El pianista que jamás llegó al concierto
Napoléon Argentino Araneda fue secuestrado meses antes del golpe del ‘76. El nombre, inolvidable, aparece en el listado de víctimas del accionar represivo ilegal del Estado argentino. Pero hasta ahora nadie conocía su historia. Nadie en Bariloche lo contaba entre sus desaparecidos. Y aún nadie busca identificar su cuerpo.
Las teclas blancas y negras del piano del Teatro Independencia de Mendoza no crearon melodías esa velada. La banqueta quedó vacía. Y esa ausencia de música fue, para la familia de Napoleón Argentino Araneda, la triste confirmación de que había desaparecido.
No era la primera vez que pasaban días sin tener novedades. Cada vez que tenía una presentación importante se exiliaba en el garaje de la pensión de calle Perú 974 para ensayar donde tenía su piano y su apabullante colección de discos de música clásica. Pero nunca tantos días. Faltar a un recital, imposible.
Había pasado una semana desde la última vez que las hermanas, cuñados y sobrinas lo vieron. Estaba en la pensión, sentado en el escalón de la puerta de ingreso, tal vez porque los dos ventanales tenían rejas, de las que evitan que cualquier transeúnte pueda reposar en el vano.
Una de esas ventanas a la calle, era de su habitación. En otros tres cuartos vivían sus dos hermanas adoptivas con sus familias. Compartían la cocina, la galería techada y los tres baños con el resto de los inquilinos de la pensión de estilo colonial, de ocho habitaciones, de la capital mendocina.
Habían llegado ahí por distintos motivos. Algunos, por la venta inoportuna de la casa familiar poco antes del “Rodrigazo” y la consecuente pérdida de poder adquisitivo. Otros, por un regreso apresurado al nido, escapando del clima de tensión política de Rosario.
Ahora, Vilma, la mayor de las tres sobrinas de Napoleón, recuerda con claridad ese 12 de diciembre de 1975. Pese a que tenía 12 años y el tío 27, mantenía con él una relación cercana, compartían días enteros de conversación en la pileta Iguazú, lo visitaba a diario en su trabajo cuando salía de la escuela y sabía apreciar sus dotes musicales y la riquísima discografía.
Era la tarde de un viernes caluroso y junto a sus padres y hermanas decidieron dar un paseo. Napoleón, moreno, muy delgado y de pelo siempre corto, vestía bermudas de jean, ojotas y remera blanca de algodón; y debió levantarse para darles paso en la puerta. Solía vestir así cotidianamente, reservando la elegancia y formalidad para sus presentaciones musicales.
Se despidieron sin más efusividad que la de un “hasta luego” y la familia subió al Chrysler Valiant III, rojo hacía una década al salir de fábrica, pero entonces de un vistoso azul caribe. Si bien el vehículo tenía adelante una butaca larga en la que cabían tres pasajeros, las niñas se acomodaron en el asiento de atrás.
El viaje fue muy breve. A las pocas cuadras, no más de diez, Jorge Verdaguer -padre de Vilma- se percató de que había olvidado su documentación y la del vehículo. En ese contexto político los retenes y controles eran frecuentes, por lo que decidieron regresar inmediatamente a la pensión. Napoleón ya no estaba.
Pensaron que estaría en el garaje ensayando para el concierto que debía brindar en el Teatro Independencia. “Pero pasaban los días y no volvía. Llegó la fecha del concierto y no apareció. Ahí confirmamos que pasaba algo grave”, recuerda Vilma.
Pronto pudieron corroborar que esa semana Napoleón tampoco había ido a trabajar a la biblioteca del Banco Mendoza, entidad en la que se desempeñaba desde mayo de 1973. Decidieron acercarse a la Policía Federal, ubicada a pocos metros de la pensión. Un oficial les dijo que no pregunten, que iban a meter en problemas a sus familias, dice Vilma.
El 24 de diciembre, Justina respondió formalmente las intimaciones recibidas por el ausentismo de su hermano adoptivo en el Banco. “Cumplo en informarle que desde el día 12 del actual, ha desaparecido de mi domicilio. Desde esas fechas hemos agotado todas las gestiones de todo tipo con entidades oficiales, con amigos, etc, a fin de localizarlo; desgraciadamente sin ningún éxito hasta el momento”.
Resolvieron, entonces, dar aviso a la familia biológica, convencidos de que el padre, Floriano Araneda, miembro de una fuerza de seguridad y que lo entregó a los 6 años, podría colaborar en su búsqueda. El hombre se negó. “Algo habrá hecho”, sentenció.
La esperanza se reabrió semanas más tarde, cuando recibieron una carta que aseguraba que Napoleón estaba en Chile y que autorizaba al portador a vender su piano para enviarle dinero. No era su letra, la dirección que acusaba como residencia tras la cordillera no existía y el dinero de la venta del piano nunca se recuperó.
Pero la carta cumplió su objetivo: por un tiempo la familia dejó de preguntar.
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“Napoleón Argentino”. Si lo hubiera escuchado, al menos una vez, en un acto por la memoria, o visto sobre alguno de los pañuelos blancos pintados en las lajas de la plaza del Centro Cívico, lo recordaría. “Nacido en San Carlos de Bariloche”, consigna el “Listado de víctimas del accionar represivo ilegal del Estado argentino” de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
Desconfío del dato, pero más de mi memoria. Chequeo con algún referente local de derechos humanos, con colegas. Nadie conoce su historia en una ciudad que tiene la ruta Juan Marcos Herman en homenaje al que por décadas se consideró el único desaparecido de Bariloche.
¿Por qué, a diferencia de los demás casos de desaparecidos, su fotografía es tan borrosa que es imposible distinguir sus rasgos?. ¿Cómo llegó a Mendoza?. ¿Por qué lo chuparon tres meses antes del golpe?. ¿Era militante, revolucionario, periodista?.
Su vida, su ADN, es una partitura en blanco que se me vuelve obsesión.
