El último orejón del tarro

por Alicia Lazzaroni

El 15 de noviembre de 1944 moría en la cárcel del Fin del Mundo el Petiso Orejudo. Mucho se sabe de él y mucho más se ha inventado. Esta crónica es la consecuencia de una obsesión: ¿dónde están los huesos del preso más famoso de Ushuaia?

*Trabajo final en la Diplomatura en Narrativas Creativas de No Ficción de la Fundación de Periodismo Patagónico y la Universidad Nacional de Río Negro.

Noviembre 2025

“Con todo, en este sitio, el frío pareciera ser mayor que en cualquier otro a su alrededor: es un frío definitivo, penoso, que provoca aprehensión, como si hasta las ánimas de estos finados hubiesen muerto con ellos”.

Carlos Elbert, Laberintos y Cerrojos

Estoy en el Cementerio de Viejos Pobladores de Ushuaia, parada frente a la tumba de Cayetano Santos Godino, “El Petiso Orejudo”. Muchos de los rumores que circulan por la ciudad acerca del preso más famoso de la Cárcel de Reincidentes se convirtieron en leyendas urbanas. ¿Estarán aquí dentro sus restos? ¿O es solo una tumba montada para el regocijo morboso de los turistas?

Según uno de sus biógrafos, el historiador Leonel Contreras, Santos Godino fue internado desde los doce a los quince años en la colonia de menores de Marcos Paz por mala conducta. Cometió su primer crimen a los 9, lo que se descubriría más adelante. Sus padres, inmigrantes calabreses, pidieron ayuda a la policía para enderezarlo. Mató a tres niños, algunos menores de dos años. Una cuarta víctima, de cinco, falleció en el hospital días después de que le prendiera fuego a su vestido. También torturó animales, causó incendios en fábricas y aserraderos.

Personaje siniestro, el Oreja se convirtió en un referente del antiguo penal fueguino, donde permaneció desde 1923 hasta su muerte. María Moreno desestimaría el inicio de este párrafo. Ella escribió: “A su modo es hermoso con sus ojos negros, enormes, su expresión de dignidad acorralada y el cabello peinado en bandeaux sobre la frente, a lo Florencio Sánchez”.

El cementerio viejo es una copia de la ciudad, una mala copia. No se ve mucha gente, una mujer que busca información para un trámite, el hombre que todos los días enciende velas en una mínima capilla de chapa, dos jóvenes que caminan entre los corredores. Las primeras lápidas y construcciones fueron realizadas con madera por carpinteros españoles y chilenos. Los italianos que llegaron en 1949 trajeron el cemento y la fisonomía del espacio cambió. Los sectores norte y oeste se reservaban para presidiarios y personal de la cárcel. Las sepulturas, simples montículos de tierra, estaban señaladas con cruces negras en las que se escribía con blanco el nombre del muerto y las siglas QEPD. Una foto de 1966 del Archivo General de la Nación muestra la sepultura original de Cayetano, como un barco de juguete flotando en un mar de flores de achillea.

La nueva tumba tiene como tapa un rectángulo grande de cemento pintado de blanco, donde todavía hay hielo y nieve. Está en el pasillo 4, del lado que el sol no alumbra. Atrás hay panteones, y más allá se distinguen los edificios de la avenida San Martín y algún pico nevado de la cadena Martial. Una cruz negra se recuesta sobre la superficie. En la lápida y con letras amarillas pueden leerse las fechas de nacimiento y muerte de Cayetano: 31 de octubre de 1896, 15 de noviembre de 1944, y la palabra Pax. También se agregó un dibujo a lápiz de su rostro, donde esboza una sonrisa y muestra ojos de bueno. Será que la muerte redime.

