Las chapuceadoras de la felicidad
por Alicia Lazzaroni
En invierno el paisaje de Ushuaia tiene diversos matices de gris. Los colores de la ropa y los elementos de las chapuceadoras captan la atención en la playa, son como mojones en la monocromía del ambiente, una metáfora de lo que buscan, el anticipo de lo anhelado más allá de la hipotermia que podría provocar ingresar al agua helada del Canal de Beagle.
* Este texto ganó el Primer Premio de la Tercera Edición del Concurso Crónica Patagónica en 2021.
¿Qué
significa “feliz”? ¿Unos colores? ¿Todos los colores?
Carolina
Sanín, Somos luces abismales
Sandra sabe que sus piernas tienen manchas rojas y en instantes virarán al gris, que sus movimientos se volverán torpes, le costará vestirse y tal vez tiemble. Tampoco ignora que en una hora será completamente feliz. Acaba de salir del canal Beagle, que comunica los océanos Atlántico y Pacífico y separa la Isla Grande del resto del archipiélago de Tierra del Fuego, a los 55º de latitud sur, en lo último del mundo.
Lleva puesto un traje de baño negro, medias de neoprene y un gorro de lana sobre su cabeza rubia. Entre los omóplatos tiene tatuada la palabra Mamihlapinatapai en lengua yámana, la más concisa y perfecta de todas las lenguas.
La mañana de agosto está apacible, el cielo nublado, como casi siempre. Al otro lado, se ven las montañas de las islas chilenas Hoste y Navarino, con sus cumbres cubiertas de nieve. La temperatura exterior es de 1ºC, la del agua apenas sobrepasa los 4.
Mamihlapinatapai describe una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a generar. Así fue con el mar para esta mujer de 57 años, trabajadora social, oriunda de la localidad bonaerense de Luis Guillón, que en 1988 se radicó en Ushuaia. Primero fue esa mirada que es origen de casi todas las cosas, seguida de inmersiones en latitudes más benignas, hasta que sintió la necesidad de incursionar también en aguas frías. Cuando sus hijos eran chicos, lo hacía a medias en paseos o campamentos, pero no de la forma metódica en que lo efectúa desde hace ocho meses. El Beagle y ella se encontraron. Ella que se atrevió y el mar que la trató bien.
Si bien la experiencia extrema es individual, Sandra nunca viene sola. Está con Solana, Betz y Candela.
La playa en la que se encuentran no tiene nombre y se ubica entre el hotel Tolkeyén y el cementerio nuevo.
Cuando llegaron en fila, parecían gitanas acarreando sus coloridas pertenencias que diseminaron sobre la tierra: los amplios ponchos con capucha, de secado rápido, para quitarse la ropa empapada y vestirse por debajo y a la vista de todos, sus bolsos náuticos, las mochilas, termos y botellas tornasoladas, el calzado seco, la carpa playera con estampado de hojas tropicales que Betz arma cuando caen las primeras gotas de una lluvia que no se esfuerza en mojar.
En invierno el paisaje glaciario, descontando los amaneceres y atardeceres encendidos, es monótono, con diversos matices de gris en cielos, costas pedregosas, cimas con nieve virgen, pero también envejecida y hielos hasta hace poco eternos. Los colores de la ropa y los elementos de las chapuceadoras captan la atención, son como mojones en la monocromía del ambiente, una metáfora de lo que buscan, el anticipo de lo anhelado más allá de la hipotermia.
— Se empieza de a poco. Hay que poner atención en lo que se siente, concentrarse en la respiración y controlarla. Afluyen las ganas de sumergirse y el efecto es muy placentero. El tiempo de permanencia no importa mucho, sino las sensaciones, disfrutar en medio de la belleza natural. Nosotras solo chapuceamos, buscamos divertirnos y ser felices. Yo no sé nadar— aclara Sandra mientras guarda algo en su bolso.
Candela, la más joven del grupo, con 22 años, recibida de Maestro Mayor de Obras, manifiesta con su voz grave que no le gusta esta playa, tiene que internarse más que en otras para sortear las piedras, aunque no se amilana. Se ejercita para cumplir un sueño, dar vuelta una isla, media isla corrige.