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“¿Viste? Habla y se mueve como el Araneda”. Julio Rodolfo Cailly tenía 7 años y aún no sabía quién era Napoleón. Compartían el barrio ferroviario de Mendoza capital y la escuela, pero no eran compañeros de curso.
No entendió la burla, hasta que lo conoció. “Desde muy chico fue muy, diría, excesivamente amanerado. Y en el colegio le hacían lo que ahora se conoce como bullying”. A Julio mismo lo comparaban con Araneda por sus modos, y las burlas eran aún más crueles cuando los veían juntos, porque habían comenzado a vincularse en recreos y en las calles de la sexta sección. Un peyorativo “maricón”, era el término predilecto.
Recuerda Julio que un día, caminando sin rumbo para matar el tiempo, Napoleón se detuvo, se rodeó la cintura con una tela -una toalla, tal vez un mantel- y mirándolo, indagó: "¿Te gusta mi nueva falda?". Fue demasiado, aún para sus modos delicados. Asegura que sintió “vergüenza ajena”.
Hoy lamenta que la ignorancia y los prejuicios de esos tiempos en su familia, en aquella provincia ultraconservadora, impidieron la amistad. Después de que el niño patagónico fuera un par de veces a jugar a su casa, “mi madre evitó que nos juntáramos con cualquier excusa”.
Sólo hay tres imágenes de Napoleón. Una de ellas es, precisamente, de esa etapa de su infancia, en el frente de la casa de calle Granaderos donde vivía con su familia adoptiva, a fines de la década del ‘50. Posa, junto a su hermana Justina, ambos vestidos idénticos, con el tradicional poncho cuyano y sombrero de pajilla de trigo. Ella, ya mujer, contiene desde atrás por los hombros al niño que, sonriente, pantalón corto, camisa blanca abrochada hasta el último botón, zapatos negros y medias de rombos hasta la mitad de la pantorrilla, sostiene por un lazo a un animal. Una llama.
Julio se mudó a Buenos Aires unos años después y perdió contacto con Napoleón, pero volvió a verlo días antes de su desaparición. Se cruzaron en el centro de Mendoza y fueron por un café. Se pusieron al día. Hablaron del trabajo en la biblioteca, del piano. Ninguna referencia política. Nada sobre su intimidad.
Mucho después conoció en Capital Federal, por amigos en común, a una joven llamada Nora, que recordaba a Napoleón como el gran amor de su vida. El relato dio sentido a una vieja foto perdida en una caja de recuerdos familiares, que conserva alguna sobrina que apenas llegó a conocerlo: el primer plano de una mujer de cabellos al viento, hasta los hombros, con un mechón que invade el rostro pálido, pero que deja al descubierto una mirada triste y penetrante, de ojos enormes y claros. En el margen inferior derecho, en rojo y prolija cursiva, una leyenda: “No hago más que devolverte esta resurrección de mi esperanza. Nora”.
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Con el regreso de la democracia, el 31 de julio de 1984 la hermana de Napoleón, Justina del Carmen Ladino, se presentó ante la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas para denunciar su secuestro. “No es hijo de la familia pero quedó a cargo de la misma a partir de los 6 años”, consigna el documento.
Ante la CONADEP relató cuándo lo vieron por última vez, qué tarea desempeñaba en el Banco Mendoza, su concierto de piano en el Teatro Independencia, el aviso “a su familia verdadera”por su prolongada ausencia , y hasta el episodio con la carta apócrifa desde Chile que mantuvo esperanzada a la familia por un tiempo. “El único trámite que realizó la diciente fue ante las Madres de Plaza de Mayo de la ciudad de Mendoza”, culmina la denuncia que integra el expediente 6.894, de apenas tres hojas.
No hay fotos. De la familia que lo crió en Mendoza, sólo viven las tres sobrinas, menores al momento de su desaparición. Vilma lo busca y seguirá buscando en las marchas, con la única foto que tiene y que es, en realidad, el recorte de una foto grupal. El rostro, pixelado, es prácticamente irreconocible.
La familia biológica no figura en el expediente. El único vínculo era con el padre, que se rehusó a colaborar con la búsqueda y se perdió cualquier contacto. A casi medio siglo de su desaparición, no hay muestras de ADN que permitan al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) comprobar si alguno de los restos hallados en fosas comunes de Mendoza le pertenece. No hay registros de su paso por un centro clandestino de detención y su caso no se incluyó en los juicios por la verdad.
Campana sin badajo. Napoleón desapareció dos veces.
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Cómo llegó Napoleón a los brazos de Lorenza Manques, es una incógnita. Lorenza es la mujer que lo crió. Nada une, en principio, los más de 1.200 kilómetros que separan la capital mendocina con el por entonces pequeño poblado de San Carlos de Bariloche.
Lo entregó su padre en 1954 con sólo 6 años, y se desentendió. Menudo y morocho, lo apodó “mono”, pero su nueva familia pronto lo mutó a “moni”. No fue una adopción formal, no hay papeles. Lorenza tenía dos hijas de su primer matrimonio y estaba casada en segundas nupcias con Nemesio Luján, quien no supo o no quiso asumir el rol de padrastro con Justina y Francisca. Mucho menos con el advenedizo patagónico.
Ninguno de ellos vive. Y sobre los primeros años de Napoleón, sólo su sobrina Vilma tiene recuerdos vagos de conversaciones que escuchaba en la casa. “Se decía que era de Bariloche, hijo de un gendarme llamado Argentino Araneda y de una asiática, bailarina de cabaret ”. Esta última hipótesis se reforzaba por sus ojos pequeños y rasgados, y por los dibujos sobre la cultura japonesa que él realizaba en garabatos, cuadernos y lienzos.
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Napoleón no era un militante político o sindical. “Lo condenó ser artista y homosexual”. En todos estos años Vilma buscó respuestas y esa fue su conclusión. Jamás le conoció una pareja (incluso se sorprendió al anoticiarse recientemente de la relación con Nora), “pero esas cosas en otros ámbitos se conocían”.
