El deseo de saber quién soy

por Camila Vautier

Cuando Fiorella buscó su identidad descubrió que era una de las tres millones de personas que, según se estima en Argentina, fueron apropiadas al nacer, en democracia. Al hacer pública su historia supo algo más: su caso no era único en la Comarca Andina.

Ilustración: Ana Monjeau

Febrero 2023

El martes 9 de enero de 1990 a las 5 de la mañana el teléfono de Claudia Buiani sonó. La bebé que estaba esperando había nacido en el Hospital Rural de El Hoyo, una localidad del noroeste de la provincia de Chubut, ubicado a 1708 kilómetros de Buenos Aires, 144 de Esquel y 140 de San Carlos de Bariloche.

Por ese entonces, el pueblo que le debe el nombre a su ubicación geográfica (está encajonado entre montañas), sólo contaba con caminos de tierra y el centro urbano se reducía al triángulo conformado entre la Ruta Nacional 40, las calles Islas Malvinas y San Martín.

Claudia atendió la llamada y salió al encuentro de la que sería su única hija: Fiorella. Tomó en brazos a esa bebé que no probó la teta, envuelta en una manta y por detrás del hospital, se la llevó. Un médico escribiría en el certificado de nacimiento que ella era la madre biológica, aunque no podía concebir.

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Fiorella tenía 4 años la primera vez que preguntó por su identidad. Estaba en la cocina y Claudia preparaba la comida. En ese instante, la niña apoyó su manito sobre la panza de la mujer y le lanzó su duda como una flecha.

—Ma, ¿yo vengo de acá?

Claudia le dijo que no. Que venía de la panza de otra mamá “porque ella tenía la suya enferma”. Que papá y ella tomaron la decisión de que sea parte de la familia.

Ahora, con 32 años, sus uñas animal print rosas, la camisa a cuadros recién comprada y una cartera negra en la que hay que revolver para encontrar algo, Fiorella puede decir con precisión cada nombre, cada lugar y cada archivo donde buscó la verdad.

Ella es una de las tres millones de personas que, según se estima en Argentina, fueron apropiadas al nacer pero no como consecuencia del plan sistemático de robo de bebés de la última dictadura militar, sino en plena democracia. Y en la Comarca Andina podría no ser el único caso.

Después de hacer pública su historia en un grupo de Facebook, al menos otras diez personas de localidades cercanas como Lago Puelo, Epuyén, Cholila y de Esquel, le escribieron contándole que también tenían dudas sobre su identidad.

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Una de ellas fue Alejandra que hoy tiene 41 años, pero aún recuerda aquella tarde, a sus 7: estaba en el patio de su casa de Banfield, provincia de Buenos Aires, jugando con una vecina más grande. Daban roles para adelante y para atrás.

—Yo no la vi nunca a tu mamá con panza —dijo de pronto su vecina.

¿Por qué Valeria decía eso? Corrió a preguntarle a su mamá. Le dijo que tenía que esperar a que el papá llegara para que le contaran juntos la verdad, que no había nacido de la panza de mamá, pero que la amaban tanto como si así hubiera sido.

Se conformó con esa respuesta y volvió a su patio de juegos, roles y almohadones.

Sin embargo la duda quedó ahí, latente, y siguió aflorando en forma de reproches y enojos en la adolescencia. Más adelante se transformó en algo más. En una pregunta incómoda como una mosca que no deja de rondar, en el deseo de saber: “¿quién soy?”.

Alejandra podía ser la hija de un ex combatiente de Malvinas y una enfermera, de una amante de su papá o de una maestra. Las versiones que le contaba su familia apropiadora eran siempre distintas, pero en todas había algo en común: una llamada. Un aviso. Había una nena que estaban dando en adopción en Chubut.

Nació en la Clínica de Esquel, calle Roca 453, según consta en su partida de nacimiento. Era 13 junio de 1982, le dijeron que ese día nevaba. Aunque no conoce el sur, sabe que su cuerpo está preparado para aguantar las temperaturas bajo cero de la Patagonia, como una señal que la une a ese pasado que intenta descifrar.

¿Por qué me dejó mi mamá? ¿Era muy joven? ¿Era muy vieja? ¿Seré hija de desaparecidos? Las preguntas quedan flotando en el aire, como el humo del cigarrillo que tiene en sus manos. ¿Nunca me buscaron?

Ella empezó a buscar después de que falleciera la mujer que la crió, a quién aún llama mamá.

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Las prácticas de apropiación de bebés existieron antes, después y durante la última dictadura cívico-militar y fueron legitimadas de diversas maneras. Se trata de la compra, venta o intermediación por la cual se entregan bebés por fuera del sistema formal de adopción, anotándolos como hijos/as de familias sin serlo y borrando sus orígenes biológicos.

