Después de la marea

por María Eugenia De Cicco

El pulpito tehuelche es un molusco de hábitos costeros que cabe en la palma de la mano. Se pesca artesanalmente en la playa que queda al descubierto entre las mareas del Golfo San Matías. Natividad Vargas es la mujer que más sabe de ellos en Las Grutas: tiene 83 años y se ha pasado la vida yendo a la costa a pulpear.

Enero 2022

Foto Martín Brunella


Es un sábado de enero en Las Grutas, el principal destino turístico en la costa atlántica de la provincia de Río Negro. El sol del mediodía sopla su aliento de fuego en la espalda. En el Barrio de los Pulperos no se siente la brisa, tampoco hay árboles donde buscar reparo. El calor arremete contra los cuerpos. A esa hora, el lugar parece desierto, pero sólo es cuestión de golpear las manos para que Natividad Vargas salga a ver quién llama.

Pasando la Séptima Bajada, el último acceso céntrico a la playa, asoma el Cañadón de la Paloma. Un asentamiento con casas de material y casillas de chapa, lonas y madera, ubicado sobre los médanos, con una vista privilegiada al mar, con carteles de todos los tamaños y colores que rezan: “vendo pulpitos”. En sus alrededores, la acumulación de chapas viejas y hierros oxidados, restos de autos y escombros, contrasta con las playas colmadas de veraneantes que siembran un colorido jardín de sombrillas y reposeras. Pero, la postal del verano patagónico llega hasta ahí. Hasta el Cañadón de la Paloma. Lo que viene después es el Barrio de los Pulperos, un sector en el que se instalaron familias de pescadores artesanales, cuyo sustento económico es la captura de un molusco que cabe en la palma de una mano: el pulpito tehuelche.

Natividad atiende la puerta. Su sonrisa es franca y acusa una dentadura diezmada. Tiene el pelo negro bien entrado en canas. Unas ondas suaves surcan su cabellera que termina recogida en un rodete. Años recorriendo las playas del Golfo San Matías de punta a punta, de sol a sol, buscando pulpo con el tarro al hombro, le han curtido la piel. Viste remera manga corta, pollera larga y delantal de cocina. Al caminar, arrastra un poco las alpargatas negras en el piso de tierra. No tarda en poner la pava para el mate y coloca en la mesa un plato lleno de tortas fritas. Mientras, Atilio, el marido de Natividad, serrucha unas maderas para hacer un mueble para la cocina. “Él nunca agarró viaje para pulpear, no le gusta”, dice Natividad. “Prefiero mil veces trabajar de albañilería antes que estar cuatro horas agachado con los pulpos”, explica Atilio, entre risas.

Foto Alex Zimmermann

Foto Alex Zimmermann


La “negrita Vargas”, como todos la conocen, tiene 83 años y es una de las vecinas más antiguas de Barrio de los Pulperos. Nació el 25 de diciembre de 1937 en Cinco Chañares, a veinte kilómetros de Las Grutas. Un paraje rural con muy pocos habitantes donde alguna vez hubo una estación de trenes. Tuvo una infancia sin lugar para los juegos y muchas responsabilidades como la mayor de seis hermanos. Desde edad muy temprana, aprendió a andar a caballo y a realizar distintas labores de campo. No fue a la escuela, no aprendió a leer ni a escribir. Cuando no tenían nada para comer, se las ingeniaba para agarrar algunas perdices en el campo. En esa época, su madre la mandaba a recorrer los puestos en otros parajes de la zona para pedir comida.

— Yo tenía un caballo medio petiso y manso e iba a buscar agua a un jahuel. Y me cruzaba de un lado al otro para que me dieran algo de galleta. Me iba cuando salía el sol y llegaba después del mediodía, los vecinos me preparaban una maletita con algunas cosas para comer y salía de vuelta para mi casa.


Para Natividad, en más de una oportunidad, la soledad esteparia redujo la vida a su mínima expresión: sobrevivir.

— Una vez mi mamá estaba por parir y yo estaba sola con mis hermanitos. Me preguntó si tenía coraje para llegarme hasta una estancia que estaba alejada para pedir ayuda. Con el susto que yo tenía no quería que se me muriera mi mamá así que le dije que sí.

— ¿Qué hizo?

