El miedo

por Marta Barroso

Un día de septiembre de 2010, en una casa ubicada en la ciudad más austral de Argentina, sonó el teléfono. Hacía más de una década que el matrimonio esperaba esa noticia. Ella tenía 46 años y él dos más cuando adoptaron una niña. ¿Cómo se mide el tiempo del amor?

Este texto de no ficción fue trabajado en el marco del taller de Yerta “No se nace cronista, se nace bebé”.


Julio 2024

Sentado contra la pared, frente a la única ventana de la cocina, Franco miraba sin ver. Contrastaba la luz de ese domingo en Ushuaia con el voraz tic tac en su cabeza. Del otro lado de la mesa, lo observé devastada, queriendo ser firme, pero temblando. Cruzamos miradas cuando nuestra hija entró a la habitación y ocupó su silla. Necesitábamos hablar con ella.

Las plantas a mi alrededor lucían rebosantes: el trébol morado como mariposa cuando el sol la despierta, el saludable jazmín y la peperonia con sus brillantes hojas. Al mismo tiempo y en ese lugar una conversación compleja empezó a cobrar forma, crecía en la tensión, en la densidad de lo dicho y por momentos era un cuerpo más. Las palabras salían a borbotones, atropelladas como vacunos en estampida, empujándose sin aliento, con bronca, con ira. Con miedo.

-Estamos en un punto límite -le dije a nuestra hija-, queremos saber qué vas hacer. De esta manera no vas hacia ninguna parte buena, salvo que esa sea tu expectativa. Los límites se respetan, los adultos somos nosotros y establecemos las reglas en esta casa y en esta familia. ¡Y no lo estás haciendo!

Un silencio breve y profundo se produjo. Con apenas 17 años y faltando uno para terminar el secundario A. quería dejar Ushuaia para ir a recorrer el mundo. Como no parecía conectar con lo que le estaba diciendo, me enojé más.

-Tu habitación sigue sin ordenarse. ¡Y volviste a llegar tarde!

La cocina, ese lugar emanador de aromas prometedores, manjares y delicias, vapores y cocciones diversas, ese lugar de encuentro y placer, ese día estaba raro.

-¡Ustedes están fuera de época! -respondió.

A. siempre tuvo la mirada firme e inquisidora. Desafiante. De niña, su ternura estaba destinada a Lucy, su perra, pero también se vislumbraba en sus dibujos infantiles: a nosotros nos hacía cabezones, con dedos puntiagudos como estrellas y en todos los garabatos ponía la edad a personas y animales. Siempre quedaba en evidencia que tenía unos padres muy mayores en relación a los de sus compañeros. Nos divertía ese escrache, como foto de carnet sin preaviso. Inició la escolaridad primaria y su letra ya mostraba una madurez apresurada.

Cuando la conocimos llevaba su delantal de jardín de infantes color rojo y bolsillo central azul cargado de quién sabe qué. Era el desfile por los 126 años de la ciudad. Quedamos prendados de ella, sus ojos oscuros, las pestañas pobladas y arqueadas, una naricita armoniosa y grandes labios. De cabellera espesa y ondulada. Vivaz y enérgica. Mirada vibrante.

Según estadísticas de la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos publicadas en mayo de 2023, hay 1633 legajos de familias que se ofrecen para iniciar una vinculación. La mayoría de ellas buscan niños o niñas menores de 5 años. En una nota que dio el año pasado Laura Garrido, la referente de esta área en Tierra del Fuego, dijo que en nuestra provincia el registro tenía “18 inscritos y seis grupos familiares en el período de guarda”.

Con mi marido soñamos despiertos con un hijo durante mucho tiempo y por años fuimos un número en un expediente caratulado que decía que el Sr. X y la Sra. X expresaban su deseo de adoptar. Al principio fueron dos hojas de un formulario donde se nos pidió que resumamos las ganas de ser padres y el por qué. Con la espera, el expediente engordó entre veinte y treinta hojas. Una y otra vez debimos seguir declarando que todavía teníamos trabajo, un techo propio, y seguíamos juntos.

