Des-silenciar los cuerpos

por Vanesa Gallardo Llancaqueo

En Bariloche, las kültxuneras recuperan la memoria musical de un pueblo que aún resiste al genocidio y al colonialismo museográfico. Para ellas, la restitución sonora de la cultura mapuche es cantar a un territorio y sus memorias.

* Esta nota se trabajó en el taller Crónica para principiantes, que ofrece YERTA, el espacio de capacitación permanente de la FPP.

Noviembre 2023

Y de pronto comprendo todo:
el sonido
siempre el sonido
al principio de todas las cosas
de los pájaros los océanos y las hojas
Cristina Peri Rossi

Desde el inicio de la reunión, Anahí Mariluan sostiene en sus manos un objeto pequeño que parece una caña. En Bariloche, a las siete de la tarde en invierno, el sol hace rato se ha retirado de la ladera sur del Cerro Otto o cerro Wenu Lhafkeñ -su nombre no colonial- y hasta el vapor del aire parece cristalizarse. La humedad del suelo se transforma en pequeñas esquirlas brillantes incrustadas en la tierra. El barro en las calles empieza a endurecerse. Pero la casita de madera de la calle Paico al 600 parece inmersa en una luz cálida de crepitar. No hay fogón. Pero sí, un círculo cálido de mujeres.

Elena Navarro, quien junto a su compañero transformaron su casa en un espacio cultural en el Barrio Frutillar, tiene preparada una infusión de jengibre con algunas otras buenezas que convida a las presentes, mientras cada una elige una silla donde sentarse. Ese aroma dulzón se instala. Hace exactamente un año del primer encuentro. A instancias de Anahí Mariluan, cantora mapuche, la convocatoria inicial fue reunirse cada quince días entre mujeres -de las más diversas edades y trayectorias vitales- para recuperar el territorio del canto, construir instrumentos y conversar.

Desde el comienzo del txawün, Anahí sostiene en sus manos un objeto pequeño que se asemeja a una caña o una quena. Además de cantora Anahí ha iniciado estudios de posgrado en antropología, como doctoranda, obtuvo una residencia de investigación que le abrió la puerta para acceder a colecciones de piezas sonoras que residen en el Museo Etnológico de Berlín. Acaba de regresar de ese viaje.

–Les voy a mostrar algunos instrumentos musicales que encontré –dice, y de ese objeto que sostiene en sus manos extrae con suma delicadeza un papel de calcar cuidadosamente enrollado.

Tendrá casi 3 metros de largo. Entre todas ayudamos a extenderlo en el suelo. Nos da trabajo distinguir los trazos en lápiz negro que guardan memoria del contorno de esos cuerpos: tres círculos de distintos tamaños; son las circunferencias de los parches de tres kültxun. Se pueden ver otras tres figuras de distinto porte que se asemejan a una luna en cuarto creciente. Son los trazos de tres kinküllkawe o koolo.

Se genera un profundo silencio mientras contemplamos esas siluetas. Quizás, tratando de imaginar la densidad, el peso, la textura, el aroma, el brillo de los sonidos que emiten esos instrumentos cuyas siluetas permanecen calladas en el papel.

–Fue una ilegalidad lo que hice –bromea Anahí y se sonríe; suele recurrir al humor cuando la emoción de lo que cuenta la embarga–. Ningún instrumento puede salir del museo. Fue lo único que se me ocurrió para sacarlos y traerlos hasta acá. La chica que me atendió en el museo me miraba un poco extrañada cuando copiaba las siluetas.

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Alrededor de 13.000 kilómetros es la distancia entre Wallmapu y Europa.

13.187 km, entre el teatro Paico de Bariloche y el Museo Etnológico de Berlín.

Este museo se empezó a construir en 1841, cuando en Wallmapu Kallfükura todavía mantenía la soberanía territorial de Salinas Grandes. Está situado en una isla del río Spree, al Este de Alemania. Se la conoce como la “Isla de los Museos” por reunir cinco de estos edificios, que han sido declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco en 1999. Esta zona fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial; entre 1943 y 1945 recibió varios ataques que ocasionaron graves daños en sus estructuras edilicias. Las colecciones que allí residían luego fueron rociadas con arsénico y otras sustancias químicas para evitar que se pudran por efecto de la pólvora. Por años, este edificio permaneció en ruinas y hubo varios intentos de restauración desde 1986. Finalmente, fue reinaugurado en 2009.

