Escritoras de pueblo

por Inés Strizzi

Viven en el norte de La Pampa. Tienen entre 25 y 80 años. Son amas de casa, veterinarias, abogadas, crían niños o extrañan a los nietos que viven lejos, venden zapatos o pizzas, recogen flores del camino, sacan fotos, callan. Todas escriben, aunque muchas por años lo hiceron a escondidas. Son "27 mujeres que escriben".

Fotos: Ana Ciordia

Septiembre 2022

“A mis amigos les adeudo la ternura”
Alberto Cortez

Podría ser cualquier jardín de Macondo, pero no hay río ni pantanos ni hormigas coloradas a la vista. Podríamos ser mujeres de la dinastía Buendía, pero somos 27 mujeres que escribimos convocadas por Guiche para ser parte de su antología literaria. Y estamos en el patio de su casa, en Realicó, La Pampa.

Tardecita ardiente, principios de febrero 2022, mosquitos obstinados. Un Gabriel García Márquez blanco en canas (y ropas) nos sonríe desde el mural pintado sobre una de las paredes del patio. Lleva un libro por alas y una mariposa por libro entre sus manos. Tras los anteojos, tiene ese gesto de gozo que achina los ojos. Va escoltado por varias mariposas amarillas. Un guardián omnipresente. Las otras paredes están cubiertas por arbustos y enredaderas, el césped verde y delicado. Conectada a la casa, está la galería sostenida por columnas que integran tres arcadas estilo colonial. Hay dos bancos de madera (sobre el respaldo de uno, una Wiphala), algunas plantas en macetas y un par de tapices norteños. Reunidas allí, pasa de mano en mano el repelente, la jarra con jugo fresco.

Es nuestro primer encuentro cara a cara. No estamos todas, aunque sí la mayoría. El libro que escribimos ya está impreso. Son 300 ejemplares. Todas tenemos uno entre las manos. Lo abrimos. “27 mujeres que escriben (entre el horizonte y las estrellas)” tiene 244 páginas. Lo olemos. Es un acto de valentía hecho realidad. Lo acariciamos. Es suave, color rosa viejo. En la tapa, la imagen de un horizonte pampeano de Graciela Rossi, fotógrafa de Realicó: un cielo que atardece, una llanura alambrada y dos flores de cardo ruso. De fondo, apenas como sombras blancas cursivas, nuestros nombres.

En los próximos días comenzará la gira de presentaciones.

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Griselda “Guiche” Franzini trazó cuidadosamente una frontera (para luego romperla, por supuesto) sobre la franja norte de la provincia de La Pampa. Siete pueblos a la vera de la ruta nacional 188: Coronel Hilario Lagos, Falucho, Realicó, Maisonnave, Parera, Quetrequén y Rancul. En uno nació, en otros vivió y crió hijas, en todos fue maestra de escuela primaria.

La conozco del pueblo, de ser mamá de amigas, de compartir noches en el grupo de escritores, del agite cultural que convoca a organizar algo porque “acá no pasa nada”.

Lectora voraz desde niña. Cuenta que los libros escolares de su infancia no reflejaban la realidad; nada de lo que relataban sucedía en su casa o en su pueblo; las personas tampoco se veían como en aquellas ilustraciones. Hasta que se encontró con la literatura latinoamericana y el realismo mágico: “Me salvó, me contaba realidades que sí conocía; las mismas miserias y las mismas alegrías que le sucedían a mi familia”.


“Ya nada nos detiene. Por los caminos de Gabriel García Márquez” reúne relatos del viaje que la llevó hasta Colombia para recorrer cada lugar por donde anduvo Gabo, y donde ubicó a sus personajes que narran la historia de una América Latina tan mágica como devastada. Un día, Realicó amaneció empapelado de mariposas amarillas con fragmentos de obras del escritor colombiano; quienes las encontraran debían filmarse leyendo y enviar el video a un email misterioso. La presentación fue en la biblioteca con un audiovisual que reunía cada participación, orquesta de cumbia colombiana en vivo, baile y papel picado. Una celebración tropical en plena llanura pampeana.

Su amor por los libros la llevó a crear uno. Quiso hacerlo desde cero: maquetación, edición, corrección de textos, diseño. Entonces estudió mucho, hizo cursos y entre fines de 2019 y principios de 2020, comenzó a rastrearnos dentro del territorio demarcado. Una labor comprometida de mapeo. Amigas de la infancia, compañeras de trabajo, conocidas de los pueblos, desconocidas. Con cada una entabló un diálogo amoroso, abrió un surco dentro de la rastrillada mayor.

