El camino más directo para llegar a casa
por Ulises Castañeda
El Centro de Información de Avalanchas había publicado un informe alertaba posibles desprendimientos de placas de nieve en el Cerro López, en Bariloche. Era el 4 de septiembre de 2024. Tres esquiadores desoyeron esa información. Y la tragedia fue un manto blanco que los sepultó y se cobró una vida. A un año, esta crónica reconstruye aquel día en la montaña y el accionar de los rescatistas.
Imágenes: Sauko Estudio / Informe Club Andino Bariloche
*Trabajo final en la Diplomatura de Narrativas Creativas de No Ficción de la Fundación de Periodismo Patagónico y la Universidad Nacional de Río Negro. Cohorte 2024.

A pesar del sol radiante, Nacho Shimizu se sentía incómodo. Era una de esas jornadas en el Refugio López en la que nada parecía funcionar. Aquella tarde del 4 de septiembre de 2024 llevaba horas intentando llenar el tanque de agua usando la energía del panel solar, ya que el grupo electrógeno no había arrancado. Las dos pesadas baterías apenas soportaban el esfuerzo de succión de la bomba, por lo que solo podían cargar agua en intervalos de cinco minutos.
Nacho acercó su melena de rulos decolorados a la ventana de la cocina, y respiró. Desde ahí observó la bendita bomba de agua apoyada sobre un tocón de madera, con su manguera de rayas azules y blancas inmersa en el estanque congelado que servía de reserva de agua. Pensó si no tendrían que hacer todo el proceso de purgar de nuevo con agua caliente. Es una persona calma, paciente y tiene la experiencia suficiente para aceptar ese complot que los artefactos suelen tender ciertos días en el Refugio, y que despiertan hasta las más sofisticadas supersticiones.
Sin embargo esas sensaciones de incomodidad lo ponían en alerta, en guardia, aunque no hubiera una razón visible. Entendía que en la cotidianeidad de su trabajo de refugiero, en aquel cerro ubicado cerca de la ciudad de Bariloche, a mil seiscientos metros de altura y alejado de todo, la línea que divide lo ordinario y lo extraordinario es muy fina, y que de un polo a otro, un pestañeo, cualquier descuido, alcanza para el pasaje.
Levantó un poco más la vista y el reflejo del sol en la nieve le hizo entrecerrar más sus ojos nipones. Detrás de la bomba y del estanque, del corral nivométrico que está sobre las ruinas del antiguo Refugio, más allá de los primeros acantilados rocosos y precipitados, se extendían los picos Lührs, El Dedo, Magnat y el Filo de Las Cabras. Según lo que recuerda, había una buena visibilidad después de varios días de peste. El temporal que había comenzado el domingo se estaba extinguiendo por completo. Aunque al otro día, según los pronósticos, se volvía a pudrir.
Por lo demás, era una tarde silenciosa. Tanto los guías como sus clientes esquiadores estaban en sus respectivos destinos de montaña. No había nadie en el salón ni en las habitaciones, solo los crujidos de sus propias pisadas.
Sin embargo la tranquilidad se interrumpió de súbito con unos pasos acelerados y toscos que retumbaron en el salón. Fue un cliente el que dijo:
- ¡Hubo una avalancha!
Una inmensa avalancha se había gatillado desde el filo del López hasta el mallín cuando estaban volviendo del Filo de las Cabras. Aparentemente había una figura negra entre la abundante nieve que se movía, y eso podía ser una persona. Los guías Gaspar Lamuniere y Julián López se habían quedado en el lugar para comenzar la búsqueda.
***
Unas horas antes, aquella misma mañana del miércoles 4 de septiembre, desde el deck del refugio Roca Negra del Cerro López, el lago Nahuel Huapi se veía en calma. Con apenas unas partes del cielo cubiertas, el sol prometía unas temperaturas elevadas. En el sitio no estaban las Defender Land Rover 4x4 estacionadas como siempre. Roca Negra estaba cerrado. Sí había un grupo de esquiadores comandado por Eric Karst, Guía de Alta Montaña, revisando sus equipos, comiendo algo, contemplando el terreno y el clima antes de decidir subir.
Otros cuatro esquiadores llegaron al deck y los dos grupos se encontraron. Fueron muchos los que ese día salieron a disfrutar de la nieve nueva luego de la tormenta. En este caso, los recién llegados eran tres hombres y una mujer. Estaban de buen ánimo. Apoyaron sus cosas y descansaron un rato en los bancos de madera, sentados frente al lago.
