Había una vez un diario

por Inés Strizzi

En 1937, dos oficinistas ferroviarios fundaron un diario en un pueblo al norte de La Pampa. La Voz de Realicó se imprimió artesanalmente hasta octubre de 2022. La historia del periódico encierra todas las historias, como una muñeca rusa infinita, hoy abandonada en los recovecos de un edificio que aún huele a tinta.

Fotos: Gentileza Diego Cravero/ Archivo/ Claudia Giraudo.

Junio 2023

“Cuando uno es pequeño, todo parece grande; cuando uno es grande, todo parece pequeño” repite como un mantra la voz en off de la miniserie italiana "La vida mentirosa de los adultos".

Hago ese ejercicio. Soy la niña que pasa todos los días frente a ese edificio viejo, pintado de blanco, pero totalmente descascarado, con dos puertas de madera siempre cerradas y dos ventanas abiertas altas, altísimas. Generalmente, paso en bicicleta. Camino obligado hacia donde vaya: escuela, danzas, casa de mis amigas. Vivo en la misma calle, la Italia, a tres cuadras de ahí. Cuando paso de a pie, debo subir un par de escalones muy altos, la vereda está por encima de las demás. A la altura de las ventanas, me estiro y revoleo los ojos miopes para mirar un poco más adentro. No veo mucho: siempre hay poca luz, un hombre con campera Adidas y dos o tres chicos haciendo algo con las manos teñidas de negro y la ropa sucia.

Todos los adultos a quienes les pregunto qué pasa ahí adentro, me dicen: es el diario del pueblo, sin más. A pesar de haber interrogado e insistido a más de una maestra, nunca nos llevaron de visita con la escuela. Algunos de mis compañeros han ido a escondidas, de noche a treparse por las ventanas. Dicen que, entre la oscuridad, sólo hay papeles y máquinas viejas.

Cuando al fin conozco el diario por dentro, tengo veintialgo. El escenario es post-apocalíptico. Un edificio en ruinas, con los pisos de madera, en partes de mosaicos, igualmente percudidos por las inundaciones del 2001/2002, muebles y máquinas viejas minervas, linotipos, intertype agolpadas en los rincones, un techo siempre a punto de caer sobre mi cabeza, pilas de diarios en cada lugar que pueda sostenerlas, algunos vidrios rotos, una foto de Maradona con la camiseta de Boca en una de las paredes como estampita sagrada, almanaques, recortes de diarios con noticias importantes para alguien de otro tiempo, el mapa de un Realicó primitivo y otras fotos antiguas. Todo cubierto por capas de tierra, como únicos testigos de miles de millones de años de trabajo.

Un fulgor helado y húmedo me abraza. Ni en ese momento ni de niña, hubiese imaginado que más tarde trabajaría allí mismo junto al hombre con campera Adidas.

La historia de La Voz de Realicó se escribe a sí misma, se narra como el cuento antes de dormir que cada noche le pedía a mi madre que me leyera, aunque ya lo supiese de memoria. La historia del periódico de mi pueblo encierra todas las historias, como una muñeca rusa infinita, hoy abandonada en cualquier recoveco del edificio bajo siete llaves. Quizá tenga más sentido si el relato comenzara por el final, quizá es una historia imposible de sujetar a una cronología caprichosa. Lo cierto es que en Realicó funcionó un diario impreso artesanalmente hasta el pasado octubre de 2022. Único en La Pampa, fanfarroneamos los realiquenses.

Un relato breve y ordenado diría que La Voz de Realicó fue fundado en julio de 1937 por dos jóvenes oficinistas ferroviarios: José Marcos Lara y Domingo Riva crearon un vocero universal para contar la realidad de la región y de esta aldea de aproximadamente dos mil habitantes, sin tintes político-partidario; marcando la diferencia con las publicaciones de barricada que rondaban las calles por esos años. Alejandro Sago era uno de los colaboradores que participaba como cronista volante, social y deportivo, pero en el ‘40 se convirtió en el nuevo dueño. Los ferroviarios fueron trasladados y le vendieron el diario a Sago, que fue director, redactor y editor hasta el 2002; al morir, su legado quedó en manos de su única hija Gladys, periodista por elección y por dinastía, quien previamente desde Buenos Aires, colaboraba con la empresa familiar, mientras era corresponsal del diario La Reforma y columnista de la sección Rincón Gaucho del diario La Nación.

