuando llegamos adentro– Nos vamos en octubre.

Unos días después de esa charla, mamá comenzó el muestreo cada dos semanas en las costas del Golfo San José. Agregó un punto en el Golfo Nuevo. Unos pescadores artesanales de El Riacho se comunicaron con ella, pidiéndole más datos. La diarrea generalizada después de la fiesta popular había puesto la mirada en ellos y su trabajo. Eran los primeros interesados en que se investigara.

Viajar en lancha, el pelo volando. Estábamos mamá, papá, Juan y los pescadores que nos llevaban. Yo acompañaba. El agua transparente dejaba entrever el fondo. Una ballena se acercaba a curiosear. También estaba el olor a gasoil de la lancha. Mamá que se descomponía y vomitaba por el borde blando del gomón. El chaleco salvavidas naranja estaba sucio y oloroso, a los acompañantes nos miraban mal si nos lo sacábamos, así que yo trataba de respirar alto. Papá y mamá atareados con el muestreo, Juan, acostumbrado a este tipo de viajes era uno más de entre los trabajadores.

Las maniobras de muestreo eran las mismas de siempre. Ubicaban el lugar, que, cuando pudieron conseguir un GPS, se transformó en una tarea sencilla. En esa época se tomaban en cuenta dos puntos fijos de la costa y las distancias formando un triángulo. Los pescadores la tenían clarísima y acertaban siempre al área de muestreo. Un milagro para mi mente poco matemática.

Se tomaban tres tipos de muestras. La primera, y la que más descomponía a mamá, era la de superficie: simplemente estirar el brazo y juntar agua de ahí nomás. Ella se agachaba y cuando volvía a la vertical su cara se había puesto gris. Dos frascos: el “vivo” y el “fijo”, es decir con un agregado de yodo que mataba las células en el instante. Las vivas, para verlas interactuar, las fijas, para poder hacer un conteo.

El segundo era la muestra de agua media y profunda. Mamá tenía una botella de Van Dorn: un tubo de pvc de quince centímetros de diámetro aproximadamente y ochenta de largo, con dos sopapas en las puntas, sostenidas por un resorte. A eso se le agrega el “mensajero”: una plomada anillada que se engancha a la soga de la botella. Cuando se alcanzaba una profundidad determinada, papá largaba el mensajero, que, golpeando el resorte, hacía que las sopapas cerraran la botella. La distancia de la profundidad media y profunda la tenían medida con un nudito en la soga. Una vez subida la botella, se extraían las muestras vivas y fijas.

Por último, se hacía el muestreo por arrastre de red. La red de plancton está hecha de una tela de poros finísimos, parece impermeable a primera vista. Un anillo de hierro más grande, sostenido por sogas, de un diámetro que puede ser de treinta a cuarenta centímetros sostiene la manga de red. La red está cosida por manos expertas a una tela de lona, para no ser lastimada por el hierro del aro. Se extiende formando un cono truncado. La de mamá era cortita, de medio metro más o menos. Pero la he visto usar algunas de más de un metro. En el fondo de la tela, otro pedazo de lona se engancha con un aro roscado, a la que se le enrosca un frasco. El operador de la lancha y el timonel ponían la marcha más leve y pareja, circunnavegando el sector. Papá sostenía la red en la popa, alejado del motor, que solía ser riesgoso porque se podía enganchar y romper, y porque podía haber pérdidas de gasoil.

Unos buzos tomaron muestras de cholgas del fondo marino, el bivalvo que presentaba la mayor concentración de veneno tanto diarreico como paralizante de la marea roja en los distintos períodos del año.

A mediados de invierno volví a La Plata a rendir las materias que me faltaban para recibirme. Fui a la Biblioteca Nacional, rebuscando por entre los ficheros no pude encontrar la información para mamá. En agosto rendí Derecho de la Minería cuando me levanté de la mesa examinadora y le di la mano a los profesores, ellos me dijeron“felicitaciones doctora”. A mí se me hinchó el pecho de orgullo por mi título. Y sentí el raro vacío de haberme transformado de una estudiante avanzada en una abogada recién recibida.

En Madryn llovía a cántaros cuando llegué con mi nuevo status. Miré en la heladera y encontré la bolsa grande de cholgas.

– ¿Las hacemos con arroz?

Mamá se rió, no mucho. Yo no lo había dicho para reírme, pero descubrí que era el chiste más repetido en la historia de la casa. Era la muestra de bivalvos envenenados.

Después de la lluvia el mar tenía una franja marrón, el aire era limpio y el sol brillaba tibio.

– Se viene un bloom –dijo ella, una tarde mientras caminábamos por la costanera. Juan andaba en bicicleta y estaba casi una cuadra adelantado a nosotras.

Un bloom (blúm) es literalmente, en inglés, floración. Mamá le decía así a la explosión de fitoplancton en un momento y un espacio dado.

