Atacar la cumbre
Un volcán de 3776 metros, entre Chile y Argentina. Una montaña sagrada para el pueblo mapuche. Un emblema de la identidad de la provincia de Neuquén. Cerca de 5500 personas intentan llegar a su cumbre cada año. Si el cuerpo y la mente no traicionan, será el Lanín el que decida hasta dónde te dejará transitarlo.
Fotos: Gentileza Tras la senda / Diego Durán
* Esta nota se trabajó en el taller Crónica para principiantes, que ofrece YERTA, el espacio de capacitación permanente de la FPP.
En plena noche comenzamos a caminar en la oscuridad, avanzábamos lento, sobre el hielo, usando los crampones. Mirábamos el suelo iluminándolo con las linternas. Atrás y abajo se veían muchas lucecitas de otros grupos.
Aún no había viento, se escuchaba el ruido de nuestros pasos; íbamos en silencio. Unas horas después, los cambios del amanecer que teníamos detrás nos hicieron girar para contemplar la vista. El sol iba transformando esa imponente panorámica que pasaba de los azules a los anaranjados.
El frío empezó a sentirse, especialmente en las manos y en los labios que se resecaron y agrietaron pese a la previsión del protector labial. La nieve era hielo y formaba ondulaciones en el suelo que cuando el viento movía, producía un sonido único, como de cristales pequeños que chocan unos con otros.
Los guías tenían razón: el viento se anunciaba con momentos de quietud que resultaban llamativos y se volvían fácil de identificar; las ráfagas nos encontraban preparados.
Estábamos subiendo el Lanín. Era el segundo día de caminata. Habíamos llegado a los tres mil metros de altura.
No quería que mis pensamientos se fueran a otro lugar, a otro tiempo, pensaba en eso para obligarme a extremar la consciencia de lo que estaba viviendo. En los breves descansos la vista era extraordinaria. Hacia el sur, los lagos Huechulafquen y Paimún, el Tronador; al norte, los lagos Tromen y Quillén; y al oeste, en Chile, el volcán Villarrica. Impactaba la dimensión de ese enorme territorio solo alcanzable por quien llegara hasta allí.
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Un día antes de comenzar aquel viaje -desde el alto valle de Río Negro a San Martín de los Andes, en la provincia de Neuquén-, Mariana, la coordinadora de los entrenamientos y organizadora del ascenso, nos había dicho que quería ponernos al tanto para que estuviéramos preparados.
- Va a ser una montaña dura -dijo. Estaba anunciado frío y viento.
Entonces empezó a asomar, como siempre desde que tengo memoria y fotos de niña que me lo recuerdan, cercano a los labios, un herpes; con los años, he aprendido a leerlos como señales, marcas de los humores que circulan dentro.
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Un volcán de 3776 metros, entre Chile y Argentina, que delimita fronteras.
Una montaña sagrada para el pueblo mapuche.
Un emblema de la identidad de la provincia de Neuquén; presente en el centro de su escudo, en su bandera y en su himno.
Durante años, para mí era la imponente mole triangular que se divisaba un día sin nubes desde la ruta 237 camino a la cordillera, a lo lejos, sola, con su cima forrada siempre de blanco.
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Era el verano de 2021 cuando con mi amiga Emilia decidimos anotarnos en un grupo de entrenamiento al aire libre en nuestro territorio: la barda norpatagónica, los sábados temprano.
Caminar cada semana, durante meses, desarmó la idea de ese paisaje como algo estático; con los cambios de estación, la tenaz vegetación patagónica mostraba sus graduaciones, sus maneras de ser cuando resiste en la planicie la falta de agua, las temperaturas extremas en invierno y verano, los vientos persistentes, sobre todo en primavera, que apagan los verdes al cubrirlos de polvo. Los verdes. Cuántos había. Más oscuros, como el de las jarillas o los que parecen fosforescentes, como el del cuerpo de los chañares.
