Anexo 38

por Pablo Pezzoni

El desafío de dar clases en el Penal de San Carlos de Bariloche. Lo difícil que es para los internos estudiar dentro de una cárcel con superpoblación y graves problemas edilicios. La utopía de reinsertarse en una sociedad que mira hacia otro lado.


Septiembre 2022

A pesar de ser casi mediodía, la nieve y el hielo que cubren la calle me obligan a ser lo más cauteloso posible si pretendo llegar al trabajo en una pieza. Camino por el costado del edificio cuyas paredes, tan altas como descuidadas, privan a todos de los beneficios del sol. Dentro, mis alumnos deben estar esperando esta hora, pensando en esos cinco minutos, probablemente los únicos minutos, en los que hoy saldrán al patio.

Al llegar a la esquina levanto la mirada buscando alivio en el paisaje. Por encima de los techos y a través de los cables del alumbrado público, puedo ver los cerros Catedral y Ventana completamente cubiertos por la nevada reciente. Semejante panorama me recuerda la proximidad del receso de invierno y, por un instante, mi mente divaga con la clase de escapada al alcance del sueldo de un docente rionegrino.

Escapada. No por vergüenza aunque, sí, con algo de culpa, bajo la mirada. Ingreso sin esperar a ser invitado. El Anexo 38 del Centro Educativo para Jóvenes y Adultos funciona desde 2017 en el Penal N°3 de San Carlos de Bariloche y brinda educación secundaria a los hombres y mujeres que lo soliciten y que, por no encontrarse en libertad, requieren del trabajo del personal docente que asiste allí.

A comienzos de este año, cuando supe de las horas vacantes en Historia, Ciudadanía y Geografía, no dudé en tomarlas. Supongo que, acostumbrado a que el cine y la literatura hicieran de las suyas con mi propio imaginario, la presencia de tantos uniformados y los espacios enrejados no me perturbaban. Tampoco las advertencias o comentarios de otros colegas me inquietaron, como sí lo hicieron las paredes descascaradas, los ambientes oscuros y las frazadas rasgadas actuando de ventanas estilo termopanel.

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En mi clase, Damián es el lector designado y hoy lee en voz alta una noticia periodística que trabajamos en Ciudadanía: “El Alto de San Carlos y los patios traseros de la Patagonia turística”. Participa activamente y comparte cuestiones personales. "Me llama mi señora porque mi nene le contesta mal a la profesora y no quiere hacer nada", explica. "Hay que ser más estricto con los chicos. El respeto se aprende en casa", dice con cierto fastidio al tener que preocuparse por cosas que no puede manejar dentro del penal.

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El Anexo 38 no cuenta con un espacio exclusivo para el dictado de clases. Difícil ordenar un lugar que nació desorganizado. El penal de la ciudad, ubicado a unas 15 cuadras del Centro Cívico, funciona en el edificio de un antiguo geriátrico. Desde su reconversión ha sido ampliado y remodelado -de manera improvisada- según el incremento de la población carcelaria. Hasta la fecha, los proyectos de construcción de un edificio acorde con las necesidades han chocado de frente con la negativa de un sector de la sociedad a instalar una cárcel federal en un centro turístico.

Fuente: www.ministeriopublico.jusrionegro.gov.ar

Así las cosas, docentes y estudiantes estamos esparcidos en distintos sectores del penal y en condiciones muy variadas. En ocasiones el espacio de visitas se comparte con la clase configurándose un aula en absoluto convencional. "Si tiene frío puede enchufar el coso ahí", le había sugerido un estudiante a su profesora cuando la baja temperatura había convertido al ambiente en algo insoportable aún con la campera puesta. El coso en cuestión era un caloventor y el ahí dos cables pelados colgando del techo. En otras oportunidades, los conflictos entre los estudiantes -o entre algunos de ellos y la gente que se encuentra visitando a otros internos- enrarecen el clima de forma tal que una pelea estalla y los docentes deben solicitar ser retirados de la sala. Más que al sol, en el penal algunos trapos sucios se lavan en el salón de clases. El mío es un container ubicado en el patio. Llegar hasta allí implica atravesar una parte considerable del penal 3.

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Guille quisiera leer pero no ve casi nada de lejos. Se inclina hacia las hojas intentando pescar algo del texto, pero no hay caso. Igual de infructuosos fueron, hasta el momento, sus pedidos por una consulta con el oftalmólogo. "Me trajeron unos lentes de no sé quién, pero no me sirven de nada. Me duele la cabeza", comenta. Hacer coincidir un aumento no prescrito con un mal no diagnosticado es como buscar la famosa aguja solitaria del pajar. En conclusión Guille -un hombre mayor y respetado por quienes lo rodean- avanza con gran dificultad en sus estudios secundarios.

