Esa hermosa fatalidad

por Diego Rodríguez Reis

Todo lo que se pone en juego en un Mundial define nuestro lugar en la Tierra. Nuestra noción de patria. Y construye las más pequeñas familiaridades. Borges, Dolina, Diego, Lío. De fútbol somos.

Diciembre 2022

Pronto el sol estallará
y no habrá cielo entre nosotros:
quedará este sueño final …

Luis Alberto Spinetta, “Holanda”

Ya Lautaro Martínez cruzó fuerte su penal a la derecha del arquero neerlandés Andries Noppert, se sacó la mufa de encima y metió a la selección argentina en las semifinales de la Copa del Mundo. Me quiero levantar de la silla, siento que peso veinte kilos más: la atmósfera es la misma de hace 120 y pico de minutos, la aceleración de la gravedad sigue siendo de 9,8 m/s2. La procesión fue por dentro, lo que me hace más pesado son otras cosas: el siglo y medio que pasó desde que se jugó en la Argentina el primer partido de este bello deporte que es el balompié; los 92 años desde aquella final perdida contra Uruguay en el primero de los mundiales en 1930; los 13.312 días desde la última vez que levantamos la copa en México en 1986. Todo eso que se nos viene encima cada vez que arranca un nuevo campeonato mundial de fútbol, cada vez que sale nuestra selección a la cancha, cada vez que la pelota empieza de vuelta a rodar en el verde césped.


Desde chiquito yo te vengo a ver...

Por un año y monedas, me perdí el mundial de Argentina 1978. Abrí los ojos al mundo en el barrio de La Boca, en la ciudad de Buenos Aires, un año más tarde. Por ello, tampoco pude apreciar el mundial de España 1982. Para mí, forman parte de la prehistoria del fútbol, tanto como el tlachtli, ese antepasado del fútbol que jugaban los aztecas. Para el pueblo azteca era un ritual de gran importancia y lo practicaban exclusivamente los guerreros: el tlachtli se jugaba con dos equipos de siete jugadores que se enfrentaban haciendo pases con la pelota, tocándola solamente con la cadera o el antebrazo. Meter un gol era algo excepcional, ya que la pelota tenía que pasar a través de un aro muy pequeño y el peso de la pelota era de 3 kg. Otro dato, no menor: el capitán del equipo derrotado era sacrificado.

Pero sí pude disfrutar (en todo el alcance y el esplendor de esa palabra) del mundial de México de 1986. Partido a partido fui haciéndome hincha de la selección nacional, entendiendo además que era una pasión distinta de la pasión por el club de mi barrio: la selección era otra cosa. Había además un héroe ahí, alguien de quien me enamoré para toda la vida, alguien imborrable: Diego Armando Maradona. Diego y esa selección dejaron la vara muy alta, altísima, casi inalcanzable. Nunca, creo que no hace falta que lo jure, lloré tanto de felicidad como en ese mundial.


Así, podríamos decir, entré al universo de ese amor, el de la pasión albiceleste, por la puerta grande. Luego, las cosas no serían tan dulces. Pero, en junio de 1986, yo era, todos éramos inmortales, felices y campeones del mundo.

Pasan los años, pasan los jugadores...

El deporte moderno fue creado en Inglaterra tras la formación de la Football Association, cuyas reglas de 1863 son la base del deporte actualmente. Pero como suele suceder en muchos ámbitos de la vida, el juego ya existía en muchas otras culturas previas y vino gente anglófila (ingleses, en este caso) e impuso las reglas. En otras zonas del mundo también se practicaban juegos en los que una pelota era impulsada con los pies. Por ejemplo, el español José Manuel Peramás (un misionero jesuita español que pasó a América en febrero de 1755) escribió en su libro De vita et moribus tredecim virorum paraguaycorum que en la actual provincia de Misiones “solían también jugar con un balón, que, aún siendo de goma llena, era tan ligero y rápido que, cada vez que lo golpeaban, seguía rebotando algún tiempo, sin pararse, impulsado por su propio peso. No lanzaban la pelota con la mano, como nosotros, sino con la parte superior del pie desnudo, pasándola y recibiéndola con gran agilidad y precisión”.