Vilma se jubiló poco tiempo atrás como profesora de Filosofía. Publicó, junto a Claudia Fava, el libro “Memorias Presentes”, material para estudiantes secundarios sobre la última dictadura militar. Pese a ser una militante por los Derechos Humanos, se recrimina no haber podido “hacer un poco más” para saber qué ocurrió con su “tío Moni”. Encuentra, por la cercanía, una condicionante que no sabe explicar y que, por ejemplo, le impidió en todo este tiempo acercarse a conversar con Vilma Rupolo, docente del ballet de la Universidad de Mendoza donde Napoleón tocaba el piano.
Rupolo también es una reconocida militante por los derechos humanos y artista. Durante la dictadura, estuvo dos años y medio presa. Primero en un centro clandestino, después blanqueada en una cárcel común de Mendoza y, luego, trasladada a Villa Devoto. La detuvieron el 1 de junio de 1976, dos días después de dar a luz a su primer bebé y sufrió un infarto en prisión cuando se lo quitaron.
Cuando recuperó la libertad, preguntó por Napoleón. “No se sabía nada de él. Algunos decían que se había ido a Chile. Otros, que había sido víctima del comando Pio XII, que perseguía a políticos y homosexuales”. Lo recuerda como una persona muy reservada, “pero sabíamos su orientación sexual y lo amábamos, porque era un gran asesor del ballet y bellísima persona”.
Daniel Ubertone, compañero en el Banco Mendoza, no tiene dudas. “A Napoleón se lo llevaron por gay”. Ambos ingresaron el mismo día a ese trabajo, el 2 de mayo de 1973, y comenzaron a vincularse mientras aguardaban las entrevistas del personal de Recursos Humanos. Daniel, nervioso, con poco más de 20 años, no podía comprender lo tranquilo y extrovertido de su futuro amigo. “Era muy zafado, divino, sin pelos en la lengua”.
Además del tiempo compartido durante la jornada laboral, fue espectador de algunos de sus recitales, y participaba de reuniones de amigos en el garaje, donde habitualmente Napoleón también tocaba el piano para sus invitados. “Hablábamos de todo a calzón quitado. Era absolutamente gay, muy refinado en su forma de ser y con sus amigos”. Lo recuerda como a un pequinés que se para con lomo erizado a ladrar frente a un gran danés. “Era muy afeminado y el tipo de homosexual provocador con la lengua”, describe.
Daniel Ubertone, que también estuvo detenido -más de siete años- durante la dictadura militar argentina, diferencia: “Napoleón es un desaparecido, no por razones políticas sino por causas ideológicas peores, como reprimir también desde la moral y las costumbres la elección sexual, que es un derecho básico”.
“El clima de represión se vivía todos los días. Empezamos a indagar y seguro lo habían chupado”. Al igual que Vilma Rupolo, Daniel sospecha que Napoleón “cayó con el comando Pío XII”.
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La única certeza que se tenía del pasado de Napoleón era que había nacido en Bariloche. Y estuvo a punto de desmoronarse: el Registro Civil negó durante 3 meses que existiera un acta de nacimiento, los archivos de maternidad del Hospital Zonal fueron destruidos por el agua, no consta en los libros de bautismo de la iglesia Inmaculada -la más antigua de la ciudad- y fue entregado a otra familia antes de la edad escolar.
La punta del ovillo apareció en su expediente personal del ex Banco Mendoza, al que accedí el 9 de noviembre de 2022 por gestión de la Bancaria de esa provincia. Entre otra documentación, obra el certificado de nacimiento que confirma que Napoleón es hijo de Floriano (no Argentino) Araneda y María Lidia Gauna. Nació el 8 de junio de 1948, efectivamente, en Bariloche. Los padres tenían 27 y 19 años, respectivamente.
Con el certificado en mano, regreso, una vez más, al Registro Civil de Bariloche para reclamar la documentación que, era evidente, me estaban negando. El funcionario, a la luz eficiente para resolver situaciones cotidianas, argumenta que no cuenta con personal para revisar los archivos, por lo que “cuando me llaman de la fundación de Carlotto, les digo lo mismo”. Luego se levanta de su escritorio, camina pocos pasos hasta un fichero metálico y extrae el libro con el acta.
El documento permite descartar que María Lidia fuera asiática y proporciona el nombre de los abuelos maternos. Teodoro Vitaliano Gauna, el abuelo, es mencionado en el libro “Crónica histórica del lago Nahuel Huapi”, de Juan Biedma, como uno de los primeros 12 taxis de la ciudad, en 1917. El dato lleva a un edicto de un Boletín Oficial, con una nomenclatura catastral que pronto fue dirección.
Partitura sobre el atril. Sin saberlo, hago guardia en el lugar donde Napoleón vivió sus primeros años.
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“Tenemos que crear brigadas callejeras que salgan a recorrer los barrios de las ciudades para que den caza a estos sujetos vestidos como mujeres, hablando como mujeres, pensando como mujeres. Cortarles el pelo o raparlos y dejarlos atados a los árboles con leyendas explicatorias y didácticas”.
La revista El Caudillo -órgano de propaganda financiado por el ministro de Bienestar Social y gestor del grupo parapolicial de ultraderecha Triple A, José López Rega- publicó, el 12 de febrero de 1975, un artículo que fue una proclama de guerra, incentivando a “erradicar” a los gays de la sociedad, bajo el título “Acabar con los homosexuales”.
Además de las brigadas, proponía que se los interne en “campos de reeducación y trabajo” para que estén lejos de la ciudad y compensen a la Nación “la pérdida de un hombre útil”, que se vayan a “países amigos” o, simplemente, “encerrarlos o matarlos”. En el campo cultural, exhortaba a prohibir en cine, televisión o teatro las exhibiciones “que difundan esa perversión al pueblo”.