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A lo largo del recorrido hacia el container, los celadores abren y cierran las rejas con una destreza singular. Se mueven con la rapidez y atención necesarias para detectar, entre otras cosas, posibles escupitajos en alguno de los candados cortesía del bromista de turno. "Le apuntas bien y le chantás todo el garzo", me instruyó alguna vez un estudiante respecto de ciertas revanchas. Los celadores transitan el penal atentos a los múltiples llamados y solicitudes que su presencia suscita en los ambientes que atraviesan. "Celador", se escucha desde una ventana enrejada cubierta por una manta oscura para frenar el ingreso de aire frío a la celda. La voz llega como apaciguada por esa cortina. Mientras espero en uno de los patios internos, veo que un caño de agua pinchado amenaza con inundarlo todo desde un hueco de la pared. “Eh, profe ¿cómo le va?”, me dice Nacho desde la celda de un sector contiguo. “Mejor que a ese caño seguro”, respondo mientras me cubro la boca con el abrigo. Nacho me comenta que hace rato que eso está así y duda que alguien lo arregle. Días después descubriría que se equivocaba: la fuga fue, finalmente, retenida por una cinta plástica que transformó al chorro de agua en una gotera. "No creo que vaya a clase hoy, profe", sigue diciendo Nacho y se excusa esquivando la mirada ya de por sí bastante perdida.

Los pedidos al celador no cesan: insumos, permisos, entrevistas con psicólogos. El aludido atiende a todas las consultas mientras abre y cierra puertas para que yo avance hasta la antesala del comedor que hoy está inundada. Ni la especie de púlpito religioso que hay en ese espacio penumbroso se salvó de quedar dentro del charco. Escucho que otra voz reclama la atención del celador pero, esta vez, es muy baja. Apagada. Mientras me concentro para descifrar lo que dice, observo las manchas de humedad que cubren las cuatro paredes que nos rodean. El agua asciende hacia el techo descascarado a modo de sutil respuesta a mis dudas sobre el origen de una tos que se deja oír desde otra celda cercana.

Para no ser menos que el caño de agua, la puerta que nos permite el paso al comedor está visiblemente maltratada. Es como si se hubiera ejercido una enorme presión sobre ella torciendo su mitad inferior desde el comedor hacia el exterior. “Si algún día se arma lío, vos correte”, me recomendó un colega días después de tomar el cargo. “En caso de que entre un equipo especial para cortar con algún bardo no te van a preguntar por el título”, terminó. Ya me habían sugerido utilizar delantal o algo que me distinga. "Si me pego el recibo de sueldo en el pecho no me toca nadie", recuerdo haber comentado. Esa puerta invita a especular con las circunstancias en que pudo haber perdido su forma original. El hecho de que permanezca torcida es toda una respuesta. Subjetivamente hablando, lo más justo sería hablar de abandono.

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Esteban es el más prolijo de todos. Su carpeta no sólo permanece a salvo de manchas o roturas sino que, además, cada separador de materias tiene folio y carátula. No habla mucho y su tez pálida no se diferencia de la de sus compañeros faltos de vitamina D. Escribe con dificultad como pensando bien cada letra antes de dibujarla en las hojas que tanto cuida. Muy aferrado a sus creencias religiosas, se muestra respetuoso cuando hablamos del origen del hombre, pero hace saber su descontento con la explicación científica. "Usted diga lo que quiera que yo lo voy a respetar. Pero a mí la Biblia me cuenta otra cosa que me llega más ".

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Los reclamos respecto de las condiciones edilicias del penal 3 no son nuevos ni mucho menos novedosos. Sobrepoblación y falta de higiene son una dupla cuya fama recorre los portales de noticias y los despachos de turno sin que, al parecer, se haya encontrado una respuesta satisfactoria. A modo de ejemplo, en julio de 2022, miembros del Equipo Pastoral Social de la diócesis de San Carlos de Bariloche publicaron una carta abierta a la gobernadora de Río Negro, Arabela Carreras, para llamar la atención -entre otras cosas- sobre las condiciones edilicias del penal y la tendencia de una parte de la sociedad a creer que “la privación de la libertad debe ser humillante y dolorosa”. El documento, aporta un dato estremecedor: un espacio con capacidad para 94 internos, albergaba a 158 entre procesados y condenados.