Según lo registrado en el informe del Centro de Información de Avalanchas (CIAV), al entablar conversación, Karst les recomendó a los cuatro recién llegados que no fueran por la parte superior del Refugio por la peligrosidad del terreno. Les preguntó si habían visto el Boletín de Peligro de Avalanchas del día, publicado por el CIAV, en el que se indicaba que el riesgo era considerable: probabilidades de avalanchas pequeñas y hasta bastante grandes en la zona alpina y media a la cual se querían dirigir. El viento también había hecho su trabajo. La tormenta iniciada el domingo anterior -y que se había mantenido hasta el martes- había producido precipitaciones en forma de nieve por encima de los mil doscientos metros de altitud, y el viento fuerte había acumulado nieve de hasta setenta centímetros. El Boletín recomendaba transitar por zonas de pendientes suaves, que no superasen los treinta grados de inclinación.
El grupo de los nuevos esquiadores no había leído el Boletín, los datos en forma de música áspera y rocosa de su informe. Igualmente tres del grupo, Cristian Euraskin, Augusto Gruttadauria y Andrea Marshall, decidieron subir hacia La Hoya. Ellos no eran guías, pero argumentaban experiencia en el terreno. Eric Karst insistió, sin conseguir persuadirlos. Resultaba difícil comunicar la peligrosidad a interlocutores que ya tenían la mochila puesta, los esquíes con pieles, y el itinerario hecho con un hermetismo infranqueable, una planificación ortodoxa que no era permeable a una cancelación por mal pronóstico.
No fue así con el cuarto de los esquiadores, que decidió quedarse alegando cansancio, y le dejó su dispositivo DVA (Detector de Víctimas de Avalanchas) al grupo porque les faltaba uno.
***
Al mediodía, Euraskin, Gruttadauria y Marshall subían el López. Iban trazando zetas en el manto blanco de la nieve que resplandecía al sol. Pasaron la zona de la Hoya, con su laguna tapada en nieve, y alcanzaron el Pico Turista, a dos mil cien metros de altitud. Desde ese lugar, la vista de trescientos sesenta grados era impresionante. Todo desde allí parecía valer la pena. El cerro Tronador se imponía al sur, del otro lado de la cordillera de los Andes se veían El Puntiagudo y Osorno, volcanes chilenos. Más cerca, en frente, el cerro Capilla, y a sus pies el Brazo Tristeza, la unión con el Nahuel Huapi, la Isla Victoria y más atrás, al norte, ya la parte del lago neuquino con sus cerros.

Desde el Pico Turista esquiaron en descenso nuevamente hacia la Hoya. Luego cruzaron a otra zona, más al sur del filo, donde se reagruparon y miraron hacia la pronunciada pendiente. Según lo que se reporta en el informe de la CIAV, el grupo acordó bajar desde ese punto, alegando que era “el camino más directo para llegar a casa”. La pendiente en algunos puntos superaba los cuarenta grados, llegando en algunos a cuarenta y cinco. Euraskin era quien conocía el territorio. Era de Bariloche, y tenía 52 años. Gruttadauria era cordobés, y no llegaba a los 30 al igual que Marshall, que venía de Escocia.
Eran aproximadamente las 17:15. cuando Euraskin encaró el descenso con su tabla de snowboard, deteniéndose a mitad del recorrido. Andrea Marshall fue después, pero frenó no muy lejos del filo. Al poco tiempo, sin tanto espacio entre ambos, se lanzó Augusto Gruttadauria, quien pasó muy cerca de la esquiadora y provocó por su peso el desprendimiento de una placa.
Gruttadauria cayó arrastrado por la nieve unos cincuenta metros y quedó atrapado hasta las rodillas. Al verlo, la escocesa salió disparada a su ayuda, pero en el descenso, cortó una placa más grande, rompiendo así una capa de nieve más débil que yacía debajo de una más fuerte y cohesionada.
Entonces la nieve lo cubrió todo.
Al cortar la placa y desencadenar la segunda avalancha, Marshall fue arrastrada unos quinientos metros por la pendiente, junto a piedras, nieve y restos de lengas achaparradas. Al final del depósito su cuerpo se enterró por completo. Augusto Gruttadauria también sufrió el segundo alud: pasó de estar parcial a completamente enterrado, aunque no cayó. Quedó arriba de todo, sepultado a unos mil novecientos cincuenta metros de altitud. Erauskin sí: recibió el segundo desprendimiento con fuerza y terminó junto a la esquiadora escocesa unos cuatrocientos metros más abajo.