Ante la amenaza fascista, el Frente de Liberación Homosexual emitió un pronunciamiento donde advirtió el “creciente y concreto copamiento del poder del Estado del Gobierno por parte de bandas criminales” y exigieron que se respete el derecho a la vida. “Una disposición particular de la intimidad personal hoy puede significar la tortura y la muerte. Los ideólogos del fascismo criollo reivindican para sí su ‘viril’ derecho a matar”.
Si las y los homosexuales fueron específicamente un objetivo para el sistema represivo estatal y paraestatal durante el terrorismo de Estado, es una discusión que parece haber comenzado a saldarse por la lucha y reivindicación del colectivo LGTBIQ, y por investigaciones sobre documentos de inteligencia.
Cristián Prieto, periodista, escritor y activista LGTBIQ, para su libro “Fichados, crónicas de amores clandestinos” indagó en los archivos de inteligencia de la bonaerense, y concluye: “Claramente no fuimos el objetivo principal de la última dictadura militar a exterminar, pero fuimos espiadas desde el principio hasta el final de la actividad del servicio de inteligencia”.
Luego, refuta: “Ante el prejuicio institucional que rezaba que las travas, las tortas y los putos no fuimos perseguidos (...) esta marica buceó por los expedientes de la ex DIPPBA. Y para su sorpresa encontró cientos de fojas que hablan del espionaje a las personas para saber de su moralidad”. Los documentos se refieren a “amorales sexuales, pederastas, homosexuales, afeminados, amanerados, transexuales y mujeres hombrunas”.
En Mendoza, el artículo 54 del Código de Faltas sancionado en 1965, en el capítulo “Faltas contra la Moralidad”, autorizaba el arresto de 10 a 30 días y multas a “la mujer y el homosexual que, individualmente o en compañía, se exhibiere, incitare, ofreciere o realizare señas o gestos provocativos a terceros en lugar público, abierto o expuesto al público, con el fin de ejercer la prostitución”.
Durante los meses previos a la desaparición de Napoleón, comenzaron a actuar los grupos paraestatales Comando Anticomunista Mendoza (CAM) y Comando Moralizador Pío XII, en un contexto de escalada represiva, de construcción de la idea del enemigo interno y de lucha contra la denominada subversión.
La doctora en Historia e investigadora Laura Mercedes Rodríguez Agüero, que publicó numerosos trabajos que describen el accionar y composición de estos grupos, asegura que ambos fueron liderados por el Jefe de la Policía de Mendoza, vicecomodoro Julio Cesar Santuccione. El CAM perseguía a militantes políticos, mientras el Pío XII castigaba desde la moralidad cristiana.
El comando que adoptó el nombre de quien fuera Papa durante la segunda guerra mundial, “estaba conformado por muchos policías que actuaban de civil, muchos de ellos vinculados a las patotas del Departamento de Informaciones de la Policía provincial (D2), pero también parecieran vinculados a sectores conservadores, a lo más reaccionario de la iglesia Católica”.
La misión moralizadora pronto tuvo sus víctimas, con “una serie de muertes vinculadas a la prostitución y a la droga, con cuerpos que siempre aparecían en zona de montaña cercana a la ciudad, con signos de tortura y manos quemadas”.
A fines de julio de 1975, a través de un comunicado en el Diario Mendoza, el Comando Moralizador Pío XII se presentó oficialmente ante la sociedad como “un grupo moral y defensor de la salud pública y que sale a la lucha, ya que se observa que la acción de la policía y los jueces está totalmente limitada por una acción débil e inocua, donde no se observa una verdadera acción represiva contra la manifestación de la corrupción que existe en nuestra ciudad". Anticiparon que serían “inmisericordiosos” con la “presencia indecorosa” de las mujeres en situación de prostitución, porque “atormentan y ofenden de raíz las prácticas de buena costumbre y pública moral mínima de toda sociedad decente”.
En el mismo comunicado advirtieron que contaban con un perro doberman adiestrado para desnudar personas “que responde al nombre de Savonarola”. Se trataba de un homenaje al fraile dominico que, en la Florencia de 1490, persiguió la “inmoralidad” y promovió las “hogueras de las vanidades” para la quema de objetos considerados pecaminosos por la iglesia, como libros eróticos, juegos, vestidos escotados o espejos.
Para Rodríguez Agüero -que pudo reconstruir la brutalidad de este grupo paraestatal con mujeres que ejercían la prostitución-, las desapariciones, torturas y asesinatos de homosexuales pueden entenderse como una “respuesta de sectores conservadores hacia los cuerpos feminizados: prostitutas que se salían de su rol tradicional y varones que se apartaban de la obligatoria heterosexualidad”.
Entiende que uno de los móviles que unió a estos sectores fue la defensa de la familia tradicional, utilizando métodos que reproducen la “profunda e histórica misoginia propia de las fuerzas de seguridad y de sectores conservadores de la sociedad, en un contexto tanto de radicalización de la lucha de clases y de transformación de las relaciones intergenéricas”.
Al Comando Moralizador Pío XII, señalado como posible secuestrador de Napoleón, lo integraban miembros de las instituciones más conservadoras de la ciudad capital. Las mismas que años antes lo recomendaron para ingresar al Banco Mendoza.
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Como un péndulo, insisto recorriendo los 20 metros de frente del predio, que resiste a duras penas el avance de la ciudad y sus edificios, en una zona que supo ser periferia y hoy es centro comercial en Bariloche. Cerco de ladrillo común a la vista, de arcilla, desvencijado por varios inviernos crudos, un portón de caño y alambre de dos hojas y un tinglado metálico alto. En sectores, el muro no llega a un metro. Y entre las tablas que completan el cerco, asoma una antigua cabaña alpina de madera, probablemente ciprés.
