"Yo no llego a los 30, seño"

por Viviana Núñez Cabral

Robin Gatica tenía 13 o 14 años cuando soltó ese comentario en el aula de la escuela para adultos en Villa La Angostura, donde terminaba la primaria. Al escucharlo, la docente que daba la clase deseó que no estuviese en lo cierto. Pero Robin sabía.

Julio 2022

Foto: Manke en momiviento.


Lo dijo mientras trabajábamos una nota periodística donde un joven de esa edad había superado no sé qué adversidad. Un texto elegido para él; distintos textos para distintos lectores. “Yo no llego a los 30, seño”. Nunca, nunca, un alumno volvió a darme un sopapo tan violento en toda la cara.

Muchos años después, el día que Robin cumplió 31, nos abrazamos felices en la vereda -barbijos de por medio- celebrando que se había equivocado.

- Cuidate, Robin. Siempre cuidate -le dije.

Llegó a los 32. Le erró por poco. Pero él sabía.

Recuerdo el relato de mis alumnos por aquellas épocas, cuando eran adolescentes, de las feroces palizas con que se soslayaban los milicos poblanos, que los perseguían los viernes por la noche. Siempre los llevaban primero a la guardia del hospital a buscar la constancia de "integridad" en la detención. Los cargaban en sus móviles y los pateaban en el piso -su mayor deleite- mientras los amenazaban: "cuando cumplas los 18, te limpiamos". Los devolvían golpeados, los lunes por la mañana. La palabra de ellos, contra la autoridá.

Contexto

Crisis del 2001. Hambre, falta de trabajo, exclusión, aumento de la violencia. Violencia institucional. Los chicos eran como perros de la calle: flacos, sucios, comiendo basura cuando podían, aspirando poxirán. Pero venían, venían a la escuela; una reñida copa de leche y pan, un espacio cálido donde huir un rato de la realidad asfixiante que los acorralaba.

Los alumnos adultos también venían con hambre, con frío. Nada podía hacerse hasta no pasar la ronda de mate enriquecida con algunos bizcochitos que, sumados, hacían el milagro bíblico.

Neuquén, adelantada en varios aspectos que atienden los derechos colectivos, tuvo una de las primeras leyes de protección a los Derechos de Niños y Adolescentes: Ley 2302/99, que doce años después de su sanción no terminaba de aplicarse, ni había creado el Consejo respectivo ni siquiera a nivel provincial.

Qué decir de la respuesta: “¿Quién no se fumó un porro alguna vez en la vida?”, cuando se solicitó a quien correspondía que tomara cartas en el asunto. Una puerta que se cierra indefectiblemente impone la tarea de abrir otras. Así empecé a gestionar acuerdos e intervenciones con el CAVD (Centro de ayuda a la víctima de delito). Recurrí además al trabajo con otros profesionales externos a la institución que prestaron sus servicios ad-honorem: trabajadoras sociales, psicólogos, abogadas especializadas en derecho de niños y familia, agentes públicos de salud, de organismos estatales de Cultura y Educación.

Ante mis reclamos insistentes, llegó la inevitable (?) persecución a mi desacato que le “llevaba problemas” a la directora de la Escuela, CEPAHO N° 19. Cuestión que se dirimió en la Dirección de Adultos del Consejo Provincial de Educación, indicándole que cesara su hostilidad, se disculpara conmigo y agradeciera contarme en su plantel.

La mayoría de los varones niños (sí, Robinson Leonardo Gatica ingresó con 13 años a la escuela de adultos, expulsado de la primaria) y adolescentes de ese grupo se fueron del pueblo. “Taty, se ahorcó”, dijeron.

Las alumnas mujeres llegaban más adultas; otras eran sus realidades: sumisión, abuso, violencia intrafamiliar. Con otra dirección a cargo del CEPAHO -exponiéndonos nuevamente, pero no sola- logramos sacar a una adolescente del pueblo porque estaba en riesgo su vida.

Robin se internó voluntariamente en un centro de rehabilitación; allá fui a visitarlo. Pero volvió a "Villa La Angustia", como él le decía. Con algún acompañamiento de la familia y de algunas personas de ciertas instituciones del Estado, poco a poco se fue acomodando. Un día nos cruzamos en la plaza; iba con novia. Al tiempo fue padre. También fue un hombre que rozó la felicidad.

La bronca

Siempre le tuvo bronca a los milicos; era recíproco. ¿Qué venganza tenían pendiente en su persona? ¿Un pibe del barrio que cayó varias veces y volvió a salir, a levantarse? ¿Un negro, un indio, un borracho, que hasta tenía trabajo en la municipalidad y familia propia? ¿Un "nadie" que gozaba de muchos afectos y el respeto de "notables" del pueblo?

