Diez horas en La Escuelita

por Pablo Montanaro

El 25 de agosto de 1976, Hugo Obed Inostroza Arroyo fue secuestrado de su casa de Plottier y trasladado al centro clandestino de detención de Neuquén. Después de haber sido torturado con picana eléctrica, logró escabullirse.


Marzo 2023

Plottier, 25 de agosto de 1976, cerca de las 10 de la mañana. Un chico le arroja una piedra a un Ford Falcon que sale a toda velocidad. En el interior del auto está su padre, con las manos atadas en la espalda y recibiendo todo tipo de golpes por parte de sus captores. Uno de los integrantes del grupo de tareas que realiza el operativo encabezado por el Ejército, saca un arma y le apunta al menor. El chico es uno de los hijos de Hugo Obed Inostroza Arroyo. Hugo tiene 30 años y milita en el PRT-ERP (Partido Revolucionario de los Trabajadores - Ejército Revolucionario del Pueblo).

-¡Cómo se te ocurre dispararle a un pibe, boludo! –le grita uno de los que participaron del secuestro a quien estuvo a punto de apretar el gatillo contra el menor.

-A estos hay que matarlos de chiquitos -le responde sin vueltas.

A unos metros, en la casa de Inostroza Arroyo, su mujer y sus otros hijos se quedan mirando paralizados cómo se aleja a toda velocidad el Falcon sin patente, levantando una humareda de tierra. El chico que arrojó la piedra, unos minutos antes le había avisado a su padre “te buscan unos señores”.

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En 1972, el hombre había decidido que era el momento de meterse en la militancia “después de haber visto la miseria de los trabajadores”. Era albañil y delegado del gremio de la construcción. Militaba bajo el alias “Pelo” o “Juan”.

Desde el mismo comienzo del golpe militar, sintió que estaba en la mira. Desconfió cuando durante varios días un grupo de soldados “trabajaron” en la reparación de la acera. Las sospechas aumentaron especialmente después de regresar de Viedma, donde informó a los referentes del partido acerca de un grupo de compañeras de militancia que estaban escondidas en una chacra. De la capital rionegrina volvió con una suma de dinero para solucionar la situación de esas compañeras. “Les entrego la guita y me borro de la Provincia”, se repetía una y otra vez. Antes de ser apresado, le había pedido a uno de sus hijos que llevara un paquete a un compañero que colaboraba con el PRT. En el paquete estaba el dinero.

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En el interior del Falcon, Inostroza Arroyo lleva una capucha negra en su cabeza y recibe un golpe tras otro, con una ferocidad brutal. A pesar de la oscuridad intuye que el auto se traslada por la Ruta 22 hacia la ciudad de Neuquén.

-Caíste. Quedate piola o te volteamos acá mismo -le dicen.

Está convencido de que se acerca su final, que lo van a torturar como a todos los que fueron secuestrados y llevados a “La Escuelita”, el centro clandestino de detención, tortura y exterminio, que comenzó a funcionar la noche del 9 de junio de 1976 en el fondo del Batallón de Ingenieros 181.

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La Escuelita -llamado así porque en ese lugar “se enseña a hablar” a partir de la aplicación sistemática de tormentos físicos y psicológicos-, se convirtió en el principal centro clandestino que funcionó en el Alto Valle durante la dictadura militar.

“Me meten para adentro y cuando se abre la puerta siento como un ruido de chapas. Era la famosa Escuelita que le decían. Ya estaba destrozado. No sentía los golpes ni nada. Estaba convencido de que me iban a matar. El interrogatorio era de exterminio”, recordó años después.

Durante horas el cuerpo de Inostroza Arroyo se retorció en el camastro metálico por los golpes y las descargas eléctricas. Por momentos creyó que perdía el conocimiento, pero lo que jamás olvidó fue la voz de esa mujer que rogaba entre llantos desgarradores que la mataran.