El paisaje de remanso contrasta con el bullicio del tránsito de la calle Ángel Gallardo, con la prisa y la tensión acumulada a horas del partido por octavos de final del mundial de Qatar 2022. Algo en la cabaña me causa nostalgia, me transporta a la infancia, a la cabaña de mis abuelos, que no resistió el avance de la urbe y hoy es edificio de seis pisos, de vidrio y cemento. Pienso que esa imagen merece ser pintura. Que alguien debería retratarla por si, finalmente, pierde la batalla y cede a la presión inmobiliaria.
Una voz lejana y suave interrumpe mi distracción. “Pase”, invita una mujer mayor que de ninguna forma delata sus 86 años. María Elisa Gauna es tía de Napoleón y una de las dos hermanas de María Lidia, la madre, que continúan con vida. Eran 14 hermanas y hermanos, hijos de Teodoro Vitaliano Gauna y Ema Rosa Iturra.
Elisa es artista. Y, para mi tranquilidad, ya pintó su cabaña, entre muchos otros cuadros. Si bien se inició pintando caras de muñecas a temprana edad, se formó entre 1978 y 1984 en los talleres del pintor belga Toom Maes, al que el periodista y escritor Esteban Buch dedicó su libro "El Pintor de la Suiza Argentina" por ser uno de los agentes nazis cobijados por la ciudad después de la guerra. Al igual que con el ex jerarca Erich Priebke, la condena social no fue inmediata y prevaleció el discurso del “buen vecino”. Pero en 2008 el nombre de Maes volvió a la agenda cuando organizaciones sociales descolgaron sus cuadros de una muestra organizada por el Municipio, casualmente un 24 de marzo.
Elisa participa de la Asociación de Artistas Plásticos de Bariloche y fue reconocida como “Antigua Pobladora” de la ciudad. Tiene una vida social muy activa y el poco tiempo que está en su hogar, justo detrás de la cabaña, lo destina al arte.
No me espera en su casa esa mañana del 3 de diciembre, pero ya está maquillada y con poco tiempo disponible. Su tono es respetuoso, pero mucho más distante que en la conversación telefónica en la que le anticipé el tema. Mi halago a la cocina a leña de hierro fundido, convertida a gas natural, no relaja el clima en esa casita que está hace días sin luz, por un cortocircuito que algún sobrino debía reparar.
Dos demonios enfrían nuestro reciente vínculo y me lo hace saber incluso antes de cerrar la puerta: “¿Para qué vas a revolver todo esto del pasado?. Vos tenés que escribir de cosas lindas, de la vida. Podés escribir de mis pinturas”, elude, y comienza a mostrar cuadros que están dispersos en todos los espacios, colgados, sobre la mesa, en las sillas, arriba de los muebles. Bosques, caballos, bandejas con frutos. Tanto arte, que no cabe en la casa. Así que acude a imágenes guardadas en su celular.
“Napoleón también era un gran artista”, digo. Pero detecta la maniobra burda. “Yo nací en Argentina, no en Cuba. Tal vez si hubiera nacido en Cuba sería de izquierda, pero nací en Argentina y soy de derecha. Yo escucho a todas esas madres llorando a sus hijos y pienso... acaso las personas que sus hijos mataban no eran hijos también”.
La reflexión me sorprende, pero decido escaparme por la tangente para conseguir lo que vine a buscar. “Napoleón no mató a nadie y desapareció antes de la dictadura”, insisto. El dato es cierto, aunque engañoso (está probado que el aparato represor responsable del genocidio inició antes del golpe), pero la ambigüedad de mi respuesta es suficiente para predisponer a Elisa a mostrarme el cuadro que su sobrino le pintó cuando visitó la ciudad en 1970 para reencontrarse con su familia: una geisha japonesa de rostro blanquísimo, de melena negra abultada y ornamentada, caminando por un bosque en penumbras con un farol apagado que pende de una caña, detrás suyo. Viste un kimono amarillo decorado con flores violetas y un ancho obi rosado anudado en la espalda. Su mirada no escruta el camino. Como si hubiera sido interrumpida en su andar, su cara gira sobre su hombro derecho e interpela a quien observa la pintura.
La nobleza de sus ojos ancianos se perturba cuando le consulto por Floriano, el padre de Napoleón. “Quería ser policía, pero no le daba”, resumió. Un hombre violento, pude reconstruir. Cuando se separó de María Lidia, “él se quedó con el varón y le prohibió verlo”.
No se quedó con Napoleón. Lo entregó en Mendoza, se habría mudado a Buenos Aires e interrumpido el vínculo. Sin embargo, Daniel Ubertone recuerda que poco después de la desaparición, un sujeto se presentó en el Banco afirmando ser el padre. Dijo ser retirado de una fuerza y conocer las atrocidades que estaban cometiendo sus ex compañeros. “Le creo porque lloró delante mío”, concede.
El expediente laboral no sólo confirma esa presencia, sino también que Floriano reclamó para sí cualquier haber por cobrar que hubiera quedado pendiente al “muchacho”. En la primera nota, del 23 de agosto de 1976, argumentó que “como ya han pasado 8 meses desde su desaparición, no es cuestión que si tiene algo a percibir pase a ejercicio vencido”. Dos meses después se reunió con el Jefe de Personal para reiterar el pedido y, ante la ausencia de respuestas, volvió a escribir en enero de 1977.
En esa última misiva, justificó que su hijo “no ha dado señales de vida después de intensa búsqueda de 10 meses” y alegó urgencia en percibir cualquier remanente, porque analizaba una propuesta laboral como custodia de los camiones de transporte de caudales, en la firma Juncadella S.A, que implicaría su permanencia en Brasil por tres años. “Ninguno de mis camaradas Suboficiales Retirados de las Fuerzas Armadas y de Seguridad quiere ir”. No hay registros de su paso por Gendarmería, Prefectura Naval o Policía Federal. Sí de su fallecimiento, en 2009, en San Justo, provincia de Buenos Aires.
“Si Floriano se quedó con el varón, ¿qué hizo María Lidia?”, consulto a María Elisa. “Ella, con la nena, se fue al sur y tuvo otro marido, de apellido Bianchi, con el que tuvo dos hijos más”.
