El kilómetro vertical

por Vanina Strobl

Hundirse en arena volcánica, sentir el volcán Osorno como un faro, atravesar el Parque Jurásico, soportar con el cuerpo y con la mente el Paso Desolación. No detenerse jamás en catorce horas. Y escribir en el aire mientras se escala una montaña.

*Preseleccionada entre las diez mejores del concurso Crónica Patagónica 2020

Septiembre 2021

Aún está oscuro, no amanece. Voy con la linterna prendida y la idea de llegar pronto a la cima del cerro La Picada: 1340 metros sobre el nivel del mar. Extrañamente, no hace frío. Hace un par de horas paré a sacarme el abrigo. En eso pienso mientras respiro agitada, siento las gotas de transpiración corriendo por mi espalda, el pelo empapado. Mis pies no duelen, pero hierven, creo que están hinchándose. El cielo luce despejado y estrellado. A lo lejos, adelante, veo otras linternas. Suben. Yo subo también, cada músculo de mis piernas lo sabe. Lo complicado es la arena. De a ratos se hace más pesada. No voy a parar. Con la luna menguante se ve el Lago de Todos Los Santos, a lo lejos las luces de Puerto Varas. Es 7 diciembre del 2019 y estoy en Chile corriendo los 70 kilómetros de la Carrera Merrell Vulcano Ultra Trail, carrera durísima que incluye un desnivel positivo de 3062 metros y una pendiente máxima de ascenso del 34,5 por ciento.

Pasa, creo, otra hora más. Tengo reloj, pero prefiero no mirarlo. Nunca lo miro hasta llegar. Y para llegar… aún falta mucho. Ya veo la salida del sol. Me siento bien. Acelero el paso un poco más. No mucho. Aún no llevo ni la mitad del recorrido y necesito ahorrar energía para la segunda parte. Llego a un puesto donde puedo cargar más agua. Veo algunas caras ya familiares, hace un rato eran sólo el resplandor de las linternas que se perdían en el bosque. Salgo de nuevo y tomo ritmo rápido. Sé que estoy cerca de unos rápidos por el sonido que escucho, siento el aroma de los árboles, de la tierra húmeda, el aire cálido y los pájaros que cantan. Ahora no veo a nadie adelante. Nadie está atrás, aún cuando somos 120 corredores. Voy sola y totalmente conectada con lo que me rodea. Mientras corro pienso en escribir esto para que los detalles no se esfumen con el tiempo, para que las sensaciones perduren, para que esto dure para siempre.

De pronto se termina el sendero y salgo a un camino. Busco fuerza mental para seguir. Prefiero senderos y bosques. El camino me quema la cabeza. La ruta me quema la cabeza. Pero trato de no pensar en eso. El calor empieza a sentirse. Sigo sin saber qué hora es, calculo que ya es media mañana. Llevo horas corriendo. Me siento bien. La mayor parte del tiempo voy mirando el piso a dos metros por delante, estrategia de fondistas y carreras de resistencia. Levanto la cabeza y adelante, a unos quinientos metros, van charlando tres hombres. Un poco más allá: una mujer, la primera que veo. Algo más cerca otro hombre. Lo he visto en dos puestos anteriores, a un costado, solo y con un celular en la mano. No sé cómo llegó hasta acá. Es raro. No hay más caminos. No me pasó ningún auto… pero él está ahí. Me mira y mira hacia adelante. Sigo corriendo, llego hasta donde está él. Se pone a mi lado, yo no paro de correr y él trota un poco junto a mí. Me habla: “¿viste esa chica?”, apenas muevo la cabeza asintiendo. “Es la tercera, vos sos la cuarta mujer. ¿Sabes qué significa eso?”, lo miro perpleja. Agrega: “¡No tenés que aflojar! ¡No aflojes!”. Se queda atrás y continúa gritando: “¡No tenés que aflojar!”. ¿De dónde salió este hombre? ¿Que soy la cuarta, me dice? No entiendo. Pensé que me había quedado muy atrás ya desde la largada. ¿Será verdad? Quizá corrí unos veinte o treinta kilómetros Aún no llevo la mitad del recorrido. Todavía faltan horas para llegar a la meta. Alcanzo a los tres hombres y los paso. Ahora estoy detrás de la chica. También la paso. Sigo y sigo. De nuevo un sendero. De nuevo la arena volcánica que no da respiro. Piedras. Arena. Piedras. Arena. Y hace calor. Siento el sol en la cara, en las piernas. La piel arde, no sé si por el sol o por la arena. Tengo la camiseta empapada. Se escucha música. Alguien que arenga con un micrófono. Estoy cerca del puesto más grande. Significa que podré cambiarme… y que ya hice la mitad. Estoy cerca, lo sé. Veo más y más gente en el camino. No conozco a nadie, estoy en un país ajeno al mío, vine sola. Pero eso no importa, el público acompaña igual, alienta, sonríe, aplaude.