***
Cerca de las cinco de la tarde de ese día, el guía Julián López junto a un esquiador emprendieron el regreso al Refugio López a descansar, cuando algo inmenso los detuvo. En el filo, una avalancha enorme se desprendió, produciendo una nube de partículas que cruzó el valle.
La magnitud del evento le dio a López la primera impresión de que no había podido ser provocada por personas. A continuación vio a Gaspar Lamuniere, que estaba más adelante con otros esquiadores, acercándose ya al depósito final de la avalancha. López y su cliente se desplazaron rápidamente hasta el lugar y vieron que Lamuniere asistía a Euraskin, que estaba enterrado hasta el torso, con la cabeza y vías aéreas descubiertas. El esquiador barilochense estaba consciente, entero. Euraskin dio aviso de que estaba con otras dos personas. A unos metros vieron una mano sobresaliendo de la nieve. Era de Andrea Marshall, y pese al esfuerzo y a palear hasta sacarla, ya no presentaba signos vitales.
No había mucho qué pensar, Julián López disparó mentalmente un accionar mecánico y protocolar por su experiencia: mandó a los clientes al Refugio a avisar, llamó a la Comisión de Auxilio y salió a buscar con el DVA a la tercera persona: Augusto Gruttadauria. También le avisó al otro guía, Villagra, que ya estaba en el Refugio, para que se acercara a la zona y preparase el equipo técnico de rescate.
Julián López recuerda que en aquel momento sentía mucha presión, porque la zona de búsqueda era difícil, el área muy grande y había que rastrear desde abajo. También existía el riesgo de que el esquiador aún no encontrado no hubiera sufrido el arrastre y que, al intentar descender, pudiera provocar una nueva avalancha que los atrapase a todos. Cristian Euraskin había llegado a ver a Andrea Marshall, pero no a Gruttadauria.
Finalmente se reunieron los tres guías más un cliente. Comenzaron a buscar señal y recorrieron varias veces los depósitos principales. Pero no dieron con el esquiador cordobés, hasta era posible que no hubiera llevado consigo el DVA, o que simplemente no funcionara.
El tiempo pasaba, y las probabilidades de que Augusto Gruttadauria estuviera con vida disminuían. Cada segundo contaba. De estar enterrado, el oxígeno se agotaría pronto. Sumado al estado de hipotermia creciente, el panorama era desalentador.
A las 19.30, luego de dos horas de búsqueda, llegó el personal de la Comisión de Auxilio. Los tres guías le dieron el parte a los rescatistas, quienes salieron a hacer otra búsqueda con DVA y también con un perro especializado. Pero no obtuvieron nada, por lo que suspendieron la búsqueda y trasladaron a Cristian Euraskin y al cuerpo de Andrea Marshall a la ciudad.
Los guías, exhaustos, comenzaron a subir al Refugio López con la esperanza de que Gruttadauria no hubiera sido arrastrado y que por alguna afortunada razón, estuviera vivo.
***
Nacho Shimizu paró la oreja para escuchar mejor. No quería molestar ni ser invasivo, pero lo que se decía en el salón del Refugio López esa noche del miércoles era importante. Muchas anécdotas con relatos cruzados. Nacho quería reconstruir los retazos de información reservada que se compartían entre Villagra, Lamuniere y López.
Los fragmentos de las conversaciones incluían la palabra fallecida, la descripción de los colores de una cara, de un trauma al encontrar un cuerpo. Para intentar entender mejor, los refugieros fueron a cenar al salón para que la reconstrucción de las historias parciales les diera un relato coherente.

Al mismo tiempo, entablaron comunicación con Belén Barbagallo, la concesionaria de Roca Negra y del Refugio López. Juntos intentaban recabar información, pero apenas funcionaban como puente entre éstos y la Comisión de Auxilio, Parques Nacionales, Defensa Civil y otros participantes. Veían pasar como fantasmas las frecuencias de radio con algunos datos, con el cuidado de que no se convirtieran en un teléfono descompuesto que termina entorpeciendo la situación. Fueron muchos los celulares de personas vinculadas al Refugio que sonaron al unísono en diferentes lugares. La noticia corrió velozmente entre las personas y los medios de comunicación.