El dato es para mí una revelación. Napoleón tiene una hermana de madre y padre, dos medio hermanos, dos tías y varios primos y primas biológicos. Ninguna gota de sangre en su expediente.
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Más de 600 cuerpos del período 1974-1983 permanecen, por mandato judicial, a resguardo del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), a la espera de ser identificados. El meticuloso e innovador trabajo que realiza, merecedor de reconocimiento internacional, permitió ponerle nombre y apellido a 825 desaparecidos y desaparecidas de esos años cruentos.
En Mendoza, la intervención del EAAF logró exhumar cuerpos del Cuadro 33 del cementerio de la capital y determinar la identidad de tres desaparecidos: Sabino Rosales, Juan Antonio Molina y Néstor Oliva, enterrados hasta entonces como NN en una fosa común conocida como “tumba de la dictadura”. Permanecen desaparecidas 165 personas.
El profesionalismo del equipo de trabajo de la organización científica sin fines de lucro, garantiza la confidencialidad de las entrevistas y que las muestras sólo se utilicen con fines identificatorios. Si coincide con alguno de los cuerpos hallados, se lo identifica y restituye a la familia para que pueda despedirse, quedando el ADN a resguardo del EAAF y del Archivo Nacional de la Memoria. En caso de no haber coincidencia, esas muestras sirven para ser comparadas en el futuro ante eventuales nuevos hallazgos de víctimas del terrorismo de Estado.
Mendoza, Bariloche, San Justo, Rawson o Japón. La distancia no es una limitante. Las muestras pueden tomarse en todo el país y en el exterior, sin costo para el familiar. Y si bien genéticamente hay muestras más lejanas, madres, padres, tíos, abuelos, hermanos, primos hermanos o nietos, pueden aportar su ADN.
De hecho, con el paso de los años, la organización ahora apela a la juventud mediante la campaña “Tenés una historia, tenés un derecho”. El objetivo es que quienes sospechen que son nietos o nietas de desaparecidos, puedan cotejar su ADN con los restos que aún no lograron identificarse.
“Si una pregunta se responde
se calma tu mente,
pero… sin respuesta
la duda es para siempre”.
“Sólo desaparece quien se olvida
yo no te quiero olvidar
Y si tu historia es parte de la mía
yo te quiero, te quiero abrazar”.
Esas estrofas pertenecen al spot audiovisual de la campaña, que culmina con la frase: “Una gota de tu sangre puede ayudar a identificarlos”.
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Julia, la hermana biológica de Napoleón, hija del mismo padre y la misma madre, vive en Japón hace más de 30 años. Tuvo una infancia muy difícil y le duele recordar. Prefiere no hacerlo. Cuando el matrimonio de sus padres se disolvió, ella se quedó con su madre, que conformó una nueva familia con un músico. Se mudó primero a Cipolletti, al noroeste de Río Negro, y luego al Puerto de Rawson, en la costa chubutense, donde abrieron la Cantina El Camarón.
Con esa pareja no hubo matrimonio, pero su madre tuvo dos hijos más: Mabel y Raúl Bianchi, que siguen viviendo en la localidad sureña. Alejada de los abuelos y hermano, a Julia le costó encajar en la nueva familia, al punto de haberse escapado a Plaza Huincul, Neuquén, durante la adolescencia.
Julia ya no usa el apellido Araneda. Se casó joven con un marinero japonés que llegó al Puerto de Rawson, se instalaron en Florencio Varela y tuvieron tres hijos. Después fueron a probar suerte a Japón, donde enviudó y volvió a casarse. Vive en Yokosuka, a una hora de Tokio, y usa el apellido de casada, haciéndose llamar “Julia Matsumoto”.
“No sabría qué decirte de mi hermano. Lo vi una sola vez cuando vivía en la Argentina y después no sé más nada. A mi padre lo conocí a los 15 años y jamás me quiso hablar de él”, dice.
La cita para la entrevista virtual, de todas formas, quedó confirmada para el 15 de diciembre a las 21 horas de Argentina, pero se truncó: Julia, a más de 17 mil kilómetros, decidió bloquearme todas las vías de comunicación luego de que hablé con Ana María, una prima que acompañó a Napoleón a tocar en el Camping Musical Bariloche en 1970, y se mostró dispuesta a ofrecer una muestra de ADN que permita identificar los restos de su familiar desaparecido. Intenté reconstruir el puente haciéndole llegar una carta en donde le explicaba la importancia de su testimonio y una foto de su infancia en Bariloche, pero fueron en vano. “Me entristece mucho recordar ciertos aspectos de mi vida”, argumenta. La imagen, en cambio, la emociona. No tenía ninguna de su niñez.
“Recordando a mi bella madre y mi hermano cuando éramos tan pequeñitos. Mi hermano lamentablemente ya no está conmigo, pero siempre en mi corazón”. Con esa leyenda, compartió en sus redes sociales la fotografía en la que ella y Napoleón, de no más de 4 o 5 años, sonríen mirando la cámara. Julia, cara redonda y flequillo sobre la frente, lleva polera y tiradores negros. Él, prolijamente peinado con raya al costado, sobre el pullover negro tiene un chaleco mangas cortas a cuadros, y con el brazo derecho atraviesa su pecho para tomar el pulgar de la madre que, erguida detrás, con mirada perdida y expresión hosca, sostiene a los niños por los hombros.
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El piano de la cantina El Camarón sonó magistralmente en febrero de 1974. El lugar era reconocido y frecuentado en el Puerto, al igual que la cantina Bianchi, en la ciudad de Rawson. Ambas, propiedad de la familia, tenían un piano -alemán y americano- para quien quisiera animar el momento.