En los depósitos del museo se encuentra la colección etnológica de América. Dentro de ésta, existe un rincón en forma de L donde se sitúa la colección “Araukaner” que contiene numerosas subcolecciones. Una de ellas es la del antropólogo Robert Lehmann Nitsche. En estas colecciones, Anahí buscó recuperar la memoria de nuestro pueblo; en objetos y testimonios sonoros que este investigador recolectó entre 1897 y 1930, período en que se desempeñó como director de la sección de Antropología del Museo Nacional de Ciencias Naturales de La Plata. Lehmann Nitsche entrevistó a sobrevivientes de la Campaña del Desierto: Regina, Katxülaf, Casimiro. Sobrevivientes de un genocidio que devinieron en informantes. Quienes conversaron, cantaron y construyeron algunos instrumentos para que el investigador alemán pudiera ampliar su colección de piezas para museificar la memoria de un pueblo.

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Miguel Rozas Balboa y Daniela Painemal son un matrimonio mapuche que reside en Berlín desde hace muchos años. En julio pasado, Miguel ingresó, por primera vez, al depósito del museo junto a Anahí. Fue grande su asombro al ver la cantidad de piezas mapuche acopiadas allí, desde fines del siglo XIX. Como toda persona que ingresa a ese recinto, también Miguel debió firmar el compromiso que deslinda de responsabilidades al museo por posibles consecuencias que pudiera ocasionar el haber entrado en contacto con los objetos rociados con sustancias químicas luego de la guerra.

Miguel registró con una cámara el trabajo de investigación que realizó Anahí en el Museo Etnológico de Berlín.

Paredes blancas. Tubos fluorescentes en el techo iluminan los pasillos que trazan las estanterías. Algunas son de madera con puertas vidriadas. Otras, de caños grises totalmente envidriadas. Todas cerradas bajo llave. Las estanterías están cargadas de los más diversos objetos: monturas de caballos, tejidos, objetos de arcillas, diversos instrumentos musicales.

Una mujer rubia, vestida con un delantal blanco hasta las rodillas, guantes de látex celestes y barbijo, saca un manojo de llaves y abre las puertas de la estantería que, en la parte superior del frente, tiene el número 133. Anahí viste del mismo modo: el delantal le queda un poco más abajo de las rodillas, guantes de látex y barbijo 3W. Su largo cabello lo lleva recogido en un rodete. El escenario denota asepsia. Una mesa entre las estanterias 132, 133 y 134, sobre la que permanecen una grabadora de sonidos, una cámara forográfica, un lápiz negro y el rollito de papel de calcar que viajará 13.187 km desde Berlín a Furilofche.

Anahí toma en sus manos uno de los tres kültxunes que se encuentran en la estantería 133. Lo mece como si dibujara pequeños círculos en el aire y se oye el sonido de pequeños objetos dentro de ese instrumento de percusión. ¿Serán piedritas del territorio de donde era la persona a la que perteneció ese kültxun? ¿Cuántos choyke purun habrá alentado el percutir de esos cueros? Su toque ¿habrá ayudado a aliviar alguna dolencia, a devolver la salud?

Apoya sobre el papel y traza la silueta de cada uno de los tres kültxun, guardados en la estantería 133. Copia también los datos de archivo de cada uno.

A continuación, guarda un registro sonoro. Su mano izquierda sostiene la grabadora de sonidos, mientras el dedo índice de su mano derecha percute sobre el parche de cuero.

El cuero parece un poco flojo. Pero vibra el latir de un corazón.

Esa estantería acumula el recuerdo de tres espacios territoriales distintos. Las fichas del museo indican vagamente de dónde provienen. Pero las maderas con las que están construídos guardan memoria del territorio donde nacieron cada uno de esos kültxun, de cuando fueron árboles con sus raíces en el sur del sur del mundo.

Anahí continúa dibujando el contorno de cada objeto sonoro. Ahora es el turno de tres kinküllkawe o koolo que están en una caja nominada “Musik-Bôgen R-S-R”.

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–Este kültxun que ven acá –conversa Anahí, mientras señala una de las siluetas trazadas en el papel– está hecho con una especie de palangana de madera. Esto me hizo reafirmar la idea de que un kültxun, muchas veces, nace del apuro porque es urgente; casi de primera necesidad.