“Mi cabeza era un infierno. Sentía muchos golpes en la cabeza, el cuerpo se arqueaba como una banana, luego ya no sentía nada de tanto golpe y picana. Con la picana perdía el conocimiento y me despertaba con los golpes”, describió.

Quien estaba a cargo de los interrogatorios no le pudo sacar ninguna información, ninguna dirección, ningún dato sobre sus compañeros de militancia. En un momento abrió la boca, balbuceó que ese día tenía previsto encontrarse con el Petiso, su contacto en Plottier, en la esquina de San Martín y Houssay.

El grupo de tareas fue en busca del Petiso. La esquina era real pero el Petiso no existía, lo inventó. Cuando la “patota” volvió sin la presa, de la impotencia y la bronca por haber sido víctimas de una mentira, le volvieron a meter picana en los pies, en los testículos, en las sienes. Eran tan fuertes las descargas eléctricas que las primeras las sintió y después, ya no.

“Con nosotros utilizaban la política de exterminio. Fue tan fuerte el interrogatorio que a ellos les daba lo mismo que me fuera o que me quedara. En pocas horas me tenían que sacar toda la información posible porque los compañeros, cuando se enteraban que te habían levantado, se iban todos. Entonces el asunto tenía que ser rápido, así que me destrozaron”, explicó años después.

El médico que asistía a “La Escuelita” para brindar atención médica a las personas cautivas alertó a los torturadores. “Ojo, que éste se les va”. Ese mismo médico le recomendó a Inostroza Arroyo que hablara: “Si hablás, yo te puedo ayudar. Una vez que hablás te pongo una inyección, te dormís y te sacan. Pero dales algo a estos locos porque si no te van a destrozar”. Estaba convencido de que de ese galpón no iba a salir con vida, pero no quería seguir soportando la crueldad de los tormentos. El médico era Hilarión de la Pas Sosa, que trabajaba como jefe de Sanidad del Comando de la Sexta Brigada del Ejército en la ciudad de Neuquén.

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Unas doce horas después, los torturadores decidieron tomar un descanso. Pero antes, le colocaron a Inostroza Arroyo sus manos esposadas detrás de la cabeza. Esperó a que se fueran y con las pocas fuerzas que le quedaban intentó ahorcarse con las esposas, pasándoselas por la garganta. La presión que hizo fue tanta que una de las esposas se le salió del puño derecho. Se arrancó la venda de los ojos, vio la puerta y salió corriendo.

Con un palo que encontró en el camino golpeó a un guardia, la oscuridad de esa noche fría le permitió ocultarse y escabullirse entre los pastos altos.

Pedro Maidana, uno de los jóvenes que habían sido secuestrados en junio en el Operativo Cutral Co, desde la cucheta donde estaba sujeto alcanzó a escuchar una voz de alto y de inmediato una ráfaga de disparos.

Lo mismo oyó el conscripto Raúl Radonich, quien hacía trabajos administrativos en una oficina cercana a la sala de armas, distante unos metros de La Escuelita. “Primero no entendíamos de qué se trataba y, después, era una cantidad de disparos impresionante, algunos como una ráfaga. De pronto nos golpearon la puerta, venían a retirar armamento para la guardia de refuerzo. Además, salió una patrulla de nuestra compañía al mando del subteniente Jorge Gaetani, que hizo una recorrida por la zona. Luego, la cantidad de disparos fue disminuyendo hasta que ya no se escuchó más nada y regresó esa patrulla”, relató Radonich, quien fue dado de baja en noviembre de 1976 y secuestrado el 13 de enero del siguiente año y trasladado a La Escuelita.

Soldados y oficiales salieron a campo traviesa a buscarlo. Inostroza Arroyo siguió corriendo. Durante la huida se encontró con un joven soldado que solo atinó a mirarlo y no hizo nada aunque portaba un fusil. Sintió que la suerte estaba de su lado pese a la molestia en la pierna derecha producto del roce de una bala. Continuó saltando montículos de tierra, eludiendo pastizales, cruzando cercos y hasta una laguna. Era el deseo de vivir, de escapar de ese infierno. A medida que se alejaba escuchaba el ruido de camiones, de disparos y gritos.