Nosotras escribimos “desde siempre”, la mayoría a escondidas. Algunas ya vimos nuestros nombres en tapas de antologías o libros propios, para otras es la primera vez. Guiche nos publicó a todas: 27 mujeres, entre los 25 y 80 años.

“Este libro no es producto de una convocatoria o de un concurso, como otras antologías, sino que yo vi a cada una de ellas para que sean parte y les pedí esos papelitos con escritos que tenían guardados en los armarios y que no se animaban a mostrarle a nadie”, dice.

El único eje que atravesó la propuesta fue visibilizar las voces femeninas, mostrar qué escriben las mujeres de pueblo. Cada una tendríamos entre 5 y 6 páginas para una pequeña biografía y nuestros escritos. Bajo ese criterio, Guiche realizó un gran trabajo de curación.

A todas nos sucedió lo mismo: con plena confianza entregamos nuestros textos, sabiendo en el fondo que era un proyecto ambicioso, difícil de concretar. No porque Guiche no pudiera materializarlo, sino por lo imposible que se nos antojan algunas tareas en nuestras cabezas.

El intercambio comenzó por correo electrónico. Por ese medio y por teléfono, mantuvimos comunicaciones hasta que fue posible encontrarnos personalmente. Salvo Mabel Stumpo de Rancul, que con sus 80 años le envió cartas escritas a mano y sobres llenos de textos (firmados por “Alma”, su pseudónimo de adolescente), cada viernes durante dos meses con el comisionista que recorre los pueblos. Guiche le contestó de la misma manera cada lunes.

En el libro hay relatos, poemas, reflexiones, fragmentos de novelas. Todos son cartas de amor hacia las hijas y los hijos, las madres y los padres, a las nietas y nietos, la naturaleza, el dolor, amantes, el pueblo, hacia una misma.


“Son amas de casa, maestras, bailarinas, veterinarias, abogadas, son mujeres que crían hijos pequeños y añoran a nietos lejanos, son psicopedagogas, profesoras y bibliotecarias, venden muebles, pizzas y zapatos, dibujan, sacan fotografías, decoran, pintan, diseñan, cantan, hacen trabajo voluntario y de oficina, hablan mucho, escuchan, callan y cuidan…” se lee en la contratapa.

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Ninguna de nosotras, sentadas esa tardecita de febrero en el patio, nos imaginábamos lo que seguiría.

Viajar en caravana, reencontrarnos en cada presentación, conocernos un poquito más, abrazarnos, ser bienvenidas por lxs vecinxs con la calidez que se recibe una deidad que trae buenos augurios, descubrir el cariño en cada detalle: el teatro abierto, el mantel blanco en la mesa grande, floreros erguidos con ramitas secas y flores amarillas, salones convertidos en bares, regalos sorpresas, la escucha atenta y respetuosa ante cada lectura.

Ya hicimos seis presentaciones. Recorrimos pueblos que van desde 270 a 9000 habitantes. En algunos fuimos más arriba del escenario que abajo.

La primera fue en el cine-teatro de Lagos. Allí conocí a Mabel. Cuando llegamos, una señora de rostro fresco y cuidadosamente maquillado nos esperaba parada en la vereda. Estaba sola. Llevaba una falda larga con estampado animal print, dos collares de plata y aros clips. Un cuerpo y una voz para aquellas cartas manuscritas. Y unas manos finas con uñas pintadas color rojo cereza.


En el escenario me ubiqué junto a ella y mientras esperábamos a que llegue más gente, me contó sobre el armario que tiene en su casa donde guarda un tesoro caligráfico: papeles con poemas que escribe desde los 13 años. Tras una selección de textos, hace un año publicó su primer libro “Nostalgias del alma”. Cuando llegó su momento en la presentación, la escuché relatar, con una voz límpida, la historia de la casa abandonada de Rancul que por tanto tiempo llamó su atención. Cómo imaginaba sus posibles habitantes (inmigrantes, nativos, duendes), los sentimientos acumulados en sus paredes, el respeto que le inspira su permanencia aún a la intemperie y rodeada de yuyos. Hasta que un vecino rompió el misterio: “pero Mabel, ese fue el primer prostíbulo del pueblo. En esa época había muchos hombres solos, trabajando en el monte, en la bolsa, en el campo”.

Para el mes de la mujer, la presentación se organizó en Realicó, en la librería Mundos. Victoria, su dueña, montó un bar en el patio. No había escenario. Leímos dispersas entre la gente.