María Lidia, la madre biológica de Napoleón, lavaba la vajilla en la cocina y tuvo el impulso de asomarse al salón para ver quién era el pianista que destacaba con la hermosa melodía. Lo observó atónita y, cuando culminó, el músico se le acercó y se presentó: “Hola mamá. Soy Napoleón”. Aún con una bandeja entre las manos, sintió cómo sus piernas perdían rigidez.
En el viaje, que fue a la vez su gira de despedida, se reencontró con su hermana Julia -que estaba de visita- y conoció a Mabel y Raúl, sus dos medio hermanos de apellido Bianchi. “Su ex marido no le dejaba ver al hijo y siempre nos decía que si Napoleón algún día la quería ver, la iba a buscar”, rememora Mabel. Ese día llegó. El niño de 6 años la encontró 20 años después. Y la música fue su carta de presentación. “Pocas veces vi tan feliz a mi mamá, porque estábamos los cuatro hermanos”.
Esa hermana por parte materna, conserva en su casa uno de los pianos de las cantinas y acciona algunas notas mientras repasa los pocos días que compartió con quien apodaron “Polón”, cuando tenía poco más de 11 años. “Era impresionante lo que tocaba ese hombre. Por lo menos lo conocí y me quedó esa imagen”.
Con Raúl, el hermano, también lo unió la música. Era un adolescente que estaba estudiando piano en un conservatorio de Trelew, a 20 kilómetros de Rawson. Dice: “Me acuerdo que me acompañó y ese día nadie dio clases porque Napoleón se puso a tocar y era impresionante lo que tocaba el animal ese”.
Cuando desapareció, un año después de su visita, María Lidia, la madre de Napoleón, se aferró a la hipótesis creada de que Napoleón había huído a Chile. Y sugirió a Raúl que “tal vez andaba en algo raro”. Él pensó en drogas, nunca en política, mucho menos en homosexualidad como motivo de su desaparición.
“Me gustaría saber por qué le sacaron el hijo a mi mamá”, dice ahora Raúl, ya jubilado como chofer de grúas. La posibilidad de que haya sido secuestrado por su condición sexual lo asombra y, tal vez, lo desilusiona: “Tenía formas muy especiales. Yo era muy chico y no me daba cuenta. Ahora los detectás medio de lejos a los chicos raros estos”. Luego esboza, jocoso, una crítica al matrimonio y la adopción igualitaria, para finalmente sentenciar: “Tengo un rechazo con esta gente. Cada cual hace de su culo un pito, pero no comparto nada”.
Mabel, en cambio, dice haber escuchado la versión de que al hermano se lo llevaron por gay, aunque mantuvo la ilusión de encontrarlo. Incluso sugirió presentarse en “Gente que busca gente”, el ciclo conducido por Franco Bagnato en canal América, entre 1997 y 2001. “Él sabe dónde estamos, si quiere vernos va a venir”, repitió su madre, que falleció el mismo año en que dejó de emitirse el programa. “Se fue con el dolor en el alma, porque siempre esperó que Polito vuelva. Es una historia terrible, que le marcó la vida a mi vieja todos los días de su vida”.
A María Lidia, le arrancaron dos veces a Napoleón.Está enterrada en el cementerio de Rawson junto a seres queridos. Él, podría ser uno de los tantos NN, víctimas del terrorismo de Estado, que aguardan por su identidad, sin muestra para cotejar.
“No, yo no llego a tanto. Pero siempre le pongo una oración”, admite su medio hermana cuando le recuerdo que puede aportar su muestra de ADN.
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En Río Negro, Napoleón figura dentro del registro oficial de la Secretaría de Derechos Humanos, entre los 15 desaparecidos que aún tiene la Zona Andina, pero su historia es prácticamente desconocida en su ciudad natal, donde sólo vivió seis años. Su caso tampoco figura en los antecedentes de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y nunca se incluyó su nombre en los pañuelos blancos que cada 24 de marzo se pintan en el tradicional Centro Cívico.
La Legislatura de la provincia de Mendoza resolvió, en marzo de 2016, colocar una plaqueta al ingreso de su Biblioteca, conmemorando los 40 años del golpe, en homenaje a los bibliotecarios Napoleón Argentino Araneda y Pedro Ulderico Ponce Sgattoni “desaparecidos en la última dictadura militar”. En los argumentos de la norma explicaron que los dictadores “intentaron acallar a quienes desde su profesión de bibliotecarios luchaban por no ocultar, sino alumbrar al pueblo con el conocimiento encerrado en ellas”, principalmente en las bibliotecas populares.
En el ingreso al Banco Nación de esa ciudad, la Bancaria incluyó su imagen con una descripción más ecuánime, aunque aún incompleta: “Napoleón era un trabajador bancario y también músico. Un día, en el Banco Mendoza, sorprendió a sus compañeros y compañeras de tareas con una interpretación de piano que fue muy aplaudida. Luego se convirtió en bibliotecario de la institución”. La imagen utilizada es la única que se conocía hasta ahora, en la que prácticamente no se lo reconoce, pero será reemplazada por la hallada, en el transcurso de esta investigación, en su expediente bancario.
También es mencionado en el libro “Hacia adentro. La Bancaria seccional Mendoza. Acuarelas de sus luchas y desaparecidos/as”, donde Laura Rodríguez Agüero, Natalia Baraldo y Pablo Lozano realizan un minucioso recorrido por el proceso de sindicalización, los reclamos y clima de violencia y represión que padecieron los trabajadores bancarios que integraron las Comisiones Gremiales Internas (CGI), principalmente a partir de 1974. Hacen referencia, en la mención, a los dotes musicales del desaparecido.
Lo cierto es que Napoleón no trabajaba en una biblioteca popular, sino en una bancaria, especializada en estadísticas y economía. Fuente de consulta, principalmente, de estudiantes de Ciencias Económicas. Aunque a su acervo también lo integraban algunas obras de ficción, novelas y poesía de autores mendocinos.