— Alcanzo un punto de éxtasis que me deja contenta un par de días— explica—. Es todo junto, la euforia, la felicidad plena. Yo suelo tener mala onda, me quejo mucho, pero cuando entro acá me convierto. Es algo muy fuerte, liberador, me siento parte de la naturaleza. No hay palabras para describirlo. Aparte el frío, porque con calor es otra cosa. La vida se pausa por un instante.
Betz, Betza, es cosmiatra, tiene 33 años, la piel muy clara, el pelo corto y una sonrisa enorme. Corre hacia al mar, enérgica, con sus zapatillas con dibujos, mientras la espuma se agita en sintonía con su estado de ánimo.
Solana también se apresura. Tiene 45 años, es empleada del Tribunal de Cuentas. Usa antiparras y un pantalón con franjas arriba del traje de baño. Sandra y Candela van más rezagadas, esmerándose en cada paso. A unos cien metros todas se encuentran. Solo Candela y Solana nadan.
Las chapuceadoras permanecen alrededor de doce minutos en el mar. La lluvia, por momentos aguanieve, liga el arriba con el abajo, el cielo y el Beagle.
— Con las temperaturas medias en nuestras casas vamos perdiendo adaptación— sostiene Solana, mientras se saca la vistosa gorra plástica con un dibujo de la Antártida y la inscripción “Water is my land”. Eso nos debilita tanto como estar en la oficina, por la falta de movimiento. La gente compra acá camperas diseñadas para el Himalaya. Si uno empieza a usar menos ropa se acostumbra, aunque sienta el frío la sensación no es tan incómoda y además pasan cosas. Nunca me sentí así. Se viven situaciones impensadas, uno está muy involucrado en el ambiente. Todos los sentidos se disparan.
— Es un proceso-son las últimas palabras de Sandra, antes de que aflore el instinto de supervivencia y ya no pueda prestar atención a otras cosas más que a su cuerpo y a las diferentes sensaciones que lo recorren.
Su flotador fucsia-en realidad una boya de seguridad para natación-abandonado sobre el pasto, anticipa que la felicidad está por venir.
Antes de que termine la semana las chapuceadoras vuelven a encontrarse.
La ribera elegida se ubica bajo el jardín trasero de Los Cauquenes Resort & Spa, una lujosa construcción de madera con grandes ventanales.
Al intendente del barrio privado por el que se accede no le gustan las actividades de los amantes de las aguas frías ni las de los buzos que frecuentan la zona.
Protegida por un Nothofagus, en una pequeña capilla abierta, hay una escultura de la Virgen del Viento rodeada de árboles bandera, esos que parecen flamear. A sus pies, piedras, picorocos, también conocidos como dientes de perro por la forma y el color, conchas de mejillones, lapas y almejas, las ofrendas del generoso canal.
Aparecen juntas Sandra, Candela y Betz. Se agregan Mariano y Susana, que también componen el grupo de chapuceadores más asiduos, además de algunos amigos y parientes, mientras los turistas pasean antes del almuerzo. Son las doce del mediodía, el cielo está despejado, la sensación térmica es de 2ºC bajo cero. Un par de patas de rana violetas, esta vez sobre la escarcha que el sol no alcanzó a derretir, anuncia la reunión junto al mar. Más adelante, el césped y la playa están veteados de nieve, prendas y bolsos que forman montículos como islas en un océano de piedras. Cuando dispersan sus efectos, el lugar adquiere una fisonomía similar a la de la popular playa marplatense Bristol, fantasean las chapuceadoras.
Mariano se olvidó de traer el termómetro, aunque no duda, conoce bien el elemento que los convoca varias veces al mes. La temperatura es de alrededor de 4ºC afirma, casi una constante en la temporada invernal. Él tiene 64 años, es constructor y bucea desde hace tiempo, a veces entre los lobos marinos que juguetean alrededor. Comparte con estas mujeres los chapuzones de invierno en el Beagle, como un padre protector, acostumbrado a las profundidades y a las mañas de las aguas frías, siempre dispuesto a consejos, advertencias y aliento. La alergia a las algas, que lo obliga a sumergirse vestido, no resulta impedimento para que invite a sus clases de natación a partir de octubre, para la que quiera aprender, pero eso sí, al estilo tucumano, bromea. Se sumerge y vuelve con un erizo grande como una peluca sin peinar con sus púas indisciplinadas.