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En los entrenamientos aprendimos que hay “técnicas para caminar”. Nos enseñaron que es importante la respiración y la posición corporal, que hay que encontrar el ritmo de marcha y atender a las pendientes que tienen “acarreo” porque las piedras en movimiento vuelven inestable el ascenso, pero más aún, el descenso. Comenzamos con poco peso en la mochila, subiendo gradualmente; primero botellas de 2 litros incrementando la carga hasta llegar a los 15 kilos que deben llevarse en una salida a la montaña con pernocte.
En los descansos escuchábamos hablar de un universo nuevo para nosotras: determinadas marcas de zapatillas, suelas con agarre, guantes primera piel, y fueron apareciendo los objetivos del año de quienes entrenaban: nombres que nos resultaban ajenos como Tromen, Domuyo, Corona, Chachil; salvo el Lanín, claro, cumbre emblemática, primogénita para quienes se inician en el mundo del montañismo.
Y un día, Emi me preguntó:
-¿Subimos el Lanín?
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Desde el momento en que lo decidimos y nos inscribimos para el ascenso, prestábamos atención a todo aquel que hablara de sus experiencias en el Lanín y más inquietas quedábamos: “Intenté dos veces pero tuve mal tiempo”, otros comentaban que les había costado “la espina de pescado” o “la canaleta”, palabras que no tenían carne para nosotras, pero que asimilamos porque presentimos que nombraban cosas importantes.
En las redes sociales publicaban videos de vientos intimidantes o grupos de personas caminando por una pendiente fuertísima, en plena noche, solo con la luz de sus linternas frontales sujetas a los cascos. Por momentos, algo de nuestra cabeza trabajaba en boicotear el proyecto con temores verosímiles, como el que me invadió cuando leí en el diario que en enero de 2022 -unos meses antes de la fecha prevista para nuestro ascenso- cuatro personas se habían accidentado intentando hacer cumbre y dos murieron.
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El Parque Nacional Lanín regula los ascensos durante la temporada, entre octubre y mayo. En primavera, autoriza un máximo de 90 personas por día, le dicen “capacidad de carga del volcán”. Es obligatorio completar un registro y aun cuando se realice el ascenso con guías de montaña se controla el equipamiento para “la expedición”. Se requiere calzado de trekking, ropa de abrigo (pantalón y campera impermeables, calza, remeras y medias térmicas, polar), anteojos o antiparras, guantes, 2 litros de agua, protector solar, bolsa de dormir para alta montaña, aislante, linterna frontal con baterías de recambio, gorro de lana, crampones, piquetas, casco y bastones. Mucho de lo necesario puede alquilarse en negocios de ropa técnica.
Cerca de 5500 personas intentan hacer cumbre cada año.
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En San Martín de los Andes, Mariana nos puso al tanto de que se había abierto “una ventana” en el clima y estaban dadas las condiciones. Subiríamos “hasta donde la montaña nos deje”.
Los guías chequearon nuestras mochilas y nos entregaron el equipo faltante: “el casco, la piqueta, y los crampones se usan el segundo día, en el ataque a cumbre”, explicaron.
¿Por qué le dirán “ataque a cumbre”?, me pregunté.
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Nos hablaron (de nuevo) del pronóstico y de cómo serían los tiempos del ascenso, contemplando un breve descanso cada hora y media de marcha. Anticiparon el viento: “háganse amigos del viento”, “Hay que aprender a escucharlo; después de una racha de silencio viene una ráfaga, por eso es importante estar bien parado”. Un solemne silencio de los ocho que integrábamos el grupo acompañó la charla de los guías.
A la mañana siguiente partimos temprano a la seccional Río Turbio del Parque Nacional Lanín, desde donde empezamos a caminar después de registrarnos.
Había una lluvia finita pero constante: “esto no estaba en los pronósticos” dijeron los guías, sin ocultar el impacto que les generó lo inesperado.
Había también un arcoíris tremendamente nítido.
- Se ve completo. Le voy a sacar una foto así se lo muestro a las nenas -dijo Emi entusiasmada.
Pensé en Fidel, el más pequeño de mis hijos, fanático de los dinosaurios y curioso de los tiempos prehistóricos, cuando descubrió que la palabra “Lanín” -que venía escuchando desde hacía meses en casa- correspondía a otra: “volcán”, puso cara de asombro y temor: “mamá ¿vas a subir un volcán?”.