Las cartas de recomendación con las que ingresó al Banco llevan la rúbrica de referentes de los sectores más conservadores de la provincia: Luis Huerta, Ministro de Gobierno del interventor de facto Félix Gibbs; del Arzobispo de Mendoza, Alfonso María Buteler, y del Capitán de Fragata Juan A. Zalazar. Éste último, Jefe de la Delegación Naval mendocina, lo definió como: “un excelente conscripto de la Armada”.
Tampoco integró nunca las Comisiones Gremiales Internas del Banco Mendoza. “No estaba en ninguna comisión, ni le interesaban los temas sindicales ni políticos. Sólo le interesaba la música”, descarta su compañero y amigo Daniel Ubertone. Aunque es posible que, por su condición sexual, haya sido señalado por los policías de encubierto que se infiltraron en el establecimiento. “Ni bibliotecario ni sindicalista, Napoleón era un eximio pianista y gay, nada más, y nada menos”.
El hecho de que sea homenajeado por tareas que efectivamente cumplió, pero no lo definen ni fueron causal de su secuestro, para el escritor y activista LGTBIQ, Cristian Prieto, “de alguna forma invisibiliza su historia”. Y lo enmarca en un proceso “de blanqueamiento” -que después de la dictadura alcanzó principalmente a revolucionarios y militantes políticos-, que consistió en “hacer que la historia sea más aceptable, para que puedan ser parte del panteón de los desaparecidos”.
Su reivindicación como desaparecido de la comunidad LGTBIQ concedería un principio de justicia, al menos a su memoria.
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Un sacerdote se inclinó para atar el badajo a la campana de la iglesia y fue asesinado por un guaraní que seguía órdenes del cacique Ñesu. “Destruyeron los muros de la iglesia, pero la campana aún sin badajo, empezó a sonar misteriosamente y por doquier persiguió a los infieles que habían matado a los misioneros. La campana fue transformada por Tupa en un pajarito blanco, que al elevar su canto parece realmente la voz de una campana”. Esa es, en síntesis, la leyenda guaraní del Pájaro Campana, ave nacional de Paraguay, que tiene la tradicional composición que muchos conocemos por el arpa de Félix Pérez Cardozo.
Con esa melodía, y con no más de 10 años, sorprendió Napoleón a su familia adoptiva, una tarde cualquiera, después de horas de practicar en el piano de su casa de calle Granaderos 2429, en la sexta sección de Mendoza Capital, a unos 3 km del centro, donde viviría la familia hasta 1971.
Autodidacta, se apasionó con la música y terminó siendo un protegido de la concertista internacional catalana Giocasta Corma, colaborador del ballet de la Universidad Nacional de Cuyo y brindando presentaciones no sólo en el Teatro Independencia –la sala más importante de la provincia- sino también en el Auditorium de San Juan y el Camping Musical de Bariloche.
Con el ballet de la Universidad se vinculó a través de su exquisita colección de discos. “Íbamos con la directora a su casa porque nos asesoraba y nos facilitaba su música. Tenía versiones increíbles de la música clásica”, rememora Vilma Rupolo, directora de varias fiestas de la Vendimia, actriz, bailarina, coreógrafa y docente. “Tocaba excelentemente bien el piano y nos daba ideas para representar en el ballet”.
La música también le permitió abrirse puertas dentro del Banco Mendoza. Daniel Ubertone relata que Napoleón se ofreció para tocar el piano en el Teatro Independencia, durante los festejos por el aniversario de la entidad. “Terminaron todos aplaudiendo de pie y se acercó el presidente (Octavio Persio) a felicitarlo. Cuando le preguntó qué hacía dentro del banco, le respondió: ’Soy el que saca la mierda de tus empleados´. Nunca tuvo pelos en la lengua”. El presidente sugirió, delante del Director, Anselmo Barredo, que Napoleón sea reasignado a nuevas tareas en la Biblioteca.
El episodio quedó registrado en el expediente laboral de Napoleón, con las omisiones escatológicas pertinentes, en una nota del 11 de noviembre de 1973, en la que le recordó el compromiso al director, que venía eludiendo el traslado. Explicó allí que el cambio de horario -del turno tarde al matutino-, le facilitaría continuar cursando cuarto año en el Colegio Universitario Central, realizar tareas más acordes con su capacidad y dedicar “tiempo para perfeccionar mis programas de conciertos de piano, máxime que en enero próximo debo presentarme nuevamente en un recital en el Teatro Independencia auspiciado por la Dirección Provincial de Cultura”. A los pocos días llegó la orden: el pianista pasaba a cumplir funciones en la biblioteca.
Daniel Ubertone, que ahora vive en España, asegura que su amigo “militaba la música, la amaba, le dedicaba todo su tiempo. Pensaba en música. Leía música. Era su vida, no le interesaba más nada y su gran tesoro eran sus discos”.
Vilma, su sobrina, conserva varios de ellos: Tchaikovsky, Debussy, Richter, Bertok, Moussorgsky, Balakirev, Stravinsky, Rachmaninoff, Mozart, Cziffra, Bach y tantos otros discos de pasta de los ochocientos que integraban su colección. Aún hoy no puede dejar de emocionarse cada vez que escucha La Polonesa de Chopin. “Tenía realmente un don, una sensibilidad especial y te transportaba”.
Tal era su vínculo con la música, que Vilma Rupolo (la artista amiga) se sorprendió cuando lo vio desprenderse de su tesoro. Dice: “Días antes de su desaparición, me regaló discos que eligió para que yo bailara (El Cascanueces y una versión de El Lago de Los Cisnes, de Tchaikovsky, que aún conserva), y vi como regalaba discos a otras personas. Era como una despedida. Como si supiera que algo le podía pasar”.
Si el silencio en el Teatro Independencia confirmó su desaparición, la púa al rozar los discos que obsequió, y el recuerdo de sus dedos delgados y maricas deslizándose enérgicos sobre el piano al oír una melodía, lo invocan. Y esa música lo hace trascender, como el pájaro campana, a pesar de su larga ausencia.