— Es lo único que sacamos. Y fotos— dice.
Un hombre y su hija, con camperas, guantes y bufandas no se pierden detalle de lo que parece ser una festividad.
— Voy a ver si me pongo el snorkel o solo disfruto— duda Susana, fueguina de 54 años, empleada municipal, una de las últimas en incorporarse a la audaz pandilla, mientras se acomoda el conjunto de neoprene que le deja la mitad de los brazos y las piernas al descubierto. Muchos de los accesorios son de este material, un caucho sintético flexible, que sirve para el aislamiento térmico. En los trajes húmedos las costuras no están selladas e ingresa el agua, que se calienta al contacto con el cuerpo.
La inmersión comienza mucho antes, con la preparación de los elementos necesarios y no concluye al dejar el mar. Ingresar solo requiere decisión, pero salir es el componente fundamental de la práctica. Implica varias cuestiones, percibir cuándo hay que hacerlo y el modo de recuperación, ser conscientes de un proceso que al principio confunde la mente. Y aturde el cuerpo, que se pone lerdo y no obedece, las manos que no actúan con la rapidez requerida.
Llega Walter a la playa, que no es chapuceador sino NAF (Nadadores de Agua Fría), con una remera que lleva su nombre bordado en una de las mangas y zapatos de goma. Tiene 53 años y vino a Tierra del Fuego a los treinta. Es guardavidas y profesor de química. Empezó con la sumersión en salidas de pesca con amigos, en las que mataba el aburrimiento recuperando los señuelos enredados en el fondo. Observa un rato el canal y cuando salen casi todos, ingresa él. Nada en un sitio más profundo y después se queda charlando con algunas personas en la orilla.
Walter siempre participa en competencias. Ha cruzado en dos oportunidades el canal, que mide entre 4 y 7 kilómetros, estuvo 45 minutos nadando.
— Cuando empezamos con otros compañeros, hace doce años, no había nadie aquí que entendiera algo de esto, cuánto tiempo se podía permanecer, qué se comía antes, cómo se dormía, tuvimos que investigarlo todo desde el principio. Después vinieron personas de Buenos Aires a cruzar el Beagle, se interiorizaron sobre el tema y vieron que no era tan difícil.
La asociación argentina NAF impulsa la natación en aguas frías, con ejercicios y eventos que también se realizan en Chile y Uruguay, con numerosos adeptos. Las últimas exhibiciones en Tierra del Fuego se llevaron a cabo en Ushuaia para los festejos de la noche más larga, el 21 de junio, y en Río Grande, la localidad del norte de la isla, durante su centenario, en julio.
Los Nadadores de Aguas Frías piensan que al consolidar la actividad rompieron el paradigma de asociar el frío con lo hostil y la muerte, descubrieron que los límites del cuerpo están más alejados de lo que creían, se conectan de una manera más profunda con el entorno y en especial con los otros, al transformar la natación en un deporte social.
Aunque los distingan propósitos dispares, las chapuceadoras aprendieron con los NAF locales cómo iniciarse. Para sus primeras incursiones, Sandra y Solana aprovechaban la claridad de las noches de verano, cuando navegaban en sus kayaks. Hay otros hombres y mujeres en la ciudad y en pueblos cercanos como Almanza que adhieren a la filosofía y los beneficios del chapuzón en aguas frías, algunos desde hace bastante tiempo, otros se suman día a día. También concurren a los lagos y lagunas, aunque no es lo mismo, en especial por la temperatura. Ésta puede ser más fresca ya que alcanza el punto de congelación, pero también más cálida en época estival.
Mientras Walter, despreocupado, se seca al sol, en otro sector las mujeres forcejean bajo sus capas de toalla para vestirse.