En agosto de 2022, cuando comenzaron los primeros encuentros para recuperar memorias del canto, surgió una primera urgencia: tener cada una su kültxun. Fue así que algunas de las mujeres apuraron el encargo a distintos lamgen que se dedican a la construcción de instrumentos en la zona. Como es el caso de Lucas Quintupuray, de Lago Correntoso, y Arturo Carranza, de Mallín Ahogado. Así también, la urgencia apuró el encuentro entre una batea de cerámica hecha por Anahí con un cuero de chivo que trabajé durante la pandemia, esa reunión dió origen al kültxun de Elena.

En uno de los encuentros, Marión Prieto llegó con una ensaladera de madera que usaba para cocinar. Preguntó si serviría para armar un kültxun. Por semanas, ese kültxun, recién nacido, emanó un intenso aroma a cebollas. Memoria de lo que fue antes de convertirse en instrumento sonoro.

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Kinküllkawe es su nombre en mapuzugun. La lengua del pueblo mapuche.

Koolo, su nombre en günün a iajütch. La lengua del pueblo günün a küna, cuyo denominación colonial estatal ha sido tehuelches.

El kinküllkawe o koolo es un instrumento que ha caído en desuso en la actualidad. Se trata de un arco construído con una madera o un hueso de costillar de caballo o vaca cuyos extremos se unen por una crin de caballo. La ejecución de este instrumento se realiza sosteniendo firmemente con los dientes uno de los extremos del arco y el otro con una mano; mientras con la otra, se frota con otro arco de iguales características. La cabeza de la persona ejecutante se convierte en “la caja de resonancia”.

La silueta de uno de los kinküllkawe que copió Anahí fue construído por Katxülaf con la rama de algún árbol o arbusto de la zona de la ciudad de La Plata, donde residió luego de la Campaña del Desierto. Este hombre que fue capturado junto a la gente de los logko Foyel e Inacayal colaboró en la tarea antropológica de Lehmann-Nitsche quien envió al Museo Etnológico de Berlín ese instrumento, así como prendas de vestir y otros artefactos.

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En mayo pasado, el grupo de mujeres por la restitución sonora –a las que ya han empezado a llamar las kültxuneras– se embarcó en la confección de kinküllkawe.

La lamgen Veronica Quintupuray trajo cañas colihues desde su territorio en Lago Correntoso. Anahi las crines de caballo. Primero, cada una observó la maleabilidad de las cañas y eligió la que tuviera mayor ductilidad para formar un semicírculo. Después hubo que hacer pequeñas incisiones en cada extremo por donde se ataba la cuerda sonora. Ésta se forma de la unión de varias crines juntas que retorcidas forman una sola hebra. Tarea ardua.

–Pero, al final, todas pudimos sacar sonido de nuestro kinküllkawe –recuerda Mariana Morán.

Así fue, algunos kinküllkawe emitían un sonido más fuerte que se alcanzaba a oír por todas y otros, en cambio, emitían un sonido que solo percibía quien lo ejecutaba. Parece un instrumento que tiene como fin musicalizar el interior de la persona y no tanto el afuera. Genera una hermosa vibración en el cuerpo.

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Des-museificar la memoria de nuestro pueblo. Des-silenciar las memorias de nuestros cuerpos. De eso deviene el hacer de este grupo de mujeres que comenzó a reunirse en agosto de 2022. A uno de los primeros encuentros llegó en silla de ruedas Ermelinda Curaqueo –una papay de casi 90 años– acompañada por sus hijas Mirta y Daniela. Meli, como le gusta que la llamen, oriunda de Cutral Co, dijo:

–Escucharlas saludar y cantar en mapuche me recordó de muchas cosas que yo aprendí de chica y me emociona. Pensé que venía a aprender, pero vine a recordar.

Basta un gesto. Una hoja que cae al agua. Y la onda sonora se expande a lugares insospechados.

En la casa de Paico al 600, el relato de Anahí es escuchado con silenciosa conmoción.

Entre todas volvemos a enrollar ese papel que viajó 13.187 km. Ahora, somos muchas cuidando que no se rompa. Luego de un rato, como si hubiésemos estado conteniendo el aire, varias de las presentes exhalamos un respiro profundo. Una de ellas toma la palabra.

–Te agradezco, Anahí, por traernos tanta historia –dice Carolina Santana–. Esto es un acto de justicia.