Iba a subir un volcán.
Emi buscó su celular para sacarle una foto al arcoíris. Tenía razón. El ver dónde empieza y dónde termina era impactante, porque entre las montañas una llanura lo encuadró para volver la escena conmovedora, con un cielo de nubes despampanantes entre el arco multicolor.
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Aquel arcoíris nos distrajo de pensar cómo sería caminar con lluvia; pusimos en la mochila la bolsa con la comida que nos dieron los guías y nos adentramos en el bosque de lengas con el que se inicia el trekking. Ahí mismo un cartel de esos que suele haber en los senderos, de madera con letras amarillas, sonaba amenazante: “El equipo necesario y tus conocimientos pueden salvarte la vida. No subestimes los riesgos”. Me inquietó leerlo.
Avanzamos. Otro cartel indicaba que estábamos en la base del volcán, a 1.275 metros sobre el nivel del mar; la lluvia se detuvo y el cielo fue limpiándose de nubes de a poco. La luz cambió rotundamente el entorno; en la fila se escuchaban risas y fragmentos de lo que parecían charlas animadas.
Al Lanín lo veíamos a medias, porque las nubes tapaban la punta; aun así lucía monumental.
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Cerca del mediodía cruzamos al primero de los varios grupos que en un breve intervalo de tiempo vimos descendiendo; nuestros guías dijeron que por la hora con certeza no habían logrado llegar a la cumbre debido al clima. Nos quedamos en silencio ante lo imprevisible de esa montaña que parece que decide hasta dónde se la transita.
El viento impidió que tomáramos la “espina de pescado”, un sendero muy angosto que se extiende con una forma de v corta invertida. Leí que se trata de una morena glaciaria.
En los breves descansos con Emi hablábamos de que nos sentíamos bien; los meses de entrenamiento nos habían dado estado, coincidimos mientras comíamos nuestra “comida de marcha”, como llaman a los snacks de esas pausas, dado que es recomendable ingerir pocas cantidades y en forma frecuente. Habíamos comprado frutos secos, caramelos, barritas de cereales que gracias a una recomendación, nos ocupamos de sacar de sus envoltorios y poner en una bolsa ziploc. Agradecimos el dato horas después, cuando el frío se volvió crudo sin el guante de abrigo y nosotras con la primera piel, nos arreglamos para sacar rápidamente de la bolsa algo para comer y no congelarnos.
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Me sorprendió ver pájaros pequeñísimos volando allí, tan alto. Y vegetación en miniatura, que parecía hacer fuerza por aferrarse al suelo.
El paisaje se iba volviendo más árido como “lunar”. Después de 5 horas de caminata, a medida que ingresábamos en los tramos finales de acceso a los 2315 metros donde está el refugio del ejército (RIM 26) y algunos domos, el color negrísimo como texturado, inconfundible, de las piedras volcánicas lo fue cubriendo todo.
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El domo era espacioso y entrábamos todos parados; había una mesa con bancos, una tabla donde apoyaban las cosas para cocinar y un bidón grande de agua. El piso era de tierra y por la noche se corrían las cosas para que cada uno apoyara su aislante y su bolsa de dormir.
Afuera, prudentemente alejado de los domos, un espacio delimitado por una pared bajita de piedras encimadas funcionaba como “baño”; un inodoro fue creado con un tambor de lavarropas con la tapa de inodoro atada con cuidado para que el viento no la volara.
Eran tiempos del mundial de Qatar. A las 16 horas comenzaba el partido Argentina-Australia y estábamos animados con la chance de que uno de nuestros compañeros que había llevado una radio y que pacientemente buscaba entre los diales, lograra sintonizarlo. Dio con una transmisión chilena. Nos sentamos con unos mates y la emoción difícil de contener con el partido narrado en sonidos, allí, en ese domo, cuya luz naranja recreaba una atmósfera inolvidable.
Celebramos eufóricos aquella victoria, que al igual que el arcoíris que vimos en la base, se transformó en un buen presagio para nuestro ataque.