Sandra logra ponerse un pantalón, un buzo con capucha y una campera. No le es fácil, la tarea le demanda mucho más tiempo del que permaneció en el agua. Ya vestida y extenuada, toma a pequeños sorbos el té tibio que trajo en su termo.
Pasa una perra negra con el pelo mojado. Y después su dueña, una chapuceadora, con un yeso en un brazo, sometida a participar solo como observadora de la fiesta helada.
Mientras los demás se desprenden como pueden de la ropa mojada, están ensimismados en sus propios pensamientos y emociones. Las conversaciones se apagan, las pocas frases que entrecruzan no se relacionan unas con otras y evidencian que el grupo apoya, pero cada uno está anclado a su mundo interior.
Lo último que se escucha es a Mariano hablar de la hipertermia, que se produce cuando la temperatura corporal es alta y anormal, causada en este caso por el choque entre el frío del mar y el ambiente exterior. A la hipotermia casi no la nombran, la esperan con la naturalidad con que se espera lo ya conocido, no le tienen miedo, aprendieron a manejarla por sus propios medios.
De repente, como si hubiesen escuchado una orden que nunca fue impartida, emprenden la retirada. Arrastran sus cuerpos cansados, sus impresiones, la pelea contra el frío, los temblores, sus bolsos, el olor salobre de los cachiyuyos, esas algas marrones y en partes transparentes, extensas como guirnaldas, y suben la loma nevada hasta el frente del hotel donde dejaron sus vehículos.
Por ahora, la felicidad es solo una semilla de colores que en breve germinará.
El gris inaugura el día. La tercera reunión junto al mar es otra vez cerca de Tolkeyén. Son las diez de la mañana. Solana viene de nadar en la pileta y espera en el auto a las demás.
— Es necesario superar las barreras mentales— comenta— esto es algo nuevo, desconocido, el temor es lógico. La primera vez que les describí a los NAF lo que sentía, una punzada acá, algo raro allá, respondían que era normal y yo no entendía nada. Es que los he visto terminar carreras imposibilitados de hablar, con la mandíbula trabada. Ahora hago lo mismo con la gente que me pregunta sobre esas reacciones, digo que son las esperadas y se quedan mirándome.
Más adelante, junto a las casas enfrentadas al canal, también aguarda Sandra en Anoka, un motorhome en el que vive cuando ya no hay hielo y nieve en las calles. El vehículo aún conserva el naranja y el blanco de cuando funcionaba como transporte escolar. En la ventana trasera, un cartel advierte: “Voy despacio... porque voy lejos”. Mientras prepara café recuerda que en la anterior zambullida se le congelaron los labios. Esa fue la señal que la obligó a adelantar la salida.
— No siempre el deseo y el cuerpo van por el mismo lugar— dice con resignación.
La sonrisa de Betz se asoma por la puerta entreabierta.
— A mí me daba miedo meterme sola— cuenta—. Cuando iba a las playas del norte necesitaba estar con alguien que me diera la mano, si no veía el fondo o algo me rozaba me ponía nerviosa, tenía muchos problemas. No podía disfrutar. Me inicié en mayo, antes de las nevadas, cuando las temperaturas eran muy bajas. Solana desconfió cuando le comenté mis ganas de participar, pero el día acordado, cumplí.
— A veces la gente promete que viene y después se arrepiente. Lo de Betz fue un gran logro— aplaude Solana, que sube al vehículo con su gorro de lana gruesa.
— Como nos comprometimos— prosigue Betz-nadie podía achicarse. Comencé a prepararme y mi hermano, Solana y otras personas entraron al canal y me dejaron sola. Yo pensé que iríamos todos juntos.
—No estábamos tan lejos-se defiende Solana sonriendo— en algún momento se advierte la soledad, es un sentimiento de vulnerabilidad que hay que superar.
— Me metí sin pensar, el agua estaba fría y fue como un estado de locura— dice Betz.