Conocí a Gladys.

Junto al edificio descascarado donde funcionaba el diario, hay una gran entrada sin portón. Un acceso amplio que se ofrece como un pasaje misterioso (desde la vereda no se ve hacia dónde conduce), un sendero rodeado de buenas noches y geranios, con gatos de todos los colores y tamaños imaginables.

-Entrás por ahí y llegás a mi casa -me dijo un día Gladys por teléfono.

Antes me había cruzado con ella en la calle, en la biblioteca, en algún evento; pero en ese momento me cautivó. Voz de trueno, irreverente, determinante. Para muchas personas del pueblo estaba loca. No recuerdo muy bien a qué fui, pero pronto me encontré siendo parte de su mundo. Compartimos actividades como el Grupo de escritores y el Grupo Cultural Independiente: artistas del pueblo con quienes gestionábamos presentaciones de libros, exposiciones, conciertos, ciclos de cine. Cuando venían mis amigas que estudiaban en otras ciudades, una fija era ir a su casa para escucharla: siempre afilada, crítica, con un millón de anécdotas y experiencias. Turca testaruda. Un Aleph, la multiplicidad infinita de las cosas del universo, todas en ella. Para mí, una escuela nocturna de rebeldía y sagacidad.

Quizá por escuchar los relatos de las mujeres de mi familia, por curiosear las cajas de fotografías viejas en casa de mi abuela, puedo imaginarme con claridad cada reminiscencia que Gladys ha compartido generosamente: que su padre compró el diario siendo menor de edad, por eso un tío tuvo que firmar un permiso ya que el padre de su padre había fallecido; que lo primero que hizo Sago fue comprar una imprenta en Quemú Quemú y viajó a buscarla en compañía de Elías Giuliani, un tipógrafo amigo, atravesando las interminables rutas de tierra en un camioncito destartalado; que para consultar fuentes de información, lo hacían por teléfono con manija, y las llamadas a Buenos Aires o a General Pico tardaban una semana, salvo los domingos, cuando se jugaban los partidos de fútbol de la Liga Pampeana y los telefonistas, fanáticos del deporte, gestionaban con más urgencia el contacto con el diario La Reforma para conocer los resultados, entonces por la tardecita, se colocaba una pizarra en la vereda del periódico con todos los goles de los partidos y la gente hacía fila para leer; que durante la semana, todos los mediodías, cuando sonaba la sirena del molino, los vecinos y las vecinas podían escuchar un informativo de La Voz de Realicó, leído a través de la propaladora del diario; que el periodismo se transformó en el único medio de vida para la familia, gracias a los aportes de las publicidades y los suscriptores (Sago también escribía para otros diarios provinciales); que de madrugada, al volver de algún baile, mientras su madre preparaba chocolate caliente y ella dibujaba, su padre redactaba la crónica de esa noche en la máquina de escribir que siempre estaba sobre la mesa del comedor.


Durante el 2013/2014, trabajé como recuperadora y archivista en el periódico, gracias a un subsidio de la Secretaría de Cultura de La Pampa junto con el Archivo Histórico provincial que gestionó Gladys y la Dirección de Cultura de Realicó. Previo a eso y con el impulso de la Junta de Recuperación Histórica, el Grupo Cultural Independiente y la Biblioteca Presidente Avellaneda, el edificio, la colección del periódico y el taller fueron declarados Patrimonio Provincial.