En otra ocasión, acompañé a una chica que buscaba la tumba. No parecía turista, sino una estudiante curiosa. Le confesé mi duda acerca de los restos de Cayetano. Me miró sin inmutarse. Un detalle me llamó la atención, sobre la cubierta había un puñado de clavos oxidados. No los había visto en mis primeras visitas. Ella, impresionada, pensó que los dejaron a propósito para recordar los que usaba el Oreja para matar a los niños. A quién se le ocurre, le dije, estarán refaccionando algo y los olvidaron. No me prestó atención. Es posible que haya divulgado la situación entre sus amigos para engrosar la leyenda. El modus operandi de Cayetano era ahorcar a sus víctimas con una soga delgada, no atravesar los cráneos con clavos, como dicen. Esto lo practicó solo en el último asesinato, cuando fue descubierto y confesó sus anteriores crímenes y las ocho tentativas de homicidio. Pero a la leyenda le sientan mejor los clavos.

No solo la conducta de Cayetano fue estudiada por médicos, psiquiatras y jueces, sino también su cuerpo. Las teorías del doctor César Lombroso se basaban en la relación entre la conformación física y el proceder de las personas. Cayetano medía 1,51 metros, las enormes orejas en pantalla sobresalían de su cabeza. Estaba predestinado al crimen, creían. Lo declararon inimputable y fue encerrado en el Hospicio de las Mercedes. A los 16 años, ya como responsable de sus actos, fue condenado a reclusión por tiempo indeterminado. Estuvo en la Penitenciaría Nacional y luego en Ushuaia. De la pena de muerte se salvó por ser menor, pero fue un muerto en vida, el preso número 90, destinado por la fragilidad de su salud a trabajos menores como el corte de astillas, el barrido de la rotonda del penal y la atención de la caballeriza. Para sus compañeros solo era un soplón y un cobarde.

Vuelvo una y otra vez al cementerio. Sigo buscando algún indicio que me ayude a resolver la incógnita de la tumba. El cielo se nubla y se unifica con las bóvedas. Y todo es gris, un gris que aplasta. Cada tanto aparece un ángel barato de cemento, con la pintura salida, un ramo de flores artificiales o algo que se escapó de su lugar y rueda impulsado por las rachas del sudoeste, una porción de cruz de material liviano, un tallo de alambre forrado. Los arbustos están secos, y el musgo, que parece oxidado, cubre las piedras. El sector derecho está más ordenado, en el izquierdo se ven mausoleos vacíos intrusados por gramíneas. No hay epitafios, las placas solo llevan recordatorios de familia y mensajes sentimentales. Los pobladores más encumbrados levantaron monumentos sin estilo, mezcla de mármol, madera y azulejos, decorados con plantas de tela. La parafernalia de la muerte siempre fue kitsch. La improvisación y el clima austral formaron pasadizos imposibles de transitar. De vez en cuando las gaviotas se posan en el techo del supermercado lindante. Lo único que se escucha es el ruido de los automóviles que transitan a gran velocidad por la costanera, hasta que uno agudiza los sentidos y se abstrae en la contemplación de lo que queda al final de la vida.

Otros dos muertos famosos yacen cerca del Petiso Orejudo. Próximos a la cruz mayor están los restos del gobernador Ernesto Campos, el más querido por la población. El otro es el alemán Ernesto Krund, un personaje legendario, que fue policía y transportaba en esquíes el correo cruzando la cordillera. Pero Cayetano, a quien nadie fue a ver a la cárcel, salvo un periodista, hoy es el más visitado.

Marcela no quiere dar su apellido, trabaja hace 16 años en el cementerio. Tiene el pelo corto y fuma. El trabajo entre muertos justifica el vicio, pienso. Atiende la administración de 8 a 13. Su oficina, pintada de verde y rosa, es una especie de triángulo a la entrada, junto al salón para responsos. Un armario, un escritorio y dos sillas componen el mobiliario. En una de las paredes, un cuadro con la foto del intendente. La mujer se levanta y, acostumbrada a los visitantes, oficia de guía y me lleva a recorrer los pasillos que conozco de memoria. Cuando le pregunto por los libros de Inhumaciones y Exhumaciones, dice que de lo antiguo se conserva poco en el cementerio nuevo “Parque del Mar”, que mucha documentación se quemó en un incendio. Ignora cuándo se construyó la tumba actual de Cayetano. Cuenta que cuando levantaron el barrio contiguo, cerca de 1950, se modificó la traza del cementerio, las sepulturas de los presos fueron desarmadas y se exhumaron los restos, que se colocaron en bolsas negras y fueron a parar a un osario o fosa común. Me pregunto si aún queda algo material de la persona que busco. ¿Cuánto tiempo tarda uno en ser solo hueso y cuánto en convertirse en polvo?