En la carpa de asistencia somos unos pocos. Reemplazo la camiseta térmica por una remera manga corta. Me pongo el protector solar. Los pies están hinchados, pero sin ampollas… todavía, los embadurno con vaselina y después calzo medias limpias. Me acomodo la gorra. Cargo geles. Trago comida, tomo agua y salgo de nuevo. ¡Listo! Me siento con esa sensación de que recién salí de la ducha. El calor se siente aún más. Ni una sola nube en el cielo, ni una brisa. Estoy de nuevo sola en el sendero. Sigo sin saber qué hora es. Aún falta para el mediodía. Pero el sol pega como si lo fuese. Coincido otra vez con la chica que pasé varios kilómetros antes. Va lento. Escuché, en la carpa, que se sentía un poco descompuesta. Le pregunto si está bien. Me dice que sí. Sigo. Sigo por el sendero.

En todo el recorrido, desde la salida, el volcán Osorno siempre está a la vista… ahora cada vez más cerca. De noche, a la luz de la luna, se veía increíble, coronado con un poco de nieve era un faro en la montaña, un guardián nocturno. De día su presencia intimida, pero es hermoso. Todo es lindo por acá. El bosque cerrado. La arena y las rocas volcánicas le dan un toque agresivo al paisaje. Confieso que la arena fue una sorpresa. Cuando consulté a la organización de la carrera unos meses antes me respondieron que estaba casi consolidada. Durante los primeros kilómetros recorridos me acordaba de esa respuesta. Si esto es arena “consolidada”, ¡no quiero imaginar lo que era en 2015 cuando entró en erupción el Volcán Calbuco! La arena está suelta, pesada, gruesa, se mete por todos lados. Menos mal que tengo polainas, aunque no es suficiente. La siento entre los dedos y en las plantas de los pies. El sol está cada vez más fuerte, siento un leve ardor en los brazos y en las piernas. Miro alrededor y me encuentro con otro puesto.

Perdí la noción del tiempo. Es normal, después de tantas horas corriendo sola,sin hablar con nadie En el puesto me mojan la cabeza. Un chico me habla, me hace recomendaciones. Otro menciona la hora de corte, me asusto y pienso: ¿Iré tan atrasada, no podré terminar la carrera? El chico ve mi cara y me dice: “Tranquila, vas muy bien. Ya hiciste cuarenta y tres kilómetros y aún no es mediodía. Para el kilómetro vertical te alcanza y te sobra”.

El sendero se transformó en un paisaje abrupto, muy técnico. Este es el famoso “Parque Jurásico”. Rocas gigantes. Algunas pocas puedo usar como escalones. En otras me tengo que colgar para poder subir. Sobre esto tengo que escribir, pienso. Ser un poco chiquita te hace más liviana para correr en montaña; el asunto es cuando te toca este tipo de terrenos, o las rocas son muy grandes o mis piernas muy cortas. Quizá si tuviera quince centímetros más sería menos complicado. A la falta de altura la compenso con fuerza, determinación y cero queja. Después de todo, ¿quién me mandó a estar acá? Nadie. Correr es el reflejo de la vida misma. Hay días buenos y malos. Carreras con tramos duros e interminables, momentos oscuros. Ahí es cuando recuerdo porqué empecé a correr: el desamor, la desilusión y la incomodidad de convivir con un sentimiento tan triste constantemente hacía mis días interminables. Correr fue mi vía de escape y hasta creo que salvó mi vida. Y sí, estar acá fue mi elección. “Una locura total”, dijo mi entrenadora cuando le conté que me había inscripto. La advertencia, no era por correr setenta kilómetros, sino porque tres semanas antes había participado del Mundial de Montaña. Hacía apenas veinte días estaba subiendo el cerro Bayo en Villa La Angostura, abrigada, rodeada de nieve, con una brisa helada. Las palabras de mi entrenadora me hicieron ruido. Entreno disciplinadamente, soy ordenada para entrenar entre la rutina diaria de mi trabajo en el área de incendios forestales en Esquel, las horas que me lleva la docencia y el tiempo que le dedico a estudiar en el Profesorado. Me alimento a conciencia. Pero empecé a dudar de mí. El ruido no había disminuido por más de que mis amigas me enviaran mensajes arengando y diciéndome una y otra vez que yo podía. Ahora que ya llevo más de la mitad de la carrera hecha, la lección está aprendida: la confianza en una misma lleva a romper los propios límites.