El fútbol se radicó en Argentina desde mediados del siglo XIX, de la mano de inmigrantes ingleses que llegaban a establecerse en el país. Dicen los que saben que el estilo de fútbol argentino tiene que ver con esos primeros partidos amateurs con aquéllos ingleses: estos muchachos eran más robustos, estaban mejor alimentados que nuestros compatriotas, los que debían echar mano de otros recursos para jugar: de esa indigencia, nacieron el amague, la gambeta, el quiebre de cintura, la finta, la pared, el caño, la bicicleta de Saturno, la boba de D'Alessandro y una infinidad de recursos brillantes y vistosos. Todo eso que se suele denominar “la nuestra”.

El periodista deportivo Horacio Pagani, en su libro El verdadero fútbol que le gusta a la gente, piensa en voz alta y nos dice: “Es una vieja disputa esto de arrogarse la comprensión del gusto argentino futbolero en cuanto a la manera de jugar de los equipos o selecciones. Una leyenda lejana, no del todo real, identifica diferencias según el cuadro del que sea seguidor el referente. Se habla de los orígenes, de las etnias, de las inmigraciones, de las ubicaciones sociales, de la geografía y mil detalles más”. Así, el estilo argentino, “la nuestra” sería una combinación variopinta y extraordinaria del “paladar negro”, del buen gusto futbolístico de equipos como Independiente y Ríver Plate, y del corazón y la garra de clubes como Boca Juniors y Racing Club. Pagani concluye: “La consigna es sacarse la camiseta del club preferido. Y desde allí sabremos cómo es el verdadero fútbol que le gusta a la gente. Ese que levanta ovaciones aun cuando la pelota no entró en el arco. Ese que invita a aplaudir jugadas, a premiar caños y gambetas. Ese que están maniatando detrás de pérfidos intereses”. La selección nacional, a veces, todavía, logra eso.

Desde el mundial de Italia en 1990 hasta el de Sudáfrica en 2010 (que significó el camino circular de Diego Armando Maradona de jugador a entrenador de la selección Argentina) gozamos y sufrimos los vaivenes de “la nuestra”. En esos años, una vida, a veces “la nuestra” fue la gambeta de Diego apilando brasileros para el golazo del Cani, pero también fueron los penales atajados por el Goyco; fue el gol agónico de Maxi Rodríguez a México pero también el corte en el pómulo derecho a Julio Cruz en aquel tristísimo partido con Bolivia; la función futbolística del 6 a 0 a Serbia y Montenegro (con Riquelme, Tévez y Messi en la cancha) y el pálido 1 a 1 contra Suecia en Japón. Una postal reunida en un mismo jugador, Ariel el burrito Ortega con las medias bajas, sin canilleras, gambeteando y desparramando holandeses en los cuartos de final de Francia 1998 y después el cabezazo que le propina al arquero neerlandés Edwin van der Sar, que le valió la expulsión.

Somos todos eso, todo eso es la nuestra: hacha y tiza, astucia y trampa, suerte y verdad, la gloria y Devoto, el gol con la mano y el mejor gol de todos los tiempos en el mismo partido.

Decime qué se siente...

Y llegó el mundial de Brasil 2014. No comulgué, en absoluto, a nivel personal, con el estilo de juego promulgado por Alejandro Pachorra Sabella, con sus planteos ultradefensivos.

Fue el primer mundial que viví con mis hijos (Iván y Nicolás, mellis, nacidos apenas antes de Sudáfrica 2010). Retrocedo en el tiempo y rememoro aquellos días: todavía no comprenden del todo el juego, aunque ya son, furiosa y genéticamente xeneizes. La selección es algo nuevo. Les ganamos, otra vez por penales a la Holanda dirigida por Louis Van Gaal.