Leí en los medios que el 20 de julio tuvo un brote por haber consumido. Deliraba y empezó a blandir un tramontina en su casa. La hija se asustó y llamó a su abuela. Su madre fue y al no poder contenerlo decidieron junto a la esposa de él, llamar a la policía para que ayudaran a que se calme.

Cinco efectivos llegaron. No se animaban a entrar. La esposa logró calmarlo y quitarle el tramontina, que arrojó a la vereda y avisó que ya podían ingresar. Lo redujeron, lo golpearon y un tal Víctor Hugo Muñoz le pegó un tiro a quemarropa. El abogado dijo que el milico "honró el uniforme azul".

La honra acaba de ser devaluada junto a otros tantos valores. Ni la policía ni el tal abogado preguntan quién vendió la droga que tomó Robinson Gatica. ¿No necesitan el dato?

La gorra y una pistola no hacen al hombre

No es fácil escribir desde el dolor apretando la garganta, las tripas. Tomar distancia, escuchar las campanas que están blandiendo. Escribí este posteo de trasnoche en el muro de facebook, cuando al fin las palabras pudieron acomodarse un poco y tomar lugar. A la mañana siguiente había sido compartido más de ciento cincuenta veces. Y había dos medios locales que me pedían permiso para su publicación. Un periodista regional, se ponía a disposición.

Un par de personas se afligieron por mí, por mi integridad, a partir de una supuesta denuncia, sobre el relato de un hecho que roza las dos décadas. No faltaron -cayéndose de maduro- la aparición de perfiles falsos objetando “el estilo literario”, “un oportunismo político” (?), “lo mal que hizo el diario en darme lugar”, o exigiendo el psicofísico para el ingreso a la docencia; trámite que realicé en cada nueva jurisdicción en que trabajé. Sumándose al airado reproche de un jurista que acudió -por motus propio- a los medios para hacer una denuncia mediática intentando correr el eje del gravísimo hecho de haberse usado un arma del Estado para matar a un ciudadano argentino.


Soy hija de un policía, no de un milico, no de un cana. Un policía caído en cumplimiento del deber, cuyo nombre está -literalmente- grabado en la lista de honor de los hombres que dieron su vida en defensa de la sociedad. No me incomoda entrar a una comisaría ni hablar de igual a igual con un comisario. Tampoco me inhibe ninguna parte de su uniforme para expresar mi posición o solicitar colaboración entre funcionarios (que somos, en tanto empleados del Estado) para mejorar cualquier situación que amerite dicho pedido. Lo hice varias veces en más de treinta años de docencia. Lejos está la formación que recibió mi padre de la que se da actualmente a las fuerzas de seguridad. Y claro que no todos son lo mismo. El hábito no hace al monje, ni la gorra o una pistola hacen al hombre.

El licenciado quiere matar al mensajero. No hice más que relatar un hecho pedagógico sucedido hace casi veinte años atrás. Horroroso, doloroso, premonitorio. Lo demás ya estaba escrito en los medios. A propósito, también se comunicaron para solidarizarse y estar a entera disposición, abogadas y abogados que ejercen noblemente la profesión en organismos de DDHH y hasta en el mismo Tribunal de Justicia de la provincia.

Que sea Justicia tu nombre

Sin embargo, hubo algo que verdaderamente me sorprendió y me abrumó: mi nombre en la marcha. Ex alumnas, ex alumnos, sus familias, ciudadanas y ciudadanos de Villa La Angostura, esgrimían sus carteles: “la docente… no está sola”. Es muy fuerte ver el nombre propio en una marcha que reclama justicia. También es muy fuerte constatar tanta solidaridad.

El hermano de Taty, la hija de Robin, escribiéndome; agradeciendo. Muchos, muchos varones jóvenes contando sus propias experiencias de persecución en sus días adolescentes. Tomando la voz.

- Por ningún Robin más -dijo Lidia, la madre.

Foto: Manke en movimiento.

Hay responsabilidades directas y responsabilidades ascendentes; habrá que responder a una sociedad que además del paisaje es también su gente. Sentarse a pensar y escuchar la voz, las voces de este pueblo.

Gracias, querido Robin, por haber pasado por este valle de lágrimas. Lamento que no te hayas equivocado. Que tu vida haya sido sesgada.

Queda nuestro compromiso para que tu nombre sea Justicia.