Luego de la cena, Juan Pablo Villagra le consultó a Nacho Shimizu si existía la posibilidad de dejar una luz que apunte hacia la Hoya, con la intención de que el esquiador desaparecido pudiese identificar el refugio en el caso de que estuviera perdido y no lo hubiese atrapado la avalancha. A Nacho el pedido le resultó complejo de resolver. Con el grupo electrógeno sin andar y el panel y sus baterías en la lona, no le quedó otra opción que instalar una linterna frontal en el segundo piso, como un pequeño faro improvisado.
Atada a un palo de escoba, junto a la ventana, la linterna frontal del refugiero titilaba en dirección a la Hoya. Nacho observó el efecto fantasmagórico que generaba ese parpadeo sobre la nieve nocturna. La luz bien blanca, pálida de la linterna que rebotaba y llegaba hasta el corral nivométrico, produciendo una aureola que, en la noche cerrada, le dejaba al refugiero la confirmación de que era, definitivamente, un día particular. Aquella sensación que le había dejado el mal funcionamiento de las cosas se ensombrecía. En la montaña, lo gracioso se convierte en cínico con prontitud.
Todos se fueron a dormir, o a intentar hacerlo.
***
A las 3:50 am del jueves, un cuerpo nadaba hacia arriba en la oscuridad, entre la nieve, a casi dos mil metros de altura. Llevaba tiempo escarbando, nada menos que once horas. Finalmente un brazo logró salir a la superficie, donde el viento corría con fuerza. Cuando logró el objetivo, la mano entumecida marcó 911 en un celular. Según lo registrado en la grabación de la llamada del otro lado se oyó:
- Río Negro Emergencias, ¿en qué lo puedo ayudar?
- Hola, estoy en el Cerro López –contestó el enterrado-. Me cayó una avalancha. Estoy… de pedo puedo respirar. Pero tengo las piernas atadas, por favor.
- Escúcheme, ¿su nombre?
- Augusto Gruttadauria.
- Augusto, no me cortes que te voy a comunicar con Bariloche, ¿sí? No me cortes.
- Emergencias, buenas noches –repetían desde Bariloche.
- Hola, se me cayó una avalancha en el Cerro López, por favor. Me está agarrando hipotermia, hace cuatro horas (sic) se me cayó. De pedo puedo respirar porque hice un hueco.
- ¿Cómo es su nombre?
- Yo soy Augusto Gruttadauria, estoy en la cara… del refugio, de la cara derecha como quien mirase… subiendo. Por favor, envíen a alguien, tengo frío.
La mujer de Emergencias intentó calmar y darle ánimos a Augusto diciéndole que ya daría aviso a los rescatistas. Gruttadauria cerró, lapidario:
- Ojalá vengan, ojalá lleguen.
***
El celular de Julián López sonó a las 4 de la mañana. Era la Comisión de Auxilio. Augusto Gruttadauria estaba vivo, semienterrado cerca del filo y se había podido comunicar.
López les avisó a sus compañeros Lamuniere y Villagra y ninguno dudó: había que salir al rescate a pesar de que el peligro por el clima seguía presente. Había un sobreviviente, era una certeza. Debían perseguir ese llamado en la oscuridad, remontando la resaca de la avalancha, costara lo que costara.

Julián López se vistió, despertó al personal del Refugio y les pidió conformar un equipo de rescate. El refugiero Shimizu, entre dormido y nervioso, empezó a armar lo que podía: aislantes, bolsas… pero López lo interrumpió. Necesitaba equipo técnico. Entonces Nacho Shimizu recordó que había algunas otras cosas y juntó unos restos de cuerdas, chicotes y una piqueta antigua que había donado una esquiadora rusa. Al tener la piqueta en sus manos, Julián López abrió los ojos como si hubiera visto un animal extinto.
- ¿De dónde salió esto?
En menos de una hora bajaron desde el Refugio hasta la zona del mallín, donde estaban los depósitos inferiores finales, para luego remontar por el sendero que había dejado la avalancha. Las linternas frontales y los flashes de algunas fotos que iban sacando para el registro le daban a la nieve nocturna un aspecto metálico. Era una noche cerrada. Recorrieron la avalancha a contramano con sus dispositivos de búsqueda, clavando piqueta y grampones, buscando una señal, un brazo que sobresaliera entre lo blanco.