— Agarré el caballo y salí. Era de noche y ese camino era un matorral tremendo. Y a cierta altura del camino, los perros me escucharon y me vinieron a torear y qué miedo me dio. Y cuando llegué, el dueño de casa me preguntó qué pasaba y le dije de mi mamá. Así que enseguida se vino la señora de él conmigo para ayudar a mi mamá.

— ¿Qué pasó después?

— Yo hice un fuego en un rincón de la casita que no tenía techo y me quedé ahí con mis hermanitos. No sé las horas que habían pasado, en esa época no sabía lo que era la hora, ni los días de la semana, no tenía noción del tiempo. Por ahí, escuché que lloró una criaturita, al rato la señora me llama y me dice: “este es tu hermanito”.

La familia de Natividad se mudó del desolado paraje a San Antonio Oeste, un pueblo fundado en 1909 que creció con la llegada del ferrocarril y con la actividad portuaria y pesquera, donde ella y sus hermanos aprendieron a pulpear. 

Foto Alex Zimmermann

Foto Alex Zimmermann


Durante los veranos, junto a su familia y otros grupos de pulperos, se instalaban por varios meses en puestos o “ramadas” en distintos sectores de fácil acceso al mar, entre San Antonio Oeste, en Río Negro y Puerto Lobos, en Chubut. Las ramadas eran viviendas temporarias muy precarias construidas con vegetación del lugar, jarilla o fume, principalmente, con una habitación y un sector para almacenar la pesca, que día por medio un acarreador pasaba a buscar y les dejaba agua y víveres. Ese período de la historia del pulpeo se encuentra documentado en “Lugar y sentido de lugar en un camino de la costa atlántica patagónica, 1950-1970”, un trabajo interdisciplinario realizado por los investigadores Gerardo Bocco, Ana Cinti, Julio Vezub, Noela Sánchez-Carnero y Matías Chávez junto con los pulperos Juan Carlos Vargas -hermano de Natividad- y Tomás Hueche. Allí, se reconstruyen las prácticas asociadas a la pesca artesanal de pulpo y las vivencias de los pulperos a orillas del mar.

El pulpito tehuelche es un molusco de hábitos costeros, presente desde las costas al sur de Brasil hasta el litoral norte de la Patagonia. Su captura se realiza en la zona intermareal, el área que queda al descubierto entre las mareas. Es la modalidad de pesca artesanal más antigua del Golfo San Matías, con registros desde la década de 1920. La actividad se desarrolla mayormente desde noviembre hasta abril. Es un oficio que se transmite de manera oral de generación en generación. La habilidad del pulpero está en reconocer los rastros que ha dejado el molusco en su camino para esconderse en una grieta o debajo de una piedra: marcas en la arena o restos de crustáceos con los que se alimentó. Con un gancho de hierro que mide entre 30 y 40 centímetros de largo, y en un movimiento rápido y certero, el pulpero saca al pulpo de su guarida, para dejarlo en un balde hasta la hora de eviscerarlo.

“No ves el pulpo, sólo escuchás el sonido cuando golpea en el fondo del balde. Te maravillás con su destreza”, describe Ana Cinti, doctora en biología e investigadora en CENPAT-CONICET, Puerto Madryn. Su área de trabajo, vinculada al estudio de los recursos pesqueros y las pesquerías de pequeña escala, la ha llevado a interiorizarse en la labor de los pulperos de Las Grutas y de Riacho San José, Península Valdés, Chubut, donde también se realiza esta modalidad de pesca artesanal.

Los pulperos prestan un especial cuidado en mantener el ambiente natural del pulpo, porque no regresa a un refugio que sufrió cambios. Los ejemplares más grandes pueden medir hasta treinta centímetros y pesar cerca de doscientos gramos. Es uno de los productos gastronómicos más emblemáticos del Golfo y se utiliza para hacer cazuelas, paellas, escabeches y ensaladas. En un local de venta de productos regionales en el centro de Las Grutas un frasco de pulpitos en escabeche cuesta alrededor de 900 pesos. Mientras que, en el Barrio de Los Pulperos, un frasco del mismo tamaño se vende a 650 pesos.

Natividad: Del latín nativĭtas.

1. f. nacimiento (acto de nacer).