El Museo Marítimo y del Presidio funciona en el edificio de piedra maciza de la antigua cárcel, obra de los presos, al este del casco urbano, con rotonda central y pabellones. El panóptico de Foucault, un dispositivo arquitectónico inventado para la vigilancia y por ende para el castigo. Gustavo Rivarola no solo trabaja en el lugar, sino que vivió en uno de sus altillos. Habla de sensaciones extrañas, sombras y voces que se perciben allí y también de la Experiencia Paranormal, un recorrido para visitantes, en el que se realizan sesiones de médiums con espíritus de presos. Presume que no quedan restos de ellos en el cementerio y recuerda que recuperaron la cruz de madera de la primera sepultura de Cayetano.

No todas las leyendas son relatos falsos, algunas tienen asidero en la realidad, aunque no creo en las que circulan por aquí. Sin embargo, estoy atrapada en una. Ya van cuatro noches que, cuando me voy a acostar, aparece en mi habitación una polilla enorme de alas negras, una por día. Me llaman la atención porque nunca las vi en la casa. Si bien durante el día dejo un poco abierta la ventana próxima al álamo negro, al atardecer, la cierro. Apenas entro a la noche y enciendo la luz, comienzan los vuelos frenéticos. Me siento amenazada, como si buscaran atacarme. Y aunque sé que son inofensivas, hay algo en la sorpresa y la brusquedad de sus vuelos que me intranquiliza. Busco lo primero que encuentro, libros, y las persigo y las mato, los cuatro días a las cuatro. Según leo en Internet, representan la visita de seres del más allá. Tal vez no deba hacer más conjeturas sobre un muerto que ni conocí.

Y como una atea que en momentos de peligro le pide ayuda a Dios, le prometo en silencio a Cayetano que no voy a hablar mal de él, que seré benévola como María Moreno que se apiadó por su triste vida o los periodistas y médicos que participaron del Coloquio sobre delito, memoria urbana y escritura en la Argentina, en 2012, al cumplirse cien años de los crímenes. Para ellos, la fama de Godino fue impulsada por la prensa sensacionalista y el accionar de la policía. Después de todo, explica Javier Sinay, ni siquiera fue un asesino serial sino múltiple. Lo compara con Robledo Puch, que hizo desaparecer a 11 personas y no tuvo tanta fama. En la actualidad lo diagnosticarían con trastorno antisocial de la personalidad, admite el psiquiatra Daniel Silva. Culpan del mito al periodista de Soiza Reilly, que en 1933 entrevistó a reclusos célebres para Caras y Caretas. Cayetano no era más el Orejudo, médicos de Buenos Aires le habían practicado una cirugía estética para aplanar sus orejas. El cronista señala que él elegía, como los ogros, a las víctimas más tiernas y las convencía con golosinas. Cuando lo detuvieron, detuvieron a un niño, que no era loco, procedía como cuerdo. Cayetano le confesó que padecía “una enfermedad mental en la cabeza”.

En el Museo del Presidio hay una celda dedicada a él. Al fondo del espacio vacío, con pisos de tablas originales, debajo de la ventana con barrotes, Cayetano es un muñeco de resina, de tamaño natural. Está vestido como en la foto que publicó Caras y Caretas en 1912, cuando la noticia de sus crímenes aterrorizaba a Buenos Aires, con un chaleco oscuro con botones, una remera marinera y un pañuelo blanco al cuello. Muerde un trozo de soga que sostienen sus manos. En las paredes unos textos sobre su muerte o algunos de sus ilícitos y cuatro fotos de diferentes períodos de su vida. En la que es mayor, parece muy viejo, teniendo en cuenta que falleció a los 48 años. También se exhibe su firma, con una letra caligráfica con mayúsculas barrocas en la que le falta la “s” a Santos y hay un punto sobre la “y” que dibujó como una jota. Cayetano fue escolarizado en alguno de sus encierros, ya que lo echaron de muchas escuelas.