La Ley Orgánica de Educación de Rio Negro sostiene que la "educación constituye un derecho social y un bien público que obliga al estado provincial, con la concurrencia del estado federal, a garantizar su ejercicio a todos los habitantes de su territorio." El artículo 78 de la misma ley afirma que la modalidad de educación en contexto de privación de la libertad "no admite limitación ni discriminación alguna".

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David es, por lejos, el más jóven y el más ocurrente de todos. Su habilidad para el chamuyo contrasta con sus hojas siempre en blanco y suele participar de todas las discusiones aunque no siempre de la mejor manera. Algunas veces, balbucea con la mirada perdida. "No, nada. Es que recién me levanto", dice. Cuando viene así, comparte mates con sus compañeros y nada más. Cierta vez le mencioné que me gustaba el logo de su gorra. Torciendo el labio con gesto aleccionador me respondió que él usaba visera. "Gorra usa la Policía, profe".

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En el patio del penal el cielo no está enrejado. Algunas de sus paredes están pintadas con arcos de fútbol, sin embargo, el gran charco de agua que se forma en el centro -a veces prácticamente congelado- parece un obstáculo un tanto complicado de sortear. Para mí tranquilidad, uno de los estudiantes me apunta que “se drena fácil y se puede jugar algún que otro partidito”.

Hacia el mediodía el sol pega en buena parte de ese espacio haciendo que mi llegada sea esperada por motivos particulares. Cada vez que se abre la puerta de la salida exterior del comedor -última escala del recorrido- la mayoría de los internos presentes salen detrás nuestro hacia el aire libre. "Bueno, aprovechando hasta que el profe entre", se escucha decir a alguien en tono jocoso. Efectivamente, toma apenas unos cinco minutos que el celador se acerque al módulo, abra el candado, se retire el profesor que me precede y yo lo reemplace. Apenas cinco minutos que aquellos que salieron del comedor aprovechan para ubicarse de cara al sol aunque encandilados por el encierro. Algunos, encogidos por el frío que los sorprende sin tiempo para buscar un abrigo, lo piensan dos veces antes de entrar.

“Antes podíamos salir al patio más tiempo”, me recuerda Lucas. “Ahora nos dejan apenas dos horas a la semana”, completa con el tono quejumbroso de quien comprende que se trata de un castigo, pero supone que a quien lo aplica se le fue la mano. Al no haber cupo disponible en otros talleres -cocina, carpintería- las chances de hacer algo se achicaron drásticamente para él. "No te dejan hacer nada. Tienen sus grupos armados y para los demás ya fue".

La temperatura agradable dentro del módulo hace que la participación sea más amena. Las paredes no están descascaradas y basta con cerrar las ventanas para que la corriente de aire no arremeta contra nosotros. Si bien las marcas del agua que entra durante las lluvias delatan los agujeros en el techo, los afiches pegados en las paredes se asemejan a los de un aula convencional. Leo comenta con su habitual gesto de resignación, que sin el poncho y la capucha puestos le resultaría difícil concentrarse los días fríos. Mientras dice aquello, hace circular el mate tomando los recaudos necesarios para no salpicar las hojas sueltas que usa para estudiar. Típicas hojas de carpeta aunque con todos sus bordes manchados. La requisa de unos días atrás se había llevado por delante muchas cosas y, en el proceso, las hojas de Leo habían quedado esparcidas por el suelo.

La mayor parte del rectángulo está ocupada por dos mesas largas y bancos a ambos lados. En un extremo hay una pequeña pizarra y, del otro lado, junto a la puerta, hay un armario con materiales. El piso flotante tiene más de un parche ya que la humedad ha provocado unos cuantos agujeros. "Por lo menos no se ven las ratas", recuerda José.

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Luís está como ausente. Acusa dolores de estómago, pero se nota que algo lo tiene preocupado. Matías le pregunta si tomó mate del normal o del otro, pero recibe un gesto evasivo como respuesta. Más tarde, sabré que alguien de su misma celda lo había amenazado durante varios días. Pelo largo al estilo Lorenzo Lamas y bigote grueso, es poco hablador. Aún así, unas pocas palabras suyas bastan para saber que está agotado. "Ya pedí algo, pero andá a saber si me traen. Y aún si me traen andá a saber si es lo que necesito". Suspira y deja su lapicera sobre la hoja como quien no entiende siquiera por qué decidió ir en esta oportunidad a clase.

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El afuera se extraña y promete reencuentros pero, al mismo tiempo, duele y angustia. Los días se estiran con crueldad. La penumbra agobia. Las horas que transcurren sin que ninguno de ellos pueda materializar los planes que sueña convierten a la resignación en la mejor estrategia de supervivencia. “Cómo extraño pescar”, dice Matías mientras mira a través de la ventana enrejada del módulo con su mentón apoyado en un puño.