Allí conocí a Nelson Junco, un hombre silencioso y ensimismado que de a poco fue respondiendo con monosílabos y frases cortas a mis preguntas y comentarios. Era el hombre con campera Adidas. Compartíamos el horario de la siesta y la tarde. Yo llegaba antes que Nelson y me sentía una exploradora, una arqueóloga en un territorio tan deslumbrante como desolador. El silencio del lugar se interrumpía a cada paso que daba sobre la madera vieja, fotografiando cada rincón. Mi trabajo consistía básicamente en la limpieza documental y en el archivo de los ejemplares en cajas especiales. Me tomaba mucho tiempo hacerlo, no sólo porque requería de sumo cuidado, sino porque quedaba atrapada en esas hojas formato sábana, maravillada con los dibujos que dejaban los ácaros en el papel (verdaderas puntillas de broderie) y leyendo titulares y noticias de mi pueblo y la región: la creación del Hospital, de la sucursal del Banco de La Pampa, de la primer escuela secundaria, la pavimentación de las rutas nacionales 188 y 35 que cruzan Realicó; la sección de sociales que anunciaba los nacimientos, los cumpleaños y las muertes; la cartelera de los cines (¡dos cines había en mi pueblo!); las fiestas provinciales con sus reinas; los carnavales; entrevistas a políticos y personajes del lugar; las publicidades de las grandes tiendas y los almacenes de ramos generales. Alejandro Sago era un promotor de las instituciones, de la participación ciudadana, y en su diario se reflejaba el compromiso con las necesidades cotidianas y los intereses de los vecinos y vecinas.

En un ejemplar del '87, encontré una foto que me recordó la anécdota que contaba Gladys cada vez que alguien le preguntaba por el trabajo de su padre: como reconocimiento a su tarea, el Concejo Deliberante de Realicó decidió homenajearlo dando el nombre de Periodista Alejandro Eduardo Sago a un nuevo barrio y de La Voz de Realicó a una de sus calles. La anécdota se cuenta sola al ver dicha fotografía: un Alejandro Sago parado bajo el cartel que lleva su nombre con una libreta y una lapicera en la mano. Fue el cronista en su propio homenaje.

“Qué Realicó queremos” fue una mítica sección editorial inaugurada por Gladys. En primera plana podía leerse la mirada aguda sobre diversos temas, principalmente cuestiones locales que más de una vez y con muchas tensiones, revolucionaron al pueblo. Entonces se incendiaba el teléfono de la casa, que era el mismo que el del diario, y comenzaban a desfilar por el portal de los gatos y las buenas noches varios de los personajes aludidos (políticos sobre todo) echando humo por la boca.

Trabajar junto a Nelson me enseñó a comprender su silente temperamento. Los primeros días comentaba en voz alta cuanta noticia leía o le preguntaba si recordaba determinados hechos. Ante la falta de respuesta, insistía en un tono más elevado creyendo que quizá no había oído. Nelson nunca respondía. Entonces, lo buscaba con la mirada hasta encontrarlo hiperconcentrado sobre los lingotes componiendo algún texto bajo la luz anaranjada de una bombilla mugrienta. Luego de ensayar algunas estrategias, di con una que finalmente resultó: abordarlo cuando cortaba su tarea para preparar el mate o cuando aparecía Gladys con algún pedido o el chico que repartía el periódico. Así empezamos a charlar, de a poquito, en cuotas fue respondiendo a mis preguntas. Nelson breve, reservado, compartió su historia de vida que fui armando como un puzzle.

Comenzó a trabajar a sus 11 años como cadete. Su padre lo llevó porque en el periódico buscaban una persona para los repartos. Por la mañana iba a la escuela y por la tarde trabajaba. Con Gladys eran compañeros de grado y para la familia Sago fue un integrante más. El oficio de linotipista y tipógrafo lo aprendió de los hombres más grandes que trabajaban por ese entonces. Recuerda que todos debían aprender todas las tareas: cómo usar cada máquina, memorizar la disposición de las letras en el cajón, armar los componedores de manera invertida para que la impresión saliera al derecho, pero por sobre todo aprendió a concentrarse y ser paciente.

-Por eso no converso cuando trabajo, un error puede ser fatal -me dijo.