En todo el país se salió a festejar, volvíamos a jugar una final desde 1990. En Villa La Angostura, ciudad a la que me había mudado, también: nunca había visto tanta gente en las calles de Villa, juntas, bajo una misma bandera. Se festejaba un triunfo flojo, habíamos sido salvados por las estiradas de Mascherano y el Chiquito Romero. Me pregunté qué tenía que ver yo con esta masa enloquecida, con estos señores eufóricos, con ese hombre que estaba saltando al lado mío revoleando una camiseta. Me toqueteaban, me empujaban, me aplastaban. Sentí entonces un tironeo, de ambas manos: eran mis hijos que también saltaban y gritaban . No entienden nada de tácticas futbolísticas ni de planteos, nada saben del 4-3-3 o del 4-4-2 ni de vergonzosas dobles líneas de cuatro con un solitario delantero esperando el cabezazo o el pelotazo salvador, pensé. No sienten que sea una traición a una escuela festejar un partido de fútbol ganado jugando así, me dije.

Pero esas sonrisas eran de otro planeta, esas caras de felicidad absoluta, de dos almitas que sólo percibían eso, la felicidad en abstracto, que les llegaba de ese enorme ser humano hecho de miles de seres humanos y los tocaba y los envolvía. Entendía que ponerme a pensar ahí, en esa situación tan insólita, tan poco común, era un error, un anacronismo. Junté fuerzas y los alcé a los dos. Yo también salté, grité y canté. Salté, grité y canté con ellos. Me contagiaron, me contagié. En esos momentos Todos somos uno.

En los terrenos de la pasión, las reflexiones juegan de visitante.

Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar...

El primer partido de fútbol oficial de la historia se jugó el 19 de diciembre de 1863. Un encuentro que enfrentó al Barnes Football Club contra el Richmond Football Club, y que terminó con un resultado final de empate 0-0. El partido se disputó en Limes Field, barrio de Mortlake, situado a las afueras de Londres, Inglaterra. Mucha agua pasaría bajo el puente, son tres siglos distintos, es mucha la distancia cultural. El oriental Eduardo Galeano ha escrito: “La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.

Y volvemos, así, a esa tradición, de aquellos primeros picados entre los llamados ingleses locos y nuestros compatriotas de principios del siglo pasado, que debían apelar a la astucia, habilidad, la picardía criolla, para enfrentar la supremacía física de sus oponentes. Más cambian las cosas, más siguen igual, dice un dicho dichoso.

En su ensayo El idioma de los argentinos, Jorge Luis Borges apuntó: “Ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. Y arriesga esta conclusión: “Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que es la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores”. A los fines de este artículo, podemos reemplazar convenientemente, “escritores” por “jugadores de fútbol”. Otra vez, “la nuestra” es la creación artística, el instinto, el corazón y la magia.

El partido de la tarde-noche del viernes pasado dejó varias postales, algunas nuevas, otras viejas, otras novedosas reediciones de escenas de antaño. Una: el Dibu Martínez vistiéndose de Goycochea, de Lechuga Roa o de Chiquito Romero. Otra: Lionel Messi replicando el festejo del Topo Giggio que Juan Román Riquelme le “dedicara” a M. M., por entonces presidente de Boca Juniors, esta vez postulado por el astro argentino al técnico neerlandés por sus desacertados comentarios de la semana. Un gesto que reivindica una forma de jugar y un estilo, dentro y fuera de la cancha.

El siempre lúcido y genial Alejandro Negro Dolina ha escrito en sus Apuntes del fútbol en Flores: “En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. (...) Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto. Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes”.

Cuánto más tranquila sería nuestra vida sin el fútbol. Cuántas tristezas amarguísimas nos hubiésemos ahorrado. Pero también cuántas alegrías enormes, alegrías desmedidas, alegrías y felicidades del tamaño del universo, que ignoran quienes están desprovistos de esta pasión y de esta fe.

Hoy, que estamos nuevamente entre las cuatro mejores selecciones del mundo, la razón retrocede y la pasión va ganando terreno: afloran las cábalas, evitamos nombrar a los mufas, buscamos coincidencias históricas y moqueamos cada vez que suena el himno. Una vez más, esperamos a que suene el silbato, para ver jugar a nuestra selección y volver a alentar a nuestros jugadores: ellos juegan y nosotros alentamo, oooh, nosotros alentamo, pongan huevo, que ganamo...