Y acá estoy, subiendo estas rocas enormes, de a ratos colgada, haciendo contorsiones, otras veces saltando de una a otra, y de nuevo colgándome; mis brazos, mis manos y mis dedos también trabajan. Esto parece no terminar nunca. Paso mi cuerpo por lugares insólitos, en altura, al borde veo el vacío. No tengo que mirar abajo. Mucho más atrás veo corredores colgados, igual que yo. Siento el esfuerzo en las piernas. Los cuádriceps van dando aviso, están como prendidos fuego. No dejo de subir. No dejo de trepar. “En algún momento esto se termina. Falta menos”. Eso me voy repitiendo. Y esto es solo el inicio del kilómetro vertical. Ya el nombre suena como una meta imposible. Es bastante común en carreras de montaña y es la forma más rápida de subir una cima de la forma más dura y espectacular. Se ascienden unos mil metros en no más de cinco kilómetros. Acá voy. No sé si lo estoy haciendo de forma espectacular, pero llevando casi cuarenta y cinco kilómetros recorridos y bajo un sol abrasador, se hace lo que se puede, con el esfuerzo de cada músculo llevado al límite y una fuerza mental entrenada disciplinadamente para transitar estos desafíos.

Salgo del “Parque Jurásico”. Me encuentro en un paisaje totalmente distinto. No hay bosque. Solo hay arena y piedras. Nada más. Por eso le llaman el “Paso Desolación”. La nada misma, el vacío interminable. Sin embargo, a mi izquierda ahora veo más imponente el Volcán Osorno, casi que lo puedo tocar con mis manos. Tenerlo tan cerca significa que ya he alcanzado una altura considerable, pero debo seguir subiendo. El calor es tremendo. Creo que hace unos treinta y cinco grados. Estoy empapada. La piel de mis brazos y mis piernas me arde cada vez más, ya no tengo protector solar a mano. Aparecen más corredores. Coincido con los que corren la distancia de 110 Km y 42 Km. Vamos todos distanciados, algunos van muy lento, casi caminan. Otros corren despacio. Hay un puesto de asistencia, lejos, pero lo veo. Cuando llegue voy a sacarme las zapatillas y el kilo de arena que cargo en cada una de ellas. El tema del peso es un dato anecdótico, la cuestión es lo que la arena le está haciendo a mis pies. Debo tener ampollas, siento dolor, ardor… pero no quiero pensar en eso ahora.

La respiración es como un mantra, es lo que aprendí en mis clases de yoga y me concentro en ella, en cómo entra y sale el aire, y a qué ritmo. En los kilómetros dolorosos la respiración es mi vía de escape. Me saca de las molestias, de intentar contar o estimar la distancia que falta. No veo que esté más cerca del puesto; parece que yo avanzo y el puesto se mueve cinco kilómetros más allá. Y así voy en la nada misma. Solo escucho mi respiración. La chica que pasé dos veces viene atrás caminando. No me ha perdido el paso. Me doy vuelta, rompo el silencio y le pregunto si está bien. Me dice que sí. Es chilena y se llama Jeanette. Es simpática. Está sufriendo el calor y la subida. Está dolorida. Le sigo hablando y prácticamente vamos corriendo juntas. Nos vamos alentando. Me cuenta que es su primera carrera Ultra, de las que superan las distancias maratónicas de 42,195 kilómetros, por lo que también llegó llena de dudas y con pocas certezas. Nos reímos de a ratos. Seguimos subiendo y subiendo. Los cuádriceps no pueden más, me doy cuenta cómo cada una de sus fibras se estiran y se contraen. Siento también que me voy consumiendo, voy comiendo de a ratos, pero el cansancio me hace sentir más chiquita.