Ya de más grande, fue él quien le enseñó el oficio a más de 200 chicos que pasaron por el taller. Algunos pocos se quedaban hasta tres meses, la mayoría huía por aburrimiento y desasosiego. En sus primeros años de trabajo, Nelson asegura que la tirada era de 600 ejemplares cada jueves. Las placas de clichés y los títulos catástrofes se encargaban en Buenos Aires y los enviaban listos para ser utilizados. Hasta que todo se volvió muy costoso. También los hombres se fueron muriendo.

Alberto Sago, hermano de Alejandro, oficiaba como tesorero y cobrador del periódico. Para Nelson fue además de otro patrón, un amigo; una persona carismática, un hincha de Estudiantes al que siempre molestaban con bromas. Cinéfilo y temido ajedrecista, cuenta Nelson que todos los días, esperaba la llegada del diario La Nación donde se publicaba una jugada de ajedrez que estudiaba meticulosamente para luego ejecutar en las partidas de los domingos en la plaza. Nunca nadie pudo ganarle.

El rostro de Nelson se iluminaba al hablar de su pasado en el diario que es toda su vida en realidad. “Fueron entre 10 y 13 horas diarias acá adentro”, dijo alguna vez. A partir del 2008, debido a la vorágine de la información y la inmediatez de la época, las publicaciones comenzaron a imprimirse en la ciudad de Lincoln; en Realicó sólo se imprimía el suplemento cultural Raigón que acompañaba cada ejemplar. Y por supuesto, las suscripciones fueron cayendo hasta llegar a 200 en los últimos tiempos.

La publicación se sostuvo ininterrumpidamente durante 85 años. Pasaron varios gobiernos que intentaron silenciar esa voz, sin conseguirlo. Tanto Sago como su hija mantuvieron la escritura filosa a pesar de las amenazas que recibieron, las enfermedades que padecieron, las crisis económicas. Durante 60 años de su vida, Nelson fue el imprentero de La Voz de Realicó, el fiel guardián de un coloso hecho de tinta y sus manos son la cartografía que nos guía.

Claudia Giraudo es una de las bibliotecarias del pueblo y quien en la actualidad realiza el trabajo de recuperación, conservación y limpieza del archivo que inicié hace unos años. Amiga de Gladys y de la familia, asume su trabajo con la responsabilidad de tener bajo su cuidado un tesoro incomparable. Sostiene que urge generar un espacio donde permanezca toda esa historia pueblerina para que las nuevas generaciones puedan consultarla y también para educar, ya que existe mucho desconocimiento en cuanto a medidas y políticas de guarda y protección del patrimonio. Actualmente, una parte del archivo está en guarda en la biblioteca, mientras otra quedó en las instalaciones del diario, a la espera del rescate. Por eso, Claudia habla de la importancia de estas acciones que mantienen la memoria colectiva en ejercicio.

Por estos días, el Concejo Deliberante de Realicó aprobó un proyecto de ordenanza para la creación de un museo y archivo histórico en la estación del ferrocarril, recientemente refaccionada y puesta en valor por Trenes Argentinos. Ese sería el lugar indicado para custodiar la documentación del periódio.

La muerte de Gladys llevó al cierre del diario en 2022 y marcó el fin de una era. Cierro los ojos y hago fuerza apretando las manos entrelazadas en mi pecho, como si fuese la niña en puntas de pie intentando espiar por la ventana, o la joven de veintialgo alucinando ser el personaje de algún libro, como si de eso dependiera la apertura de un nueva fase que corporice la idea de Gladys: hacer del periódico y sus instalaciones un ecomuseo.

La Voz de Realicó refleja lo cíclico de mi comunidad, las transformaciones, la identidad, las cosas que aquí dejaron de existir (los cines, los carnavales, por ejemplo), los nuevos aciertos, la vida de las instituciones, los nacimientos, las muertes, la desidia.

Ahora, pienso y digo: “cuando uno es grande, todo parece grande”.