A los lugareños no les gusta que vinculen la ciudad con el Petiso Orejudo, hay cosas de las que están más orgullosos, el paisaje, por ejemplo. Saliendo del cementerio y cruzando la avenida Maipú, está el canal Beagle. Cuando consulté sobre la tumba en un sitio web de antiguos pobladores, a los dos días el administrador borró la publicación. Un vecino mostró su enojo al opinar que es una vergüenza que se gaste dinero en una tumba para un loco. Tampoco debe hacerles gracia el mural del edificio del Correo, en la esquina de Godoy y San Martín, obra del artista Alejandro Abt: sobre un fondo azul de nubes y pájaros, está el rostro de Cayetano joven. Tiene arrugas en la frente, mirada extraña, la boca torcida. A su lado, las figuras de cuatro presos con sus trajes de franjas azules y amarillas, a los que se les van desdibujando las facciones, el cuarto directamente no las tiene, su birrete está suspendido en el aire.

Mabel Rodríguez trabajó 26 años en la municipalidad local, a cargo de la Dirección de Ceremonial y Protocolo. Asegura que la tumba fue construida durante alguna de las tres intendencias del ingeniero Jorge Garramuño, entre los años 1995 a 2007. Recuerda que en ese período concurrió al cementerio con otros funcionarios y vio las bolsas negras en un osario, identificado con las siglas N.N., y que separada había una de papel reforzada, de las que se usan para cemento, con los restos y el nombre de Santos Godino. Cuando ambas buscamos el osario que menciona, vemos que ya no existe.

Jonatan Ojeda es joven, trabaja en el cementerio desde hace diez años. Nos muestra el actual osario, donde unos féretros de madera lustrosa esperan para ser ubicados. Cuenta que había bolsas negras debajo del piso, pero que las sacaron. Jonatan recuerda que la tumba de Cayetano ya estaba cuando ingresó a trabajar allí. Hugo Betancur, otro empleado del cementerio dice que están todos los presos juntos en una fosa común, pero no puede asegurarlo.

En un trabajo inédito de 2005 de Oscar Zanola, que fue director del Museo del Fin del Mundo, y Alejandro Patiño Alonso, se confirma que hasta 1950 un sector del cementerio era ocupado por presos y personal de la cárcel y que después exhumaron los restos, aunque la foto del AGN de 1966 desmiente esto, al menos en lo relativo al Petiso Orejudo. Dicen que sus restos fueron al osario común con los de 44 presos y agregan una lista con sus nombres.

La partida de defunción registra que Cayetano falleció a las 14,20 del 15 de noviembre de 1944, por una hemorragia interna debida a un proceso ulceroso gastroduodenal. Circula otra versión respecto a que murió cuando les quebró los espinazos a dos gatos mascotas de los presos y ellos lo golpearon. Pero esto ocurrió diez años antes de la muerte. La gente y los medios siguen repitiendo la leyenda, aun después de que se publicara aquel documento. Las historias, una vez instaladas, son difíciles de remover. Y la de su muerte por un castigo propinado por sus propios compañeros le sienta mejor al personaje. Al final, Cayetano murió como cualquier hijo de vecino.