Nos toca volver y la salida no es menos rutinaria que el ingreso. A la hora señalada -no necesariamente la acordada- el celador regresa al patio para abrir el candado del módulo. Sutil, David ya había hecho saber que se había cumplido el horario. "¡Retiro! ¡Eh, celador! ¡Retiro!", gritó hacia afuera en un par de ocasiones. 

Normalmente, nos vamos luego de que uno o dos de los estudiantes limpien el container. En una oportunidad, mientras Valentín y Nacho se tomaban su tiempo para barrer la tierra acumulada hacia afuera (o dejarla adentro si es que los agujeros en el piso no habían sido reparados), algo me llamó la atención: David y Lautaro corrían alrededor del patio. Lo hacían con gran concentración. Mientras sostenían sus útiles contra el pecho, corrían rápidamente casi sin levantar la mirada. Aparentemente, intentaban dar la mayor cantidad de vueltas mientras alguien más joven los alentaba, pero sin sumarse al ejercicio. En ese momento pensé que había que tener ganas de correr con ese frío y lo compartí en voz alta con quien estaba a mi lado, mientras marchábamos de nuevo al interior del comedor. “Hay que aprovechar el único rato que nos dejan estar afuera, profe”, me indicó Héctor. De repente, el gesto de concentración en los rostros de David y Lautaro se convirtió en uno de triunfo. "¡Vamos, vamos!", arengaba David mirando de reojo a ver cuánto les quedaba.

Tres vueltas en el tiempo que lleva abrir y cerrar un par de candados.

Tres rondas al aire libre antes de volver adentro.

Me sentí estúpido. Casi mezquino.

Delante nuestro, aguarda el comedor penumbroso. No hay más que una ventana tapada y un gran ventiluz, en el otro extremo, del cual cuelga una bolsa de boxeo. Cerca de la entrada exterior hay una cocina maltrecha que no me atrevería a instalar en mi casa. ("Mirá qué calefa", me dijo alguna vez un colega al pasar por delante de una anafe con aires de calefactor en el sector de visitas.) Alrededor de la cocina, algunos internos se acurrucan mientras comparten mates. Más allá, otros juegan al ajedrez. Sobre sus cabezas, una repisa improvisada alberga unos pocos libros gastados. Son apenas las 12.30 del mediodía y los rostros de aquellos hombres están atravesados por el hastío.

Fuente: www.rionegro.gov.ar

En 2012, el juez del Superior Tribunal de Justicia, Sergio Barotto, calificó al penal 3 de Bariloche como “la peor” de las cárceles y advirtió que, en las condiciones que se encontraba no había “ninguna posibilidad” de resocializar a un interno. Al respecto, ese mismo año, el entonces gobernador de la provincia, Alberto Weretilneck, sostuvo que si bien quería cumplir “con lo que dice la Constitución para la reinserción de los reos”, no había tenido “ni los recursos ni el tiempo necesario”. Diez años después, la situación parece ser casi la misma.

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Ya finalizada la clase, aprovecho la poca señal de internet que se cuela en el espacio reservado para los docentes y reviso el correo electrónico. Mi tutor me escribe desde la lejana Viedma y basta leer entre líneas para entender que me pide que haga lo posible para que se rindan exámenes. Mientras pienso cómo responder, observo el listado de estudiantes pegado en una de las paredes; extenso, con algunas tachaduras y agregados de nombres y apellidos. Tiempo atrás, durante la visita de dos representantes de la provincia que recorrían el penal -por primera vez, a juzgar por la extraña mezcla entre curiosidad y disgusto de sus miradas-, una de las recién llegadas vio esa misma hoja. “Entonces, podríamos decir que el 50% de la población carcelaria se encuentra cursando estudios”, dijo con la misma liviandad con que una Ministra afirmó que los docentes rionegrinos cobraban sueldos de petroleros. La funcionaria seguramente desconocía que más de la mitad de los mencionados en aquel listado no había asistido nunca a clase.

Una mañana, una profesora con más años que yo en el Anexo 38 habló acerca de la naturalización de las condiciones en las cuales trabajamos. No había reparado en aquello ni, mucho menos, sopesado los riesgos de adaptarse a tantas carencias. Si se tratara de una escuela pública de la ciudad se alzarían un sinfín de protestas.

A salvo de aquel alambrado que me impedía ver el cielo, me alejo del penal. A mis espaldas quizás haya dos hombres corriendo alrededor de un patio de tierra. Ganándole tiempo a un encierro que, de a ratos, huele a tortura.