Olga Ceballos viajó desde Quetrequén. Estaba nerviosa, pero se paró en un espacio entre las mesas que bien podría ser el centro del lugar. Contó con una voz intermitente que escribía desde pequeña a escondidas de su padre, quien se lo tenía prohibido. Así lo hizo durante muchas noches, con el miedo creciéndole adentro, debajo de las mantas alumbrada por no más que una pequeña linterna. Su poesía es dolorosa, habla de su mamá, de su abuelo, de soñar caminos que se vuelven intransitables. Olga lloró con el sol de la tardecita en el rostro. Y leyó al mismo tiempo hasta que no pudo más. Guiche se le acercó, entrelazaron los brazos y en ese gesto, Olga encontró la manera de leer el final de su poema “te pido una cosa: no te vayas todavía”.

En cada viaje, nos acompaña una escultura de papel maché y alambre hecha por Alicia Macagno, Directora de Cultura de Lagos: tres mujeres enlazadas pintadas de rojo y blanco. Un regalo que viaja en el auto con el cinturón de seguridad, como una pasajera más.

También viajan las pinturas al óleo de Marta Luz Rattalino, artista de Rancul. Marta pinta rostros de ancianos y paisajes. De niña, le robaba a su mamá la pasta dental para mezclar con polvo de ladrillo, hojas, flores y así inventar colores.

Alicia y Marta son parte de las 27.

En julio, viajamos a Parera, por sus 125 años. La presentación del libro inauguró los festejos que se extendieron durante todo un fin de semana y terminaron con una peña folclórica para todo el pueblo.

Como un ritual milenario, nos sentamos en torno a una gran mesa. Detrás nuestro, sobre la pared se proyectaron fotografías de presentaciones anteriores. Cuando fue mi turno no leí el pequeño poema de la cantante de boleros, sino que compartí una crónica de un chisme viejo sobre los festejos del cumpleaños de un pueblo cualquiera con vecinos que se habían evaporado de la faz de la tierra y un asado de dudosa procedencia. Cualquier parecido con aquellos festejos sería pura coincidencia. Las carcajadas lo confirmaron.


En Maisonnave, fuimos las invitadas de honor por el cumpleaños de la biblioteca. Las mujeres de la comisión transformaron el club de la esquina en un bodegón. “Estuvimos hasta las cuatro y media de la mañana decorando y limpiando todo”. Más mujeres, pensé entonces, sigo pensando ahora. Un salón grande con baldosas amarillas y bordó, el escenario al fondo con el telón cerrado. El libro de firmas nos recibió ni bien pasamos la entrada, sobre una mesita. Dentro de una canasta de mimbre, con un cartel escrito a mano que decía “libros $1000”, ubicamos algunos ejemplares del “27 mujeres que escriben” para la venta. Al lado, un exhibidor de libros atiborrado de literatura pampeana. Todo estaba vestido de blanco y arpillera. Banderines, atrapasueños, lucecitas. En un rincón montaron una pequeña exposición de fotografías de artistas locales. Sobre un lateral del salón, la feria de artesanxs. Desde lejos nos llegaban ruidos de vasos y la euforia de una partida de truco que se jugaba en el bar pegado al club.

Mercedes Ordoñez es una de las fotógrafas y una de las 27. Sus escritos están inspirados en las fotos que toma cuando camina por las afueras del pueblo. Relata la muerte de los árboles: están los que mueren prolijos, sin luchar; los que hacen de su tragedia una obra de arte; “otros que resisten desobedientes, con hijos desparramados por doquier, molestando la vista de la urbanidad”. Mechi tiene la voz grave pero serena; siempre llega a cada pueblo con manojos de flores y ramitas que “encontré por ahí”, dice ella, pero no le creo. Para mí se le brotan, le florecen los retoños como si fuese la mismísima primavera.

Me gusta escuchar cuando habla Guiche. De sus labios finos siempre sale un manifiesto. Es sentenciosa, crítica. Tiene con qué. Dice las cosas más ocurrentes y divertidas con la seriedad más hosca y protocolar del universo. Me gusta cuando lee en voz alta la contratapa de su libro al final de cada presentación. Algo me sucede en el cuerpo. Una fuerza eléctrica pero dulce. Todo lo que me rodea pierde nitidez y queda en foco sólo su perfil pronunciando cada palabra que nos resume: “escriben porque no les queda más remedio que hacerlo. No lo hacen para cambiar el mundo, lo hacen para deja ´un destello, un fogonazo, un grafiti, un escrito en el muro; para que ciertos momentos no mueran del todo y para siempre´”, se ayuda recordando a Héctor Tizón.

En la soledad de la hondonada, creamos nuestro propio Macondo. Nuestras obras son una gran metáfora del mundo y de la vida. Quizá ni siquiera lo sepamos. Lo hacemos porque se nos desborda de estar nomás. Bajo la sombra de los árboles o de las mantas tenemos nuestro propio cosmos.

En el llano, las mujeres escribimos a pesar de todo.