El Cementerio Parque del Mar está al oeste de la ciudad, junto a la costa del Beagle. Todo está a ras del suelo, hasta las flores de plástico parecen crecer desde la tierra. Hoy llego a la Mesa de Entradas con un permiso de la municipalidad para revisar los archivos del cementerio viejo. Me entregan un libro enorme, con todas las inhumaciones y exhumaciones. Estas últimas se consignan sólo cuando los restos fueron trasladados a otros puntos del país. De Santos Godino no hay ningún dato. Desde 1927, cuando comienzan las anotaciones, hasta 1947, época de cierre del penal, consta el fallecimiento de 50 presos. Tampoco hay referencias sobre nuevas tumbas. La mujer que me atiende ignora dónde puede estar la información que busco. El año en que falleció Cayetano también murieron otros 9 presos, algunos por tuberculosis pulmonar, afección muy común en la cárcel, debido a las condiciones insalubres.

Durante el transcurso de mi investigación le pregunto a mucha gente, esa gente ubica a otra, residente en diversos sitios, que podría tener alguna relación con el tema, antiguos empleados municipales o del propio cementerio. ¿Está en esa tumba Cayetano? ¿Está solo? ¿Tiene compañía en la eternidad? La información que recibo es contradictoria, tan frágil es la memoria. En un plano del cementerio de 1990, en el sitio de la tumba hay un rectángulo grande que dice presos. ¿Será ese el osario que muchos mencionan como ubicado en otro lugar? ¿O se trata de la tumba actual? Alguien dice que el ex intendente Garramuño no hubiese autorizado la construcción de una tumba vacía. Alguien aclara que dieron orden de poner a Cayetano en la tumba, los restos de los otros presos estaban mezclados, mojados, en bolsas sin identificar y los tiraron a la basura.

María Moreno también le dio forma a un hipotético epitafio para la tumba de El Petiso Orejudo: “Así como hubo uno que fue pintor y llegó a ser Picasso, el que aquí reposa fue criminal y llegó a ser Godino”.

Vuelvo al cementerio viejo en plena primavera austral, un día soleado de esos que no abundan. El suelo está tapizado con las flores amarillas de Achicoria. Son rebeldes, se inmiscuyen entre las tumbas, sobre las lápidas, trepan a las veredas, rellenan las fisuras del cemento, anuncian los días buenos. En los recipientes de basura hay hojas de palma podridas. La eternidad no entiende de ofrendas tan efímeras. Espero al jefe del cementerio, Juan Segundo Nahuelquin, que se reintegra a su trabajo después de unas vacaciones que me parecieron muy largas. Es mi última esperanza. Él tiene que saber. Es un hombre grande, muy amable y sonriente que se desempeña en el lugar desde hace diez años. Pero no sabe. Me confunde aún más cuando dice que la tumba es anterior a mi registro, de otra intendencia. Necesito encontrar documentos, aunque sé que tampoco constituyen una verdad absoluta, están viciados por ciertos intereses, en especial los relacionados con la cárcel.

Por estos días salimos de viaje por la Patagonia, mi crónica inconclusa y yo. Una noche entro medio dormida a un baño de Fitz Roy, en Santa Cruz, y veo unas manchas oscuras en la pared y el piso. Son cuatro polillas muertas, asombrada las cuento, sí, son cuatro, alguna aplastada por un pisotón o un manotazo, más grises y opacas que los insectos que me visitaron en Ushuaia cuando comenzó mi obsesión por la tumba misteriosa. Busco alguna más, para desechar la sensación de que el hallazgo tiene que ver con la crónica. Pero no, son cuatro. Julio Cortázar no creía en las casualidades, decía que por un momento algo del mundo de lo fantástico se inmiscuía en la realidad y después todo volvía a la normalidad. Las polillas muertas son más elocuentes que las vivas, me hablan en silencio. No puedo dormir pensando en ellas. A la mañana decido abandonar la búsqueda, creo que este es el mensaje, dejar de escarbar en una muerte que quizás ni siquiera sea la de Cayetano, sino otra, incomprensible, cercana o tal vez el temor a la mía. Por otra parte, la vida de El Petiso Orejudo fue una leyenda, por qué no lo iba a ser también su muerte. Después de todo, los muertos son siempre leyenda en el mundo de los vivos.

*Título tomado del nombre de un capítulo de “El Petiso Orejudo”, de María Moreno.