En aquellos papeles no figuró nunca el hastío de la espera, ni las fracturas de la pareja, ni la vez que quise rendirme. Los oídos sordos, los ojos vendados y el lento paso de la burocracia fue por una década la única respuesta.

Recuerdo que a principios de abril del año 2004, Néstor Kirchner, presidente de la Nación, vino a Ushuaia para homenajear a los caídos en la Guerra de Malvinas. El Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos había sido creado por la Ley 25.854 unos meses antes. Esto era un cambio enorme en la legislación: hasta entonces quienes queríamos adoptar debíamos anotarnos en cada provincia argentina e implicaba que desde Catamarca podrían llamarte a una entrevista para hacerte un estudio psicológico, aunque vivieses a tres mil seiscientos kilómetros de distancia. A pesar de la norma nueva, aún la ley no se implementaba en todo el país. En mi desesperación, decidí escribir una carta y entregársela en mano al Presidente. Ese día me escurrí entre la gente, los policías, la custodia, pude acercarle el sobre y sólo pude ver que velozmente alguien se lo sacaba de las manos.

Algunos meses después recibí la respuesta esperada, el Registro finalmente había sido reglamentado para todo el país, después cada provincia decidiría si adhería. Tierra del Fuego lo hizo. Comenzaba a allanarse nuestro camino.

Tuvieron que pasar seis años más, hasta que un lunes, tal vez un martes, del mes de septiembre de 2010, sonó el teléfono. Y el sol entró en nuestras vidas: A. llegó a casa, pequeña, graciosa, inteligente. Más de lo que habíamos imaginado. Fue una inyección de vida para los dos. De ahí para atrás nada importaba. ¡Todo era para adelante!

Entonces yo tenía unos 46 años, mi marido dos más. Pero nos sentíamos jóvenes como para subirnos a un juego de alta velocidad en el parque, trepar una hamaca a ver quién llega más rápido al cielo -sin pegarle una patada al ojo de Dios-, bancarnos el vértigo en la sillita voladora, manejar un autito chocador en el que entrábamos a presión, o tirarnos por un embudo de varios metros envueltos en una manta a los gritos para acompañar su niñez.

En aquella cocina cálida donde de repente corría un brisa helada en el sur más sur de la Patagonia, seguí retrocediendo a ese tiempo, cuando mi hija era una niña y llevarla y traerla era simple, hasta divertido. ¡Vamos al cole! ¡Los martes toca batería! ¡El día está lindo, vamos a la plaza!

En la A. adolescente hubo un derrumbe. Su personalidad desafiante se potenció. Empezó a desconocernos y el clima familiar tranquilo fue desapareciendo. Quiso cambiarse de colegio, hizo amistades nuevas, algunas peligrosas. Caminó por estrechas cornisas.

Ahora estábamos los tres allí, enfrentando la situación, desalojando ese mundo de cavilación que nos atormentaba. El sol insistía en declarar el día, pronto volvería el frío, la escasez de luz, el granizo, la nieve a resplandecer en la Ushuaia insular, hermosa. El círculo de la vida.

A. rompió en llanto, se enojó, se levantó de la silla, comenzó a caminar hacia su cuarto y cerró la puerta, esta vez sin azotarla. Con mi marido volvimos a cruzar miradas, sabíamos que regresaría, y esperamos.

Así fue. Volvió a ocupar su lugar, se secó las lágrimas, dijo:

–¡También tengo miedo! En el mundo de los adultos hay mucho que hacer, no sé si podré con todo. ¡Ustedes ya no van a estar! Me las tendré que arreglar sola.

Actualmente, las instituciones encargadas de la adopción dicen que es un mito que la espera en los procesos de adopción es larga; sin embargo, ¿cómo se mide el tiempo? Para cuando A. llegó a nuestras vidas, otras parejas de amigos estaban enviando a sus hijos a la universidad, otros ya eran abuelos. Ahora esos años pesan mucho.

Y de nuevo el llanto. El padre se acercó, la abrazó. A. bajó la mirada, relajó sus hombros y se aferró fuerte a él.