— Ahora vamos a la pileta-revela Solana-porque una cosa es entrenar el frío, la capacidad de resistencia del cuerpo, y otra nadar. Se puede ser un gran nadador, como un chico de Mar del Plata que vino el otro día y solo soportó cinco minutos en el mar. Pasa lo mismo con los escaladores que van al Everest o al Aconcagua, antes necesitan aclimatarse. A los buenos nadadores acá les basta con una semana de preparación. De todas maneras, ellos, como no viven en un lugar frío, no tienen la oportunidad de experimentar los beneficios de mantener una actividad continua.
La charla se interrumpe cuando pasa una pareja que necesita agua caliente para el mate. Mientras Sandra le ofrece lo que le sobró del desayuno, las chapuceadoras bajan a la playa.
— Un día me dí cuenta de que todos lo podemos hacer, pero no sé si todos lo queremos hacer— reflexiona Solana.
Para Betz, uno se ve inmerso en un todo. Primero están los miedos y un poco de frío, al salir se siente un gran bienestar. Voy con la remera nomás, grita, mientras arroja al aire su campera.
El canal está planchado, parece desconectado del cielo color plomo que amenaza con caerse sobre las mujeres, es como un lago, se ve el fondo con claridad, abajo hay un submundo encantado. Algunas aves costeras buscan su alimento. En la playa hay un carro con varios kayaks, a un costado otra embarcación más grande que vista desde arriba semeja a una ballena.
Solana es la primera en mojarse los pies, lleva malla, el gorro del mapa, antiparras, botas de neoprene. La sigue Betz con un short. Entra Sandra con un buzo sobre el traje de baño, cámara en mano, solo sacará fotos. Solana y Betz se alejan con premura, se escuchan sus gritos y risas de felicidad, apenas se introducen en el Beagle se comportan como niñas dedicadas a su juego preferido. Saltan, cantan, aparecen y desaparecen, giran sobre sus propios cuerpos.
Solana, que no puede ocultar el entusiasmo que le produce el agua fría, y oficia de vocera de lo que se experimenta, dará a conocer otros detalles: la impresión como de alfileres que punzan en todo el cuerpo, en especial en las manos y los pies, que son muy duros por las terminaciones nerviosas e irrigan menos sangre. Que no todo es diversión, porque existe una tensión y la mente puja por salir de la situación de estrés. Del frío que nunca la abandona y ella resiste porque sabe que después viene algo mejor. Si la condición es controlada, el cuerpo se fortalece, los pinchazos se sienten igual, aunque el cerebro, luego de unos meses, los bloquea más. También se refiere a las fantasías de la gente acerca de que no tienen frío o poseen una constitución corporal diferente. El frío se siente siempre, antes se ponía más nerviosa, ahora el cerebro reconoce el estímulo. A consecuencia de la hipotermia todos los vasos sanguíneos están hiperactivados en el agua. El cuerpo entra en un período de hibernación. Al salir, primero está enlentecido, luego empieza a funcionar en forma acelerada, se pone rojo y tiembla, en un rato todo vuelve a la normalidad y aparece la sensación de plenitud. Destaca que ingresar voluntariamente no es lo mismo que resistir en un naufragio y que es más grave sufrir hipotermia en la montaña, cuando uno está muy lejos. Nunca pensó que podía permanecer hasta cuarenta minutos en el agua en invierno, en verano cincuenta y cinco. Cuando se inició, las primeras semanas quedaba muy cansada. Ahora la sensación de felicidad le dura dos días, el cuerpo se potencia y ella está contenta, renovada; más tarde eso va mermando.
— Recomiendo escuchar nuestras conversaciones durante el período de recuperación-interrumpe Sandra— son muy desquiciadas, se relacionan con las sensaciones que tenemos y con la estimulación del sistema nervioso. Lo que cuesta hablar, las pavadas que decimos y nuestra felicidad posterior. Al emerger cada uno se concentra en lo suyo, después hay mucha energía y bienestar, aunque es inevitable sentir frío. Esto se transformó en hábito, en necesidad, es adictivo, como meditar o vivenciar el yoga.
— Descubrimos estas aguas y ya nada fue igual— dice Solana.