En una hora y quince minutos de búsqueda llegaron al depósito superior, a unos quinientos metros de altitud. Allí dieron cuenta de la dimensión real de la corona, el punto de desprendimiento de la masa de nieve que indicaba la caída de una pendiente de quinientos metros de largo. Enorme. Y a apenas cincuenta metros del filo del cerro.
En ese momento, lo vieron. A las 6.40, parcialmente sepultado, Augusto había podido abrirse una buena vía aérea, y estaba vivo. De hecho, consciente. Para lo que Julián esperaba, eran unas excelentes condiciones. Un alivio grupal que templó la noche. Un momento grato después de tanta incertidumbre.
Augusto se mostró colaborativo, aunque con un grado importante de hipotermia y un fuerte dolor en la pierna derecha. Lo asistieron con bebidas calientes y abrigo, un elixir. No obstante, restaba algo importante: la evacuación. Las condiciones climatológicas de esa madrugada no eran para nada buenas; se necesitaba un helicóptero, pero los fuertes vientos complicarían las maniobras. Había que actuar con rapidez.
Por suerte, la Comisión de auxilio ya estaba en camino, y aproximadamente a las 7.30 llegaron al lugar y colocaron una cuerda para deslizar a Augusto con una camilla especial, la Sked, para descender hasta un punto donde pudiera aterrizar el helicóptero.
A las 8.30, en mitad del recorrido de deslizamiento de la camilla, llegó el helicóptero, y pudo llevar a Augusto Gruttadauria al hospital público. Apenas veinte minutos más tarde, un viento fuerte comenzó a soplar en el cerro, y de haber tardado un poco más la ayuda, el helicóptero no hubiera podido aterrizar. Por si fuera poco, a los cuarenta minutos, una nevada cayó con fuerza, llegando a los veinte centímetros de acumulación.
***
Dos meses después, la mañana del 5 de noviembre, otra vez un cielo limpio después de una nevada. Un sol que irradiaba sobre nieve nueva, que había caído en buena cantidad. Desde el Refugio López, el sol se veía salir por la estepa, desde Dina Huapi, a eso de las 5.50. El lugar estaba vacío, salvo por el refugiero de invierno, Matías Buscarons, y por un compañero que había llegado a reemplazarlo para hacer la transición de la temporada de invierno a la de verano.
El sol entraba oblicuo sobre las mesas del salón por los ventanales del este. El Refugio estaba en silencio, entre el mudo paso del mate, el crepitar de la leña, y los esporádicos estruendos que hacía la nieve al caer en bloques del techo hacia la terraza, a medida que empezaba a calentarse el exterior.
El ambiente calmo se interrumpió por los pisotones de unas botas rígidas que sacudían la nieve en el hall de entrada. Se oyó un murmullo, se vieron unas figuras deambular por la terraza. Con aquel clima, quizás fuese de las últimas posibilidades del año para ir a hacer esquí de travesía en el Cerro López.
Era Cristian Euraskin, que volvía al cerro por primera vez después de la tragedia.
Entró al salón y saludó a los refugieros. La conversación fue sobre el día, la suerte de poder volver a esquiar, si alguien necesitaba algo, agua caliente, lo usual. Pero Euraskin tenía todo. Entonces, no eludió el tema: se sentó y habló de la avalancha. Sus ojos grandes, oscuros, eran esquivos. No se fijaban en ningún punto, iban rebotando entre los tablones, las tazas, los bancos del salón. Nunca se cruzaron con la mirada de los demás. Tenía la voz afectada. No le habían preguntado nada, pero les contaba de las acusaciones del pueblo, de todo lo que se había dicho de él, de una guiada que no fue guiada, ni comercial, ni nada. Que los demás –Marshall, Gruttadauria- se habían tirado muy juntos, que había sido una desgracia. Una especie de defensa informal, frente a un tribunal ausente. Euraskin se fue vaciando, poco a poco, frente a los dos refugieros en silencio. Era una especie de duelo esa última subida, una disculpa tácita.
Afuera estaban las pendientes que subiría Euraskin trazando huellas en un zigzag perfecto hasta llegar a la Hoya y luego al Pico Turista, mientras el sol de la mañana empezaba a irradiar el cerro con fuerza.
En breve tiempo, las lengas achaparradas brotarían nuevamente de debajo de la nieve, saliendo a la superficie luego de su hibernación.