Unas horas más tarde cenamos porque a las 19 debíamos acostarnos a dormir, con un sol que encandilaba, para despertarnos a las dos de la mañana. Parques Nacionales exige llegar a la cumbre antes de las 11 de la mañana para tener tiempo suficiente de regresar el mismo día, no está permitido permanecer en los refugios más de una noche. La salida a la madrugada asegura también que el hielo esté duro, se minimice el riesgo de deslizamiento de piedras y permita que el crampón se aferre bien al hielo al caminar.
Había escuchado que muy pocos logran dormir por la ansiedad, pero también por el viento, que ruge vigoroso y hace vibrar el domo. Me inquietaba no poder dormirme por la presión de que era importante descansar. Había comprado tapones para los oídos para no escuchar al viento y le di un par a Emi. Horas después, tuvo que zamarrearme para despertarme; ella tenía cara de miedo.
- El viento es una cosa de locos -me dijo.
Nos cambiamos, tomamos un café y salimos. En el domo se quedó una de nuestras compañeras, quien luego de haber conversado con los guías decidió no seguir; no se sentía segura. Le pusimos nuestras bolsas de dormir porque con el domo vacío el frío no tardaría en hacerse sentir.
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Caminamos varias horas, ascendiendo, lentamente.
La ausencia de nieve nos obligó a renunciar al camino de la “canaleta” y a tomar la llamada “cresta”, una senda franqueada por piedras que volvían más exigente el ascenso, porque no había hielo donde sujetarnos con los crampones que debimos sacarnos; tampoco había sendero en forma de caracol sino que trepábamos las piedras.
A los 3000 metros, otra de nuestras compañeras decidió bajar porque estaba al límite de sus fuerzas. Mariana regresó con ella al domo; el resto continuamos con los otros dos guías. Verla descender me hizo pensar en mi propio límite, dónde estaría.
Empecé a sentir una especie de malestar que me tenía alerta, como ganas de vomitar; nos habían dicho que eso estaba entre las cosas que podrían pasarnos: dolor de cabeza, mareos, hasta ganas de hacer caca. Falta poco, me decía, pero al mirar hacia arriba la distancia cobraba otra dimensión.
Alcanzamos los 3500 metros. Restaba un tramo que encararíamos avanzando en forma de zigzag. Paramos unos minutos para el último trago de agua antes de la cumbre; aproveché para buscar un caramelo en la bolsa.
Emi le dijo a uno de los guías que tenía vértigo por la altura. Había leído que ese era uno de los puntos donde se siente más la pendiente. A pesar de que estaba tapada por las antiparras y el cuellito o buff, al ver los gestos de mi amiga, supe que hablaba en serio.
- Falta poco Emi, vos podés. Vení atrás mío que estamos cerca -dijo el guía. Trataba de tranquilizarla con pericia, como quien a menudo ha activado estrategias de contención en situaciones parecidas.
- No puedo seguir, me quedo acá y los espero.
- No puedo dejarte acá. Si vos te bajás, alguno de tus compañeros tendrá que bajar también.
En ese momento Emi sintió como si el cerebro la hubiera abandonado, “estaba tomada por el miedo”, me contó después. Pero cuando el guía le dijo que el grupo se perjudicaría, “la cabeza se me empezó a acomodar”. No se le ocurría que alguno no pudiera hacer cumbre por ella. Seguimos adelante.
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Ahora sí, estábamos a punto de llegar a la cumbre.
Nuestros ojos se chocaban por primera vez con ese cielo y esa vista y debutábamos en el manejo de esa emoción.
Con Emi nos abrazamos fuerte. Hicimos realidad un proyecto que nos parecía quimérico. Me sentí en shock porque aun cuando aquel día había caminado más de siete horas hasta llegar ahí, la cumbre me tomó desprevenida. Aquella planicie blanquísima con fondo azul y ruido a viento desde donde se extendía una vista majestuosa despertó la sensación de euforia por un límite que lograba traspasarse. También, ese volcán sagrado me expuso con su escala a la evidencia de lo pequeños que somos.
Parada allí, en la cumbre del Lanín, intuí lo que resultaría una predicción: la emoción de aquel ataque no se desvanecería, retornaría cada vez que lo volviera a ver.