La temperatura mínima que se registró en el canal durante los últimos diez años fue de 4,1ºC y la máxima de 10,6. Tanto en invierno como verano se considera fría, pues no llega a los 11ºC, establecidos como límite para la categoría.
Si el mar tiene memoria, recordará que lo que hacen estas mujeres lo hicieron las yámanas durante 7000 años. Los hombres solo remaban. Ellas entraban al mar para sacar las embarcaciones de corteza que quedaban más allá de la línea de sargazos, obtener erizos y mejillones, capturar presas heridas y en ocasiones zambullirse por placer. Después del chapuzón helado se refugiaban junto al fuego siempre encendido o se embadurnaban con grasa y ocre. Después del chapuzón estas mujeres, las de hoy, se ponen rojas como centollas para fundirse luego en el gris del entorno invernal. Al fuego lo suplantan por la ropa, una bebida tibia, la calefacción del auto, la calidez de los hogares.
Y la felicidad, claro.
Para los países nórdicos este tipo de inmersión es una tradición muy antigua. Sus pobladores reniegan de las opiniones de médicos para quienes la actividad es de alto riesgo. Para ellos, la estancia en el agua por 20 minutos a 4ºC produce un sobre enfriamiento general que puede ocasionar la muerte. Si el tiempo es mayor el cuerpo sufre shock y una acelerada producción de sustancias que causa dependencia física y síndrome de abstinencia. El organismo se acostumbra al desperdicio y vertido de las hormonas endógenas y adrenalina, y requiere dosis nuevas.
En cambio, para los amantes de este hábito los beneficios no son pocos, aseguran que: facilita la circulación, ayuda a despejar la mente, mejora el estado corporal, del ánimo y la atención, acelera el funcionamiento del metabolismo, aumenta la cantidad de oxígeno, refuerza el sistema nervioso, combate el dolor, influye en la libido y la calidad del sueño. La sangre fluye, tan roja, por todo el cuerpo y se concentra en el pecho donde puede alcanzar hasta 40 grados, suficiente para matar cualquier virus.
Tres canoas de colores amarillo, verde y blanco, se divisan al oeste, pasando los acantilados, desde la playa de Los Cauquenes. Es el último encuentro de agosto. El sol hace brillar las piedras mojadas. Un jinete con su caballo se acerca por la costa. No faltan los huéspedes del hotel. Hoy son más numerosos, hasta que el viento helado del sudoeste en un rato ahuyentará a la mayoría.
A Sandra, Candela, Mariano y Susana se suma Viki. Betz llega con sus hijas. Una de ellas trae un delfín de goma que remoja en el mar. Se forman olas, se las escucha ir y venir, romper sobre los guijarros. La temperatura del ambiente es de 5,8º C, la sensación térmica de 2.
— Nos vamos metiendo muy de a poco— advierte Mariano.
Betz no escucha. Se precipita hacia el mar con el ímpetu habitual y su vincha acordonada saltando en medio de una profusión de gotas. Luego aminora la marcha, se detiene para mirar a su alrededor con expresión de plenitud.
Unos turistas, sentados en el único banco, se entusiasman con el inesperado espectáculo y hacen preguntas sobre los albornoces de toalla.
— Es lo último que uno quiere sacarse— contesta Sandra, con un sinfín de petreles revoloteando en su espalda bajo la palabra Mamihlapinatapai y junto a la Cruz del Sur. Mientras se aproxima al canal, rememora que aquí hizo los dos primeros meses de rehabilitación luego de una operación de ligamentos cruzados, complementando con sesiones de kinesiología y pileta.
Los hombres interrogan a Mariano sobre el tiempo que se dedica a esto, él responde que se sumerge sin protección, como ahora, desde hace un año más o menos. Se olvidó del Actrón y de los resfríos.
— El viento no está bueno— se escucha a los lejos.
Es la sexta vez que Viki vive la experiencia. Conocida como la Negra, tiene 40 años, es técnica en Minoridad y Familia y docente. Se prepara con una bikini, campera de neoprene y gorro. Después de caminar un rato mar adentro vuelve a la playa a dejar el abrigo. Los turistas la aplauden por la valentía, mientras las ráfagas los obligan a regresar al alojamiento. El sol desaparece tras las nubes.