Tanto Fiorella, como Alejandra, aseguran que las familias que las apropiaron aportaron dinero por ellas.

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—Es un capricho —la retaba su tía cada vez que Fiorella preguntaba por su identidad.

Las preguntas empezaron a emanar como una cascada sin freno después de sobrevivir, con 17 años, a un accidente de auto. Claudia y Mario Magri, a quienes conocía como mamá y papá, estaban internados en Bariloche y la casa de la tía era su único refugio. Si ellos no sobrevivían, ¿quién se haría cargo de ella?

Mario Magri era el principal dueño de la Compañía Minas Magri SA, la empresa conocida como “La Turba”, dedicada a la extracción de este material orgánico del mallín donde está emplazada. ¿Qué pasaría con esa herencia?

Para asesorarse en cómo resolverlo, su tía viajó a Esquel a encontrarse con un abogado, quien le reveló que los papeles de la adopción de su sobrina habían sido adulterados.

—Ahí nos enteramos todos, incluso yo, de que nunca fue una adopción. Era apropiación —cuenta Fiorella.

La tía llegó de Esquel con la mirada desencajada. Se sentó en el sillón en silencio, destapó una sidra que había sobrado de las fiestas y tomó del pico. Su sobrina nunca la había visto así.

—Al principio no me querían contar nada, había un hermetismo total —reflexiona ahora.

Claudia se repuso del accidente y Fiorella recuerda cómo lloró cuando le preguntó qué había pasado durante su nacimiento y Claudia le dijo no acordarse de nada. “Más adelante hablamos” fue la respuesta, pero le reveló que tenía una hermana..

Al poco tiempo Mario murió, Fiorella cumplió 19 años, parió a su primer hijo y se fue a vivir a La Plata. Dio vuelta la página e intentó seguir con su vida, hasta que una tarde parecida a cualquier otra, el teléfono volvió a sonar.

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Una voz del otro lado, idéntica a la suya.

—Hola ¿Fiorella? Soy tu hermana.

Hasta ese momento solo sabía que tenía una hermana, pero nada más. Ni el nombre, ni cómo era, nada. Cuando la conoció fue como reflejarse en un espejo: compartían el gusto por los tatuajes, el color de pelo, la política.

Las dos eran hijas biológicas de Rosa Saldivia, habían nacido en el mismo hospital, con dos años de diferencia (en 1988 y 1990) y sus partidas de nacimiento habían sido adulteradas.

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—¿Usted es Sara Muñoz? Soy Fiorella, la hija de Rosa. Necesito que me cuente todo lo que sabe sobre mi identidad.

Era 2015 y hasta ese momento, de su mamá sólo conocía el nombre, que había leído en esa montaña de papeles, sentencias, certificados médicos y otros archivos en donde estaba escrita su verdad.

Se encontraba en las calles de su pueblo natal al que había vuelto después de seis años de vivir en La Plata con la misión de vender un terreno familiar, pero además, había llegado con un puñado de nombres y dudas. Entre ellos, el de Sara Muñoz, la persona que podría tener respuestas para tantas de sus preguntas.

Sara, petisa, de tez trigueña, pelo corto y anteojos, en ese instante, se agarró la cabeza. Rosa Saldivia, su mamá biológica, era sordomuda y ella era la apoderada. Le contó a Fiorella que tenía cinco hermanos y hermanas, se los presentó a todos. Sara también le habló de Pablo.

—Nadie sabe nada de él. Parece que se lo tragó la tierra.

La última vez que habían visto a Pablo era 1990, tenía cinco años y, casi en el mismo momento en que Fiorella nacía, una ambulancia se lo llevó hacia el hospital de Lago Puelo por una supuesta neumonía. Pero nunca lo regresaron.

Fiorella volvió a la ciudad de La Plata con la promesa de buscar a ese hermano.

El primer paso fue escribir en el grupo de Facebook “¿Dónde estás?”, que tiene más de 800 mil seguidores. La respuesta fue casi inmediata, le pasaron un teléfono y ella llamó. Esa noche conoció la voz de su hermano, que desconocía su identidad y tampoco la había buscado. A los pocos días lo abrazó y lloraron juntos.

Según pudo reconstruir Fiorella, a ese hermano no se lo había tragado la tierra sino que había sido trasladado a la localidad bonaerense de Moreno con una nueva familia, amiga de un empleado del hospital.

