Avalancha

por Verónica Battaglia

En 2002, quince estudiantes de la carrera de Educación Física quedaron atrapados bajo la nieve en el Cerro Ventana, en San Carlos de Bariloche. Nadar para arriba es la primera crónica que se asoma a la avalancha que cambió la historia del montañismo argentino. Este 1 de septiembre, al cumplirse 20 años de la tragedia, un capítulo de un libro necesario.


Septiembre 2022

Cuando un estallido seco resquebrajó el campo de nieve Andy saltó hacia unos pastizales. Pero la avalancha lo arrastró en el intento. Trató de nadar para arriba, remar de espaldas sobre un hojaldre de placas de nieve y hielo, mantenerse a flote. Hizo lo que dicen los libros. Pero siguió resbalando como una pluma directo a una roca.

De pronto, esa roca desapareció del cuadro.

Un corte en la montaña.

Caída libre.

Un zig zag que continuó en un corredor de nieve.

Un aislante verde.

Lengas.

Un manotazo de ahogado.

Un tirón en el brazo que confirmó que todo era inútil.

Otra caída.

Curva.

Contracurva.

Se detuvo.

Todo pasó veloz y a la vez le pareció eterno. Los granos de nieve volvieron a engarzarse en un nuevo equilibrio compacto, sellado al vacío. Andy quedó enterrado hasta la cabeza. Solo se escuchaba su respiración feroz que se tragaba el poco oxígeno que quedaba alrededor de su cara.

Fabricio, triatlonista, intentó remontar la pendiente. Maxi siguió los pasos del guía. Gustavo, en el medio de la fila, vio que Paolo y Roberto se tiraban hacia la montaña para recuperar terreno, pero su instinto lo impulsó a correr hacia adelante. Los mellizos se abrazaron. Atrás en la fila estaba Adrián, dado vuelta hacia Liliana, esperando a Gimenita. Si Adrián hubiera tenido los anteojos espejados puestos, Liliana hubiera visto la grieta que se asomaba. Lo que vio, sin embargo, fue el espanto en el rostro de su novio.

-Abrazame –le rogó Adrián-. Abrazame y no me sueltes.

Gimenita pegó su último grito.

Nadie pudo escapar. Como si esa placa de hielo estuviera sostenida sobre una hilera oblicua de copas de champagne y algo o alguien dispara justo en el punto de equilibrio y las copas se quiebran en efecto dominó, volcándose en miles de cristales por la pendiente. Ese río chirriante de nieve espumosa los arrastró a todos. Salpicó a Gustavo, Juan Carlos y Maxi fuera de su cauce y a los demás los envolvió hacia las profundidades del valle.

La parte superior de la ladera es amplia como un abanico abierto que se pliega a medida que pierde altura y se cierra en un cañadón de rocas de bordes cortantes. Ahí, cuando se estrecha el abanico, el caudal de nieve y hielo rebalsó en una ola que arrojó a Gustavo como a un barquito de juguete hacia un costado. Tuvo suerte. En la cresta del vértigo, se desvaneció. Cuando abrió los ojos -unos metros más abajo- no pudo pensar, no pudo moverse, no pudo gritar.

Un bloque de hielo golpeó a Maxi por la espalda. Se levantó de abajo de la nieve. Lo agarró de la cintura. Lo vio más alto que él mismo. Lo derribó y se le echó, blanco, radiante y frío, encima. Maxi perdió el equilibrio y resbaló cabeza abajo, cara contra la nieve.

-No. No. No.

Escuchó que gritaba Juan Carlos detrás suyo. Intentó bracear para mantenerse a flote. La aceleración lo absorbió, lo sumergió en un río que crujía, traqueteaba entre las lengas y las rocas. De pronto: silencio en el aire. Un segundo después, un impacto sobre el costado de su cuerpo. En ese momento, le pareció que alguien dijo:

-Es tu oportunidad. Es ahora o nunca.

Estiró el brazo y manoteó una lenga. Luego consiguió sacar la otra mano de la nieve para aferrarse a la rama e impedir que la corriente que apretaba sus piernas lo empujara hacia ese vórtice de piedra por donde se metía todo.

La avalancha se calmó de a poco. Se aquietó primero arriba. Maxi seguía escuchando la resaca de la nieve deslizándose hacia abajo. Desenterró sus piernas y gateó ayudándose de las lengas hasta quedar fuera, rodeado de un silencio insoportable.

-¡Fabri! ¡Mario! ¡Juan Carlos! ¡Nico!

Nadie contestó.

A algunos metros de allí, Juan Carlos logró aferrarse a una rama, unos metros más abajo, en la línea del bosque. No escuchó el llamado de Maxi.

Nico Olmedo sintió como si alguien levantara la alfombra bajo sus pies para sacudir la nieve. Resbaló sobre los pliegues blancos. Dos veces quedó suspendido en el aire, los brazos se le abrieron como si volara. Siguió cayendo hasta el final del cañadón seiscientos metros más abajo del corte de la placa. La turbulencia se detuvo. Se volvió compacta. Se comprimió contra su cuerpo.

-¿Hay alguien más o soy el único sobreviviente?