La primera semana de enero de 1991, Natividad y su familia habían ido a pulpear. Parecía ser otro día más en el mar. Pero no.

— Se había hecho una laguna y había cinco pulpos ahí nomás, así que pensé que iba a llenar el tarro enseguida. Saqué esos pulpos y cuando me paré, ¡ay, mi madre! Jamás en la vida me había sentido así.

— ¿Qué le pasó?

— Se me empezó a oscurecer la vista, estaba quietita, no veía nada y se me zarandeaba el cuerpo. Yo pensé que ni mi esposo ni mi hijo me iban a encontrar. Pensé que me moría. Iban a encontrar el tarro que era blanco. Pero Dios no quiso.

— ¿Se desmayó?

— No. Si me desmayo no cuento el cuento. Estaba sola, no había quedado ni un solo pulpero. Yo siempre tengo la costumbre de hacer una oración, y seguí para adelante, iba cantando. Y cuando me agarró eso con el único con el que estaba hablando era con Dios. No tenía a nadie, y le dije al Señor que, si era la hora de mi muerte, si podía rescatar mi alma y si había alguien que estuviera ofendido conmigo que me perdonara.

De a poco, se le aclaró la vista y con mucho esfuerzo comenzó a caminar hacia la orilla. Mientras, la marea subía. Una señora la vio y la ayudó a salir del agua. La acompañó hasta el camino y esperaron a que su hijo pasara con la camioneta a buscarla. Durante el trayecto de vuelta al barrio, su hijo le preguntó qué le pasaba. Pero ella no lo sabía. Una tristeza súbita la invadió. Rompió en llanto. Pero no quería llorar. Natividad no supo que tuvo un infarto hasta que se lo dijeron horas más tarde en la Salita de Primeros Auxilios de Las Grutas.

Ese mismo verano, vendrían dos infartos más y veinticuatro días de internación en el Hospital Artémides Zatti de Viedma. Para los médicos, fue un milagro que pudiera sobrevivir a tres infartos.

Durante los seis años siguientes, no pudo volver a pulpear ni hacer ninguna otra actividad porque enseguida se agitaba. Su corazón se cansaba rápido. Hasta que un día no aguantó más y le dijo a uno de sus hijos: “Mañana te acompaño a la playa a pulpear”. Ante la negativa de su hijo, insistió: “Me llevo una sillita, la radio y yo sólo miro”.

Como un faro en la noche más oscura, el rostro de Natividad se ilumina al recordar aquella jornada de febrero de 1997 que volvió al mar.

-Mientras mi hijo y uno de mis nietos buscaban pulpitos, salí a caminar cerca del auto y encontré un tarrito. Y cuando volví, mi corazón estaba bien. “Si pudiera caminar hasta esos charcos”, decía yo. En el auto había unos ganchos, siempre me escondían las cosas para pulpear. Y por ahí me vio mi nieto y me retó, ¿sabe el grito que pegó? “¡Pónganse contentos!”, les decía yo. En un ratito nomás, saqué dos kilos de pulpo. Después me tuvieron que ayudar a salir de la laguna. Yo me sentía con una alegría que era natural y le daba tantas gracias a Dios que había podido entrar de vuelta a la marea.

Foto Alex Zimmermann

Foto Alex Zimmermann


Queda una sola tortafrita en el plato. La de la vergüenza. Natividad trae los ganchos con los que salía a pulpear y los deja sobre la mesa. El salitre y el tiempo han dejado su marca de óxido en los ganchos, volviéndose piezas de museo.

La “negrita Vargas” ya no pulpea, pero sigue elaborando escabeches con los pulpitos que le traen sus hijos y nietos para vender a los turistas que pasan por el barrio.

Desde el médano, Natividad mira el mar. El viento le habla al oído. Le susurra algo que sólo ella puede entender. De repente, como un rayo que cae y se pierde a los lejos, dice:

— La casita que tengo es a fuerza de pulpear. Yo tuve siete hijos, crié cinco nietos y a todos les enseñé a pulpear. Sin tener un sueldo, nunca nos morimos de hambre, aunque sí hubo épocas difíciles. Y siempre seguí con el tarro al hombro y por la costa del mar. Y de acá me van a sacar cuando Dios diga “te vengo a buscar, Natividad”.

Foto Martín Brunella