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El trabajo por el derecho a la identidad acumulado desde el inicio de la lucha de Abuelas de Plaza de Mayo a esta parte, permitió la creación del “Programa Nacional sobre el Derecho a la Identidad Biológica” de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CoNaDI), dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos, a donde ya se presentaron unas tres mil personas.

—Estamos armando una base de datos interactiva donde va a poder entrar la gente, llenar la información y nosotros chequear coincidencias para mandar a hacer ADN cuando corresponda —explicó Claudia Carlotto, titular de la CoNaDi, en una nota reciente al diario Tiempo Argentino.

Con los datos de las 14 mil personas que dieron negativo en el Banco Nacional de Datos Genéticos, el organismo creado en 1987 a raíz de la lucha de Abuelas para identificar a familiares de personas secuestradas y desaparecidas durante la última dictadura, la CoNaDi realizó cruces de información y logró 14 encuentros de hermanxs y 9 de madres con sus hijxs.

Alejandra ya completó el formulario y espera reunir fuerzas para avanzar con el cruce genético. “Es fuerte”, admite. Actualmente sigue en la búsqueda de su identidad.

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A Rosa Saldivia, su mamá, Fiorella la conoció en 2016. Cruzaron miradas, lloró. Una sensación de rareza le recorrió el cuerpo, acompañada de una certeza: sabía que estaba en el lugar y en el momento adecuados.

Cada tanto vuelve a visitarla, pero las separa una distancia, una calle difícil de cruzar porque, dice, “los vínculos se construyen”.

—No creo que haya sido decisión de ella darnos, fue como un arrebato. Mi mamá desconfía mucho. Le falta algo y ya dice que se lo robaron. Me lo robaron, repite. Por lo que le pasó toda su vida, ese atropello.

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El doctor Carlos Pereyra, en su carácter de médico del Hospital Rural de El Hoyo, fue quien adulteró los dos certificados médicos: uno donde se atribuía a sí mismo la paternidad de la hermana dos años mayor de Fiorella, y la maternidad a su esposa y directora del Hospital de El Hoyo, Patricia Vallejos; y el otro, donde anotó a Claudia Buiani y a Mario Magri como padres biológicos de Fiorella.

En 1995 la Cámara en lo Criminal de la ciudad de Esquel lo condenó a tres años de prisión en suspenso por falsificación de documentos públicos. A la misma pena fue sancionada la entonces jefa del Registro Civil de El Hoyo, Beatriz Anden de Delgado, a quién Fiorella llamaba tía.

Claudia y Mario fueron absueltos de la acusación por “suspensión y alteración de estado civil agravado en concurso ideal con falsedad ideológica de instrumento público”. Según la sentencia, sólo pudo probarse que “su voluntad estuvo dirigida a una adopción, pese a que por acciones ajenas a su voluntad fue irregularmente realizada”.

“Todos los que participaron lo hicieron con fin altruista”, sentenció la Justicia y ordenó regularizar las actas de nacimiento falsificadas debiendo quedar asentado que ambas menores eran hijas biológicas de Rosa Saldivia.

En 2009, cuando Fiorella tenía 19 años, el Juzgado de Paz de El Hoyo autorizó la adopción plena a Claudia Buiani otorgándole el apellido que en 2012 plasmó en su primer DNI legítimo.

Actualmente, Fiorella trabaja en la Secretaría de Recepción de Denuncias contra la Violencia Institucional de la Municipalidad de El Hoyo. Espera próximamente poder recibir en su oficina a quienes tengan dudas sobre su identidad y ponerlas en contacto con el Programa Nacional sobre el Derecho a la Identidad Biológica, que desde este año cuenta con sede en Bariloche.

—Yo encontré a mi familia y quiero ayudar a que otros puedan hacerlo. 

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La emoción puede cobrar diversas formas y el que quizás sea uno de los momentos más importantes de su vida cabe en un cuadradito de 4x4 centímetros.

Sus labios anchos se unen en línea recta, el flequillo grande, bien negro, cae de costado sobre la frente con el corte flogger de moda y sus ojos marrones miran fijo a la cámara. Fuera del recuadro, la panza incipiente de su segundo embarazo, 22 años, la camisa blanca y los ojos rojos de tanto llorar. Hubo que hacer varias tomas antes de llegar a la definitiva.

Con la lapicera que se parecía a las que usaba de chica para jugar en la pizarra mágica escribió su firma por primera vez. Aquel 23 de agosto de 2012, en la Plaza Moreno de La Plata, Fiorella llevaba en sus manos su primer DNI legítimo.

Diez años después, sentada en su oficina revuelve en su bolso pero no encontrará allí -entre lapiceras, maquillaje, papeles varios-, lo que busca. A su DNI lo guarda en su casa, como un tesoro.