Aparece retrasada Candela con un pantalón a cuadros. Se coloca la salida de toalla sobre la ropa, se desviste y se pone el traje de baño, un casquete con diseño marino, patas de rana y antiparras.
— Acá estoy —saluda Betz— disfrutado. El experto dice, hoy 4ºC.
Susana se alista y arrastra como si fuese una fiel mascota su boya, en este caso se denomina torpedo, y no se considera un elemento de seguridad sino de rescate.
Todos se quedan próximos a la orilla debido a las condiciones del mar. Viki sale a los nueve minutos y se viste lo más rápido que puede. No trajo poncho y se tiene que sacar la malla mojada. Lo hace en una fracción de minuto, con la desinhibición de la urgencia, mientras tiembla sin parar y no mira a nadie. Con el mismo apuro abandona el lugar sin que sus compañeros lo noten hasta mucho después, cuando arriesgan que seguramente fue a buscar refugio a la casa de Mariano, que vive cerca.
En Ushuaia la gente está acostumbrada a abrigarse. Aún en verano cuesta sacarse las camperas y las botas, como si fuesen símbolos ineludibles de la identidad fueguina. Las chapuceadoras reniegan de la ropa. Sus piernas y brazos pálidos son un singular complemento de la geografía local. Para los ojos públicos, la escena de ver gente entrando al mar en invierno es tan absurda en su extrañeza que la falta de pudor y la desnudez ni siquiera llaman la atención.
A los once minutos emerge Sandra. Lo hace antes de alcanzar su límite de permanencia, a fin de poder disfrutar más de las sensaciones posteriores. Mariano se queda dieciocho minutos en el canal. Susana sigue flotando con su snorkel junto a la costa, como si no se hubiese enterado del frío exterior. Es la última en salir y lo hace ante la insistencia de los demás.
— ¿Te venimos a buscar más tarde, Susy?— se ríe Mariano, aunque sabe que es la más resistente del grupo a pesar de su poco tiempo de práctica y el temor que antes le causaba el agua. Ahora ella se coloca la salida de playa y arriba se cierra la campera.
Sandra intenta vestirse parada, no puede, utiliza el asiento que dejaron libre los turistas, se pone de pie nuevamente, tiene que pedir ayuda para colocarse el buzo que se le atasca en la espalda. El viento complica las cosas. Vuelve a sentarse para sacarse las medias de neoprene. Esto le cuesta más todavía.
Mariano comenta que no conviene comer algo antes, ni tomar nada caliente después. Mejor dejar pasar un tiempo.
— Fíjense cómo aguantamos— agrega con orgullo, mientras hace un paneo de sus compañeras— a esta altura antes estábamos temblando, no podíamos hablar.
— Estuviste bastante bien hoy.
— Parece que hace como veinte grados afuera.
— Había vientito.
— Traje los panes de avena.
— No me digas, los ataco.
— ¿Estas son tus patas de rana?
— Se las cambié a Nico por otra cosa.
— ¿Las dos nenas son tuyas, Betza?
— ¿Puedo hacer una parada técnica en tu casa?
Cuando logran estar vestidos, menos Mariano que se queda con la ropa mojada bajo la salida de baño, se arriman para sacarse una foto grupal. Misión imposible, no hay ningún par de manos capaz de llevar a cabo la hazaña.
Todo sea por la felicidad.
¿Y qué será la felicidad?
¿Un estado de grata satisfacción espiritual y física, compenetrarse en el presente, no buscar más sino vivir con menos, un camino?
¿O algo químico, producto del trabajo de las hormonas, en especial de la adrenalina, la dopamina y las endorfinas, que se acentúa por el choque con el agua fría?
¿Tal vez unos colores?
¿O todos los colores que las chapuceadoras traen, sin saber que la felicidad no está en el mar, sino que viene con ellas? Solo necesitan reflejarse en el espejo del Beagle, para que el Beagle lo confirme una y otra vez.