Llego al puesto, tomo agua, hago algunas elongaciones y sigo, tengo que seguir subiendo. Jeanette viene conmigo. Voy adelante; a pesar de tener las piernas casi detonadas puedo subir rápido y con ritmo. En algunas bajadas trabajan otros músculos que parecían casi dormidos, y de pronto están activos, duelen… ¡y cómo duelen! El calor no afloja. Me mojé otra vez la cabeza. La arena no desaparece, de a ratos me entierro; en las pocas y cortas bajadas es como un tobogán. No se escucha nada. Y subo y subo. Voy por el filo de una montaña, veo la cima cerca. “Cuando llegue ahí el kilómetro vertical habrá terminado”, pienso y me repito. Hago un paso, otro y otro. Le pido a las piernas un esfuerzo más para llegar. Los cuádriceps en llamas. “Si llegué hasta acá, llego a la meta”, me digo mentalmente.. Cuando levanto la cabeza, alguien me habla, me dice: “Bienvenida al punto más alto: la Cima del cerro La Picada”, después me saca una foto con el Volcán Osorno a mi espalda. Sonrío. La veo a Jeanette que también sonríe. Ahora ya está, empieza el descenso.

En el último puesto me saco las zapatillas lentamente. Caen toneladas de arena. Los pies parecen cocinados, hay varias ampollas, algunas muy grandes, dolorosas y arden. Vaselina, medias y zapatillas de nuevo. La bajada, aunque es un alivio, puede ser mortal para las piernas que han trabajado por horas. Faltan sólo catorce kilómetros que son nada comparados con todo lo recorrido, pero son determinantes. Nada debería fallar.

Jeanette viene atrás. De a ratos me habla. A veces viene a mi lado. Los dedos de los pies arden. De a ratos tengo que saltar algunas grietas. Evito las piedras. La arena sigue estando en todo el recorrido. Sigue rodeándome la nada misma. A lo lejos veo que el sendero entra a un bosque bajo. Los últimos kilómetros siempre son más duros, entra en juego la ansiedad de llegar, el cansancio, los dolores. La respiración va más agitada. “Sobre esto también debería escribir”… pienso, porque se habla mucho de los nervios de la largada, pero nadie menciona los sentimientos y las sensaciones en el último tramo, del esfuerzo doble que hace la mente para no decaer cuando ya duele hasta el pelo y la piel achicharrada pide sombra. El cuerpo necesita algo más que geles, sales y fruta. Pienso en esa milanesa a la napolitana con papas fritas que voy a comer. No pienso en nada más en este instante. Pero estoy en Chile. ¿Hacen milanesas a la napolitana acá? Debería preguntarle a Jeanette. Me doy vuelta y ella viene escuchando música concentrada en cada paso que da. No importa que no hablemos, saber que estamos cerca una de la otra hace esto más llevadero. A ella la acompañó su familia, la están esperando en la llegada. El sendero me lleva al bosque y es un alivio. Trato de correr por la sombra. No veo a nadie adelante. Jeanette viene atrás, escucho sus pasos. Paso por un puente, veo arroyos, unas cascadas. Bosque otra vez, algunas subidas inesperadas. ¡Ya no quiero subir más! Aparecen más corredores, son los de 42 Km que se los ve más enteros. Me doy vuelta y le hablo a Jeanette. La aliento. Sigo corriendo. El sendero da mil vueltas. Sale del bosque y va por la orilla del Lago de Todos los Santos. Pura arena. Mojada. Somos una fila de corredores ahora. El sendero vuelve a entrar al bosque y, cuando creo que ya llego a la meta, el sendero sale otra vez al lago, otros kilómetros más. El esfuerzo es enorme, las piernas vienen al límite no sé hace cuánto. Las ampollas envuelven los pies. Vuelvo a estar en el bosque. Jeanette queda más atrás. Le grito y se apura un poco.

Nadie escribe sobre esto, quiero contar sobre lo que es seguir adelante con lo último que te queda de energía. Estoy corriendo porque el cuerpo viene haciendo lo mismo hace horas. El sendero sale otra vez al lago, levanto la cabeza y ahí está la meta, la música, la gente. Escucho al que arenga por micrófono y anuncia a los corredores que van llegando. Quiero correr más rápido. Hago lo que puedo y lo que me sale. Creo que lo hago torpemente porque hay arena… como siempre. Pero acá estoy, después de 70 kilómetros recorridos en 14 horas, me abrazo al arco, y al fin toco la meta.