– Llovió, y la mezcla de aguas, más este sol… –mamá negó con la cabeza y frunció los labios– Y estamos casi en septiembre. La veda debería empezar hoy.

Se refería a que toda la producción de mariscos estaría contaminada con marea roja, la mortal, durante el período del bloom.

– Le pedí a los muchachos que muestreen todos los días esta semana. Y que no cosechen, aunque la veda tarde en decretarse –la voz de mamá era apasionada.

Caminamos y los jardines de las casas fastuosas construidas a lo largo del paseo costero estaban siendo cuidados por jardineros pagos y con uniformes. Mamá amaba las plantas, pero despreciaba un jardín hecho sin amor. En casa las plantas crecían bellas, pero bastante salvajes y desordenadas.

Un jardinero regaba un rosal blanco que crecía enredándose en las columnas de una casa. Estaba cargado de flores y el perfume nos alcanzaba a nosotras.

– Qué hermosura –dije.

– Deben haberle puesto hormonas, si no, no florecería así.

– Podríamos poner uno así en casa –insistí– ahí en el toldito del auto.

– No creo que yo llegue a verlo –mamá se había puesto seria.

–Porque van a estar en Estados Unidos– aclaré.

Ella no contestó. Yo sabía que el cuerpo le había quedado resentido después de la quimioterapia, se cansaba más que de costumbre y cada tanto se quedaba en cama por el dolor de espalda. Pero los estudios le habían dado que no tenía restos de cáncer en su cuerpo.

– La inyección de nitrógeno del agua de lluvia y este sol límpido. Uf, ¡las muestras van a estar hermosas!

– Como las flores con hormonas.

– Más.

Ya Juan estaba volviendo, había llegado al muelle, nos alcanzó y pasó pedaleando.

– ¡Hacé bizcochuelo! –pidió a la pasada.

Mamá se rió y volvió a ser la misma de siempre.

Llegó la primavera y mis padres ya tenían todo preparado para el viaje a Estados Unidos. Yo esperaba conseguir algún trabajo y dedicaba las mañanas a visitar estudios jurídicos y escribanías.

Casi dos años antes de la caída de las Torres Gemelas, viajar con elementos extraños no era peligroso. Las cholgas venenosas congeladas se embutieron en un recipiente de telgopor, junto con geles de frío. Se cerró con cinta y metió en un bolso de mano. Mamá viajó con él colgado del hombro todo el tiempo. Ella llevaba copias de las invitaciones del destino, información exacta de lo que transportaba. Papeles sellados y firmados tanto de Argentina como de Estados Unidos. Nadie preguntó nada.

Las cholgas fueron, y, pasado el año, pudieron volver a Argentina. Algo impensado en este tiempo, que podrían ser consideradas como armas biológicas.

Los resultados fueron positivos. El contenido estomacal de los animales estaba lleno de microalgas tóxicas. El análisis específico de la toxina dio exactamente lo que se esperaba, era de una concentración capaz de originar un episodio de intoxicación masiva como la hubo esa vez en 1999.

***

El trabajo con Prorocentrum Lima con todas sus ramificaciones (quistes en simbiosis con algas, frecuencia anual de la floración, y otras) mantuvo a mamá con interés en el trabajo durante los siguientes años. A eso se sumaron otros proyectos. Pero el cuerpo no estaba preparado, los achaques en la espalda resultaron metástasis. En 2004, a fines de diciembre, después de navidad, mamá partió para siempre.

En febrero de este año, en ese homenaje en el Concejo Deliberante, me quedé pensando en algo que hacía mucho tiempo no me preguntaba: si se podría comer libremente mariscos. Si los controles se estarían haciendo como mamá consideraba que debían. Pocas veces hago paella. Si la hago, le pongo langostinos, pulpos y calamares. Pocos o ningún bivalvo, aunque son riquísimos.

Gracias a mis hermanos los trabajos de mamá se subieron todos a internet y se pueden buscar por palabra clave. Al volver a casa, me puse a rastrearlos, traté de leerlos, se me hizo difícil. No tanto por el inglés, sino por la especificidad del tema.

La marea roja es peligrosa y poco predecible. Las vedas siguen haciéndose con el viejo sistema de unidades/ratón. A pesar de que el trabajo de mamá fue publicado en distintas revistas científicas y también a nivel difusión, la veda no incluye el veneno diarreico.

Playa Larralde está cerrada para visitantes, el dueño de la estancia aledaña puso un candado en la tranquera y ya nadie puede pasar. La estatua del santo patrono de los pescadores sigue ahí, en su emplazamiento. Pero nadie le presta atención.

En mi patio planté un rosal. No es tan escandalosamente florido como el de las casas de la costanera. Lo regamos con los nietos de mamá, y a veces hasta le ponemos un poco de fertilizante de hormonas.