Llegó a una vivienda en la que una mujer le ofreció ropa, una botella de agua y siguió hasta la orilla del río donde se lavó la sangre. Luego se dirigió a la casa de unos compañeros que le dijeron que lo mejor era que se quedara guardado unos días.

Pasaron unas horas hasta que el Comando de la Subzona 52, a cargo de la VI Brigada de Infantería de Montaña, hiciera circular la información del pedido de captura de “un delincuente subversivo”.

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Inostroza Arroyo decidió volver a su casa en Plottier con el deseo de encontrarse con su familia. En la casa no había nadie, su mujer y sus hijos se habían trasladado a Bahía Blanca para estar a salvo. Pensó que Bariloche podía ser un buen lugar para ocultarse y dejar atrás todo lo vivido en ese lugar de horror y muerte. Estuvo allí un tiempo y también en Viedma, buscó trabajo como albañil en alguna obra en construcción y logró que le operaran los coágulos que se le habían formado en la cabeza como consecuencia de los golpes y la tortura.

Cuatro años después se reencontró con su familia en Médanos, provincia de Buenos Aires. Su madre le dio 2 mil dólares para que viajara a San Pablo, Brasil, donde tomó contacto con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), el organismo encargado de supervisar y coordinar la acción internacional en favor de la protección de los refugiados en todo el mundo. Consiguió exiliarse en Suecia, donde fue operado de la herida en el tobillo, producto del disparo recibido cuando huyó de La Escuelita. Pudo conseguir trabajo en una fábrica de fundición aunque lo vivido esas horas en el centro clandestino le provocaba terribles pesadillas. En 2004 se radicó en España.

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En junio de 2012, desde la embajada argentina en Madrid declaró por videoconferencia en su condición de víctima de la represión en el segundo juicio por delitos de lesa humanidad que se realizó en Neuquén, en el que trece represores fueron condenados a penas de entre 4 y 23 años de prisión y ocho recibieron la absolución en perjuicio de 39 víctimas.

Entre los condenados había ex jefes militares y de inteligencia, suboficiales y civiles que trabajaban en Inteligencia del Ejército, personal de Gendarmería y comisarios retirados. Fueron acusados de participar de secuestros y tormentos ocurridos en la Delegación Neuquén de la Policía Federal, en las comisarías de Cutral Co y Cipolletti, y en La Escuelita. Nueve de ellos ya habían sido condenados en el primer juicio desarrollado en 2008 por torturas en ese centro clandestino de detención.

Durante la dictadura militar, 390 personas fueron detenidas en Neuquén y Río Negro, de las cuales 54 permanecen desaparecidas. 31 neuquinos y rionegrinos desaparecieron en otras partes del país, otros 25 fueron asesinados y 8 son sobrevivientes. El 50 por ciento de los detenidos-desaparecidos tenían entre 20 y 29 años, y la mayoría (82 por ciento) eran varones. El 28 por ciento de los detenidos-desaparecidos eran obreros y un 19 por ciento estudiantes universitarios.

Inostroza Arroyo había pensado viajar a Neuquén para prestar declaración ante los jueces Orlando Coscia, Eugenio Krom y Mariano Lozano que conformaron el Tribunal Oral Federal 1. Pero desistió.

“Estar sentado frente a los represores, frente a esos hijos de puta que se burlan, se te ríen en la cara, te hacen muecas… Yo no quiero ir a ver eso porque me voy a amargar toda la vida”, explicó.

Al final de su declaración, dejó plasmada una sentencia que desde que comenzaron los juicios a represores ha sido el clamor de una sociedad: “Si se los llevaron vivos que los devuelvan vivos o que digan dónde